LOS ORÍGENES MEDIEVALES DEL SENTIMIENTO DE COMUNIDAD HISPÁNICA (II)
(de José Antonio MARAVALL su obra “El concepto de España en la Edad Media”)
(…) Una visión histórica hispánica se ha constituido, con caracteres fijos y comunes, en la época de Alfonso el Sabio, merced a la difusión y aceptación general de la obra del Toledano. Como en la misma “Crónica General” del Rey, esa visión se recoge en los curiosos escritos del obispo Juan Gil de Zamora (s. XIII). A éste, esa construcción histórica se le convierte enteramente en un panegírico, y de los materiales que le proporcionan las Historias Generales que han precedido su obra, compone Gil de Zamora un extenso “Liber de Praeconiis Hispaniae”.
Comenzando por el tema ya consabido de la primera población de España y leyendas del rey Hispán, en tratados sucesivos se ocupa de la fertilidad, liberalidad, fortaleza y valor, santidad y virtud, etc., de España y los españoles. El elemento personal aparece abundantemente recogido –desarrollando el método del Tudense- y haciendo la historia de reyes y emperadores, santos, etc. –con amplia parte dedicada a los godos y con pleno desenvolvimiento de otra pieza historiográfica esencial: la rebelión de Pelayo en Asturias-, sin olvidar a los filósofos y doctores. Y en el tratado VIII se perfila el ámbito del “praeconium” ocupándose “de locis regni Legionis”, “Castelle”, “Portugali”, “Aragonia”, “de Carpentania et locis Navarre ac Provintie (22).
Esta obra de Fray Juan Gil de Zamora nos demuestra la íntima relación que se da, como estimamos nosotros, entre el tema del “laude” y la concepción de España como objeto de una historiografía.
La expansión de la “Historia” de don Rodrigo Jiménez de Rada por toda la península dio lugar, como causa inmediata del fenómeno, aparte de lo que pudo ayudar a ello la lectura directa del mismo San Isidoro por nuestros escritores medievales, a una difusión general del tema del elogio y secundariamente de la pérdida de España. Se encuentra, como es fácil comprender, en las traducciones de dicha Historia, del latín a las lenguas peninsulares, y también suele conservarse la parte del texto que trata del tema en cuestión, en forma más o menos alterada respecto al original, en abreviaciones y refundiciones del Toledano. Pero no sólo esto, sino que igualmente se recoge aquél en obras simplemente influidas por el Toledano o que cuentan con la “Historia Gótica” (s. XIII) de éste entre sus fuentes.
Claro está que en estos últimos casos las transformaciones del texto del arzobispo don Rodrigo llegan a ser profundas, separándose en algunas ocasiones por completo del modelo, pero sin que deje de ser perfectamente recognoscible esa pieza historiográfica común en que llega a convertirse el “laude”. Este no se da, naturalmente, en las crónicas particulares. Como de ordinario se inserta en relación con los godos, aparece en las obras que tienen un cierto carácter general, excluyendo la llamada “Crónica Pinatense” (s. XIV).
Bien es cierto que esta última, en relación con la fase anterior a la Reconquista, es sumamente breve y de ordinario remite a lo que se dice de ella en las Crónicas de Castilla –“in chronicis Castellae in alio volumine” (23)-, curioso caso de reconocimiento de la conexión e interdependencia entre la labor que esta Crónica, ordenada por Pedro IV, representa y la realizada por los historiadores castellanos.
En la versión al catalán, abreviada y añadida en otras partes, del Toledano, conocida con el nombre de “Crónicas de Mestre Rodrigo de Toledo”, se dedica un capítulo a tratar de “com entre les altres partides e provincies del mon sia Spanya en Nobleida de moltes riqueses o de grans nobleses de que fa testimoni un philosoff apellat Lucha” (24). Con más razón, por cuanto se sigue más fielmente el texto traducido, el tema aparece también en Ribera de Perpejá (s. XIII). Pero más interesante es comprobar la subsistencia del mismo aun en Turell, a pesar de la brevedad de su relato, cuando apenas comenzado éste hallamos la referencia a tanta “bella obra como se mostra en Spanya” (25).
Que el famoso falsificador Roig, inteligente autor del “pseudo-Boades”, entremezclando esos mismos sentimientos, haga una gran parte en sus páginas al encomio de la gloria y honor de godos y españoles (26), puede ser prueba de lo enraizado que se consideraba el tema en los métodos historiográficos, hasta el extremo de estimarse obligado Roig, para dar color de época a su falsificación, a acoger en ella esa pieza ya en su tiempo de retórica declinante (27).
En Castilla la materia adquiere un desarrollo extraordinario y aparece con inigualada riqueza en un historiador de altos vuelos literarios de pre-humanista –una de las más interesantes figuras de nuestro siglo XV, proyectada en el marco de Europa-, Rodrigo Sánchez de Arévalo (s. XV). De él es el más largo y sistemático elogio. Sus fuentes no tienen gran novedad, pero en los tres capítulos que dedica al tema tiene interés destacar el amplio desenvolvimiento del aspecto personal, es decir, del elogio de los españoles, de los que asegura que, entre otras virtudes, son poco dados a delicias que afeminen el ánimo (28).
En tierra de Navarra, el obispo de Bayona, Fray García de Euguí (s.XV), escribe en su “Crónica” un cálido elogio (“la tierra que Dios bendijo…”), con elementos tomados a la tradición, pero con una elaboración muy literaria, no olvidando a continuación el tópico del lamento por la pérdida bajo el poder de los moros (29). Y lo mismo hay que decir del aragonés Fernández de Heredia, en cuya voluminosa “Crónica”, tan ligada a las historias castellanas, se desenvuelve abundantemente la materia, dando un minucioso tratamiento a la que sigue llamando “lamentación” (30). El cronista de los reyes de Aragón, Vagad (s. XV), es el caso extremo y también final, de exaltación del tema.
En su obra, el prólogo primero (tiene tres largos prólogos a la obra) está dedicado a “las tantas noblezas y excelencias de la Hespaña”, exaltando en ella “los príncipes tan altos y antiguos, tan sabios y famosos despaña que, antes que hoviesse turcos, antes que sonasse ni cesar ni alixandre ya por inmortal fama arreavan toda la Europa”-, y estas líneas son una muestra del nuevo tono que adquiere el “laude”.
Vagad, que habla de “nuestra España”, de “nuestros hespañoles” –con una h inicial latinizante, de gusto humanista, para entroncar con la Hispania romana-, es el último de la serie de los que podemos considerar continuadores del ya lejano antecedente isidoriano y de su renovación por obra del Tudense. Con él esa pieza de nuestra historiografía medieval se extingue para dar paso a las nuevas formas de reglamentado énfasis propias de la literatura encomiástica que introduce entre nosotros, como producto netamente humanista, a partir de ese momento, el italiano Lucio Marineo Sículo (1460-1533). Los poetas del siglo XV, como Juan de Padilla, al cantar a “España la clara”, constituyen una fase de transición.
Después el tema es reelaborado por los humanistas.
Este tema tan particular del “De laude Spania” prueba la pervivencia de un concepto de España en nuestros historiadores y hace posible, a su vez, la concepción de España como un objeto historiográfico, según las condiciones a que empezamos refiriéndonos: un ámbito en el que a los hombres que en él existen les acontece conjuntamente alcanzar unos méritos, o poseer unos sentimientos, o encarnar unos valores, o, llegado el caso, sufrir una caída que debe hacerles llorar de dolor, como Turell quiere –“plora, doncs, Spanya”- hasta en los siglos siguientes. Ese concepto está en vigor en los siglos medievales y constituye a su vez un factor de viva acción sobre la idea política de España. Es conocido el fenómeno, y lo dicho hasta ahora nos lo muestra claramente, de la transposición del elogio de la tierra al plano de la comunidad humana poseedora de aquélla y, en consecuencia, su interiorización en el sentimiento de honor y de prestigio comunes que es propio del grupo y que constituye uno de los factores de configuración del mismo.
En ese estadio se nos revela el “laus Hispaniae” contenido en el “Poema de Fernán González” (s. XIII) (31).
Com ella es mejor de las sus vecindades,
as(s)y sodes mejores quantos aquí morades
omnes sodes sesudos, mesura heredades,
desto por tod el mundo(muy) grran(d) preçio ganades.
y ello da lugar a ese aspecto esencial del concepto de España –España como ámbito de honor-, del que nos ocuparemos en el último capítulo de este libro. Ese sentimiento nos permite hablar lícitamente de una “historiografía hispánica”, cualquiera que sea la dosis de particularismo de que tantas veces se ha acusado a nuestros historiadores y el comprobarlo así nos hará salvar a éstos de tal imputación, porque sus obras, de una u otra manera, se dan siempre en el marco general de la idea de España.
Naturalmente, no pretendo llevar esta afirmación, en forma plena y total, hasta los primeros siglos de la Edad Media, entre otras razones porque apenas si puede hablarse de labor historiográfica con referencia a ellos. Es cierto que los dos llamados “Laterculi Regum Visigothorum”, utilizados por Flórez y por Villanueva y más recientemente por Mommsen, los epítomes perdidos hoy de los que habla como de obra propia el anónimo autor de la “Crónica mozárabe de 754”, más otro “Laterculus regum ovetensium”, le hacían decir al P. García Villada que “son un indicio de que no se interrumpió en modo alguno la labor isidoriana y nos abren la puerta para suponer con fundamento que tanto Alfonso III como el Albeldense, debieron de tener algún predecesor común (32). La sospecha de este trabajo de conservación de noticias del pasado, que no de otra manera podemos llamarlo, se había suscitado, incluso, mucho antes del mencionado artículo del P. García Villada y por vía también muy diferente.
Fernández y González sostuvo que las referencias que se encuentran en textos de historiadores árabes prueban la existencia de fuentes cristianas diferentes de las conocidas y anteriores a ellas (33) y el argumento que hace años podía oponerse a la tesis, sosteniendo la incomunicación entre los historiadores árabes y los posibles historiadores cristianos del norte, hoy no tiene validez porque parece seguro que esa incomunicación no se dio según ha demostrado Barrau-Dihigo (34). La existencia de una historiografía cristiana anterior al ciclo de Alfonso III, se precisa cada vez más.
Hoy se centra en torno a Alfonso II, que aparece en tantos aspectos como un efectivo restaurador, y Sánchez Albornoz ha llegado a concretar las razones que abonan la creencia en una Crónica primitiva, hoy desaparecida.
LA CONTINUIDAD DELA HISTORIOGRAFÍA YLA VISIÓN HISTÓRICA DE ESPAÑA
existió una historiografía (hoy perdida) anterior al ciclo de Alfonso III
La continuidad de la concepción historiográfica, haciendo que unos relatos pasen a integrarse en las narraciones siguientes –hecho sólo posible cuando éstas se consideran referidas a un objeto que por su parte es también continuo- se ha traducido de tal modo en la permanencia de una labor historiográfica, que de ella ha derivado la posibilidad de reconstruir, en algunos casos, y en otros por lo menos precisar, la existencia de obras hoy desgraciadamente perdidas. De esta manera, Sánchez Albornoz ha llegado a la conclusión de una “Crónica latina asturiana” de la época de Alfonso II. Parte S. Albornoz de las concordancias, que no pueden explicarse por dependencia directa, entre la “Crónica Albeldense” y la “de Alfonso III” (ambas del siglo IX): se fija en el grupo de noticias de los primeros reinados asturianos que aparece en los anales gallegos y portugueses, según el tipo que ofrecen los primeros pasajes que encabezan el “Chronicon complutense” (987-1111), editado por Flórez; y hace especial hincapié en la relación que se observa entre las noticias de aquellas dos crónicas citadas y la obra de Al-Razi, tal como ha sido conservada por Al-Atir, a cuyo esclarecimiento tan fundamentalmente ha contribuido el propio Sánchez Albornoz, relación que, en la forma en que se da, tampoco puede derivar de una dependencia directa entre el escritor árabe, el monje de Albelda y el rey historiador, puesto que Al-Razi muestra no conocer bien más que hasta el reinado de Alfonso II, hecho inexplicable si la fuente de que se hubiera servido Al-Razi fuera una de las dos mencionadas Crónicas, ya que éstas recogen más extensamente los reinados posteriores al del Rey Casto.
La circunstancia de que lo común entre “el moro Rasis”, la Albeldense y Alfonso III no sean noticias meramente analíticas, exige que se trate de una verdadera Crónica latina del tiempo de Alfonso II. Finalmente, el mejor latín de ciertos fragmentos de Alfonso III, así como la frase “ut supra dixi” que aparece en uno de ellos, sin conexión con lo que en el texto precede, hace pensar que se trata de trozos tomados de esa Crónica perdida. El ambiente cultural de la época, según observa Sánchez Albornoz, garantiza la posibilidad de esa labor historiográfica (35).
La continuidad de esta labor respondería a la de la misma concepción histórica que servía, concepción histórica que, enlazando con la España visigoda, se encuentra testimoniada por el famoso propósito de conservar la tradición goda en el orden político y en el eclesiástico, como más adelante veremos. Y así debieron considerarlo los primitivos historiadores del ciclo de Alfonso III, los cuales, al servirse del legado historiográfico y goticista de Alfonso II y continuarlo, atribuyeron a este rey su renovación.
Poco más podemos basar, en relación con nuestro objeto, sobre los indicios de esa probable Crónica perdida, cuyo contenido es difícil de precisar. Sabemos, sí, que en la “Crónica mozárabe” y en las Crónicas del período de Alfonso III se da inequívocamente el concepto total de España. Es más, Menéndez Pidal interpreta la Historiografía del reinado de Alfonso III como consciente y planeada continuación de la labor isidoriana.
Según ello, la “Crónica de Alfonso III”, en cualquiera de sus dos versiones, es la correspondiente a una Crónica de España –es decir, a la “Historia de los reyes godos”, de San Isidoro-; mientras que la “Crónica Albeldense”, con las partes que en el códice preceden al cuerpo estricto de la Crónica, viene a ser como un epítome universal –en la línea del llamado “Chronicon” isidoriano-, en cuya línea general se inserta la historia española. Una y otra, acentuando la tesis de la herencia o de la continuación visigoda e hispánica, ocúpanse del aspecto cultural y de la organización política tanto como de la militar, con la pretensión manifiesta de mostrar que en las montañas de los cristianos se recogía la disciplina y la ciencia toledanas, a pesar de la protesta de Elipando contra Beato: “Nunca fue oído que los de Liébana enseñaran a los de Toledo” (36).
coexistencia de la idea de España con el particularismo de algunas Crónicas
Se ha hablado del particularismo de estas primeras Crónicas y de toda nuestra Historiografía medieval, en general, y ello parece innegable. Pero ¿qué quiere decir ese particularismo? Parece, efectivamente, como si desde la caída de la tradición antigua –dicho, claro está, en términos muy relativos y sin echar en olvido la conocida subsistencia de aquélla en la cultura de los nuevos pueblos germánicos- el espíritu humano fuera reduciéndose cada vez más en sus posibilidades de atender a un gran ámbito.
Incluso los que pretenden continuar a los antiguos, como el Biclarense (s. VI), al perder el socorro de las fuentes legadas por aquéllos, automáticamente se limitan en su visión. Pero es más; al entrar en los siglos alto-medievales, ese achicamiento, ese particularismo se hace norma, hasta tal punto que el transgresor tiene que explicar y justificar su proceder. Por eso, cuando Richer, al terminar el siglo X, escribe su “Historia de Francia”, advierte que en su obra, “si alguna vez se refiere a detalles concernientes a otros pueblos, no lo hago más que incidentalmente y por no haberlo podido evitar” (37).
Entre nosotros, la Historia Silense (s. XII) es la primera que formula una visión completa de España como objeto de la labor de los historiadores, aunque luego en ningún momento –salvo en el episodio de los godos- esa visión se proyecte sobre la ejecución de la obra: “Cum olim Hispania omni liberali doctrina ubertim floreret ac in ea studio literarum, fontem sapientiae sitientes, passim operam darent, inundavit barbarorum fortitudine, studium cum doctrina funditas evanuit. Hac itaque necessitudine incongruente, et scriptores defuere et Yspanorum gesta silentio preteriere” (38). Este párrafo inicial, que, escrito casi cuatro siglos antes de la renovación cultural del Renacimiento, podría pasar por la lamentación de un humanismo ilustrado contra la “gotica lues”, muestra un sentimiento de solidaridad en el honor y en el buen nombre del grupo propio, cuyo brillo se anhela, sentimiento que lleva a ver la historia, por lo menos en su enunciado, como una concepción total de ese grupo –los “gesta hispanorum”-, aunque luego no podamos encontrar en el texto que sigue la realización práctica de esa idea.
Es necesario esperar a la llamada “Crónica latina de los Reyes de Castilla” (ca. 1230) o a los Cronicones catalano-aragoneses que brotan de los centros respectivos de Ripoll y Roda, representados especialmente por el “Chronicon Rivipullense”, el primero, y por el que Villanueva llamó “Alterum Chronicon Rotense”, el segundo, para encontrar abundantes noticias de las otras partes de la Península diferentes de aquéllas en que esos textos se escriben. Noticias más desenvueltas y ricas, claro es, en la “Crónica latina”, cuya forma es efectivamente la de una narración seguida y matizada que no en las secas anotaciones analíticas a que se atienen los mencionados Cronicones.
Como programa expresamente formulado –lo que tampoco quiere decir que su desenvolvimiento sea rigurosamente ajustado a ello, ni mucho menos- la concepción historiográfica de España madura en las grandes obras que siguen inmediatamente a la “Crónica latina”. (No olvidemos el antecedente más próximo del Cronicón Villarense, señalado por Lacarra; mas lo que en éste se debe a un puro resultado de hecho, en las siguientes se debe a toda una concepción: nos referimos a la gran trilogía constituida por el “Chronicon mundi” (1236) de Lucas de Tuy, el de “Rebus Hispaniae” (1240) del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada y la “Primera Crónica general” o “Estoria de Espanna”, mandada componer por Alfonso X) en 1270.
Basándose en una acertada observación de Amador de los Ríos, Cirot escribió sobre esta materia unas líneas cuyo recuerdo es interesante traer al presente. Según él, en la redacción de tantas obras históricas como tiene lugar a partir del siglo XIII, en las que, de manera más o menos sumaria, se trataba de comprender todo el pasado de España, “buscábase reunir para el lector, en un volumen relativamente reducido, la materia dispersa en innumerables escritos antiguos y modernos, y en crónicas especiales. Pero la idea, el deseo de la unidad histórica dominaba esta materia y trazaba, en cierta forma, el plan y los límites. Hay que hacer constar la influencia que en ello tuvieron los eruditos: de ellos procede, al parecer, la tendencia unionista que se constata muy tempranamente, mucho antes de la unificación de las nacionalidades o, por lo menos, de las monarquías españolas. Cuando los eruditos se remontaban a los orígenes, el gran recuerdo de Hispania venía a reconstituir retrospectivamente la unidad moral de la Península. Lo que ha existido alguna vez parece seguir existiendo, y cabe, por ello, pensar que para un castellano algo instruido de los siglos XIV y XV, Hispania no había dejado de existir.
Los historiadores españoles estaban tan habituados a esta manera de ver que uno de ellos, Gonzalo de Hinojosa (s. XIV), según la traducción de Jean Goulain, se asombraba de que nuestros historiadores no obraran del mismo modo respecto a la Galia (39).
Con todo, Cirot acentúa después el particularismo, en los mismos castellanos y, sobre todo, en los no castellanos, especialmente en los catalanes (40).
Hay que observar, sin embargo, que la concepción histórica global de España no es cosa nacida por vía de erudición, la cual impusiera esta idea desde fuera, en un momento dado, sobre una situación política ajena a esa visión conjunta. Antes que el Tudense, como historiador, están Sancho III el Mayor, Alfonso VI, Alfonso I el Batallador, Alfonso VII y tantos otros, como actores del efectivo acontecer histórico.
Es más, siempre había sido conocida la obra isidoriana y siempre se había conservado una viva relación con ella y a ninguno de los eruditos anteriores al Tudense se le había ocurrido utilizarla en el pleno sentido en que éste lo hizo, como tampoco ninguno sintió la necesidad de remontarse hasta entroncar con los primeros pobladores de esa Hispania constante.
En uno y otro caso, es una idea histórica y, hasta si se quiere, política, la que plantea su exigencia a la erudición y de cuya ejecución se encarga ésta. Sólo así se explica la rápida y general maduración de esta manera de ver, que una simple novedad erudita no justificaría. Sólo las obras que van con las necesidades del tiempo alcanzan la aceptación de que gozó especialmente la obra del Toledano...
(continúa)
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