Como voz genuina de los maestros tradicionalistas españoles puede oírse, para responder a esa pregunta, la de don Enrique Gil y Robles:
“Para resolver esta grave cuestión de feminismo en relación jurídica de tal importancia, no hay más que aplicar la doctrina expresada en el apéndice al capítulo IX del libro II, en el que se demostró que son impropios de la mujer los cargos públicos que llevan anejos imperio y jurisdicción, no porque la mujer carezca en absoluto de las dotes y virtudes necesarias, sino porque a la justicia y a la fortaleza pueden perjudicar más que en el hombre la sensibilidad y compasión desordenadas, características del sexo femenino. El cual tiene en efecto, más desarrolladas la parte afectiva moral, como muestra la experiencia y demuestra el raciocinio, fundado en la disposición especial que la naturaleza ha puesto en la mujer para los oficios de la familia, y que determina un temperamento psíquico al que no puede aquella sobreponerse ni en casa ni fuera de ella. Lo que la capacita más y mejor para el hogar la hace menos apta para el desempeño de oficios que exigen la rigidez del varón y el mayor dominio de éste, si no sobre las pasiones, sobre los sentimientos. Y con esto se manifiesta que ha de aplicarse al feminismo, en lo que concierne a los empleos y cargos de república (desde el concejo al poder central inclusive) y al sufragio tanto administrativo como político…”
Según esta doctrina, la rigurosa tesis es la del principio agnaticio, porque la relativa incapacidad femenina con más razón debe excluir de la soberanía que de los demás cargos públicos a las mujeres, en concurrencia con varones, que, aunque de peor línea y grado, pertenezcan a la dinastía reinante. Mas téngase en cuenta que, por lo mismo que la incapacidad de las mujeres es sólo relativa, o sea, en comparación con la de los hombres, no debe admitirse el principio llamado “sálico”, o sea, la exclusión absoluta de las mujeres, porque puede darse el caso de que no haya varones con quienes concurran, y sea el advenimiento de la hembra al trono el único medio de salvar, bien que cognaticiamente, la continuación de la dinastía nacional.
Así como la preferencia de la mujer en frente de varones colaterales (de líneas que, por cercanía, aunque no sea muy próxima al trono común, no han dejado de ser dinásticas), es insostenible en buenos principios, así la exclusión absoluta de las hembras puede ser contraria al legítimo interés nacional de la permanencia de una dinastía identificada con el espíritu público, connaturalizada con la patria en siglos de vida común y de vicisitudes históricas, y aunque sea un mal la falta de descendencia masculina, sea mal menor que el advenimiento de una nueva dinastía, o de varón agnado tan lejano del ascendiente común y del último monarca que no pueda ya decirse de la real familia y sí sólo de familia perteneciente a la primera nobleza”.
(Tratado de Derecho Político, Salamanca, 1902)
Y este criterio de oposición a la herencia de la Corona por parte de las mujeres (como no sea en casos verdaderamente extraordinarios, en los que el bien común reclama otra cosa, por ejemplo, no existir varones en la dinastía reinante o ser tan remotos parientes del último monarca que están ya fuera de la familia real) ¿tiene precedentes y fundamentos en la ciencia hispana?
Cierto es que de nuestros tratadistas han salido defensas fervorosas del derecho de sucesión de las mujeres. Así por ejemplo, el P. Juan de Mariana escribe: “Ocurren también dudas sobre si deben ser llamadas a suceder las hembras cuando han muerto ya todos sus hermanos y no hayan quedado de ellos sino hijos varones. En muchas naciones está determinado que no sucedan, fundándose en que no sirve una mujer para dirigir los negocios públicos, ni es capaz de resolverse por sí misma cuando ocurren graves acontecimientos en el reino…
En diversos reinos de España no se ha seguido siempre una misma costumbre ni una misma regla. En Aragón unas veces han sido admitidas a la sucesión y otras excluidas. Como empero leemos en las Sagradas Escrituras que Débora gobernó la república judía, y veamos adoptado por muchas naciones que pasase la corona a manos de las hembras cuando no haya varones que puedan ceñirla, y en Castilla vemos desde los tiempos primeros la costumbre de no distinguir para la sucesión varones ni hembras, no creemos que puedan ser vituperadas con razón las disposiciones de nuestras leyes respecto a este punto, mucho menos cuando no dejan de ofrecer por su parte muchísimas ventajas y merecen ser siempre preferidas a que se elija entre todos los varones el que más sobresalga a los ojos de los pueblos.
Crecen y se ensanchan así los imperios por medio de casamientos, cosa que no se observa en otras naciones regidas por distintas leyes. Si España ha llegado a ser un tan vasto imperio, es sabido que lo debe tanto a su valor y a sus armas, como a los enlaces de sus príncipes, enlaces que han traído consigo la anexión de muchas provincias y aun de grandísimos Estados”.
(De Rege et regis institutione)
También es un partidario decidido de que las mujeres sucedan en la soberanía el Doctor don Pedro Salazar de Mendoza, Penitenciario de la Catedral de Toledo. En apoyo de este derecho aduce varios pasajes de la Sagrada Escritura y distintas disposiciones del Derecho Romano y del Canónico. En el terreno de los hechos presenta multitud de casos en los que las mujeres han sucedido en la corona en casi todas las monarquías del mundo y en todos los tiemopos de la historia. Entre estos reinos se hallan los españoles; y por cierto con gran ventaja suya, a juicio del prebendado toledano
(Monarquía de España).
En cambio, otros tratadistas hispanos tan graves y sesudos como los citados, son opuestos a la sentencia anterior y partidarios de la tesis de los tradicionalistas. Así opinan, por ejemplo, Fray Juan Márquez y don Diego de Saavedra Fajardo.
En el capítulo XXXI, libro I de El Gobernador cristiano, el P. Márquez expone las razones en que se fundan los que piensan se deben excluir a las mujeres de la sucesión de los Estados y reinos. Después, Márquez concreta en esta forma su opinión personal. En cuanto a los mayorazgos y estados que no llevan aneja la potestad suprema cree Márquez que tienen más razón los que llaman a las hijas en defecto de los hijos para que sucedan en dichos estados que los que las excluyen de tal sucesión.
Respecto a la sucesión de las mujeres en los reinos y Estados para que ejerzan en ellos la soberanía, Márquez entiende: Primero, que es cosa cierta que se engaña el Bodino en creer que la pura ginecocracia, que es gobierno de mujer no casada, es contra la Ley Natural declarada por Dios en el Cap. 2 del Génesis. Segundo, que considerando que con los reinos se hereda la suprema potestad sobre vida y muerte, y la autoridad de hacer y revocar leyes, señalar jueces que la hagan guardar, defender el reino con armas en la mano, mandar, vedar y establecer sin recurso a otro superior en la tierra, cosas a que las mujeres no pueden dar ni mediano expediente, sin hacer más confianza de los ministros de la que fuera menester, me parece que pudieron ser excluidas de los reinos, con mayor fundamento que de las casas, en que no concurren causas tan superiores, ni tan derechamente del bien público; si bien sería temeridad reprehender la costumbre de las provincias que se han hallado bien con la sucesión de las mujeres”.
Don Diego de Saavedra Fajardo, como los tradicionalistas españoles, defiende se debe negar a las mujeres el derecho de sucesión respecto a la autoridad soberana, salvo en los casos excepcionales en que el tradicionalismo se le reconoce.
En el Cap. VII, Lib. II de las Introducciones a la política y razón de Estado del Rey Católico don Fernando, escribe: “A las mujeres quitó la naturaleza los instrumentos de reinar: fuerza, constancia y prudencia; y les dio sus contrarios: flaqueza, inconstancia y ligereza, pero no a todas. Algunos ejemplos ilustres nos dio la edad presente (siglo XVII), muchos nos dio la edad pasada de mujeres dignas del imperio. Dos solamente comprobarán esta verdad: la reina doña María, mujer del rey don Sancho el Bravo, y la reina doña Isabel, mujer del rey don Fernando el Católico: aquélla constante y religiosa, ésta varonil y sabia.
Cuando los reinos caen en príncipe menor de edad, conveniente es que el gobierno del marido difunto continúe en la mujer viuda: porque compitiéndole el cuidado y educación del hijo, no podría atender a ella ni defender su vida contra la ambición de los pretendientes, si no la acompañase la autoridad del ceptro, que puesto en otras manos peligraría la vida del sucesor y el público sosiego.
Faltando también los hijos varones, acusada se hallaría la naturaleza si las hijas fueran excluidas de los derechos del padre, y expuesto el reino a uno de dos peligros, o de señor forastero, o de guerras civiles entre transversales, poniendo en la espada el derecho de reinar. De muchas naciones son despreciadas ambas consideraciones.
Más corteses las leyes de España, llaman a las hembras después de los varones, de que son ejemplo las infantas Ormesinda, doña Sancha, doña Urraca, doña Berenguela, doña Isabel y doña Juana; con lo cual asegurada la real descendencia, o se confirma con dar por marido a la sucesora el transversal de más aventajadas cualidades o faltando éste, se acrescen nuevos estados por medio del casamiento con príncipes extranjeros, como hay experimentados en nuestra monarquía debiendo a ellos no menos ilustre parte que a las armas.
Por hembra recayó en Castilla el Reino de León, y el casamiento de la princesa doña Isabel con el infante don Fernando nos dio los reinos de Aragón, Nápoles y Sicilia; y el de la infanta doña Juana con don Felipe, Archiduque de Austria, los Estados de Flandes y Borgoña.
Esta conveniencia es peligrosa en los Estados pequeños, porque casando las hembras con príncipes grandes, pasa a ellos el gobierno, y perdiendo la presencia del señor natural, son dominados de nación extranjera"
Tenemos, por consiguiente, que la sentencia tradicionalista: salvo casos raros y excepcionales, en los que el bien común pide lo contrario, las mujeres no deben suceder en la soberanía, tiene claros precedentes y fundamentos sólidos en la ciencia política española.
(extraído de M. Solana: “El tradicionalismo político español y la ciencia hispana”, 1951)
Última edición por Gothico; 13/03/2007 a las 00:54
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