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Tema: España y el Imperio

  1. #1
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    España y el Imperio

    Hoy, sobre los documentos publicados, sabemos que Alfonso III de León (siglo IX-X) es llamado “Magnus Imperator”, “Imperator nostro”, aunque algunos de esos documentos no son considerados auténticos por algunos autores.
    Estiman quienes opinan así que el título “Hispaniae imperator” aparece en documentos auténticos sólo bajo el reinado de Alfonso VI, hacia 1078.
    Otros opinan que el mismo Alfonso habría adoptado el título imperial antes de morir para “legitimar la unión del reino y asegurar la lucha solidaria contra el Islam”.

    El título imperial leonés ha de relacionarse con la restauración del orden godo, señalada por el Cronicón Albeldense. Así, el título se mostraría sobre los otros Reyes Peninsulares y frente a Francia, en cuanto ésta buscaba nuestra desunión.

    El título imperial lo llevan los Monarcas victoriosos: Ordoño II (914-923) cuando triunfa en San Esteban de Gormaz, se llama “Imperator Legionensis”;
    Ramiro II (931-951) que venció al emir de Zaragoza, así como en Simancas (939) se ve llamado “Domino et Imperator” o simplemente “Ramiro emperador”. Es interesante notar que se llama también Basileo y Flavio recordando tanto la designación visigoda como la oriental; Ordoño III (951-956) es asimismo designado “Imperator” tras sus éxitos militares.
    El título desaparece en la época del avance almanzoriano.
    Lo mantiene luego Bermudo III, según un pasaje de la Crónica Pinatense.

    Se utiliza además el título en la zona pirenaica: tal es el caso de Sancho el Mayor de Navarra (siglo XI), de quien dijo Lafuente que fue el primer rey hispano que se tituló Emperador. La atribución corre desde Esteban de Garibay: “fue el primer rey cristiano de España que tomó título de Emperador de las Españas...”
    Casado con una hermana del conde García de Castilla, heredó el condado castellano, se extendió hasta León y se consideraba Rey de toda España, titulándose “Imperator” al acuñar moneda con su efigie
    Pero tal titulación fue pasajera y bien pronto Castilla vuelve a relacionarse más con León que con Navarra.

    La independencia nacional

    Y llegamos a Fernando I el Magno. En su reinado se sitúa el episodio anticurialista que el Romancero del Cid recoge:

    La silla del buen Sant Pedro,
    Victor Papa la tenía,
    y el Emperador Enrique
    ante él se humilló y decía:
    Ante vos, el Padre Santo,
    mi querella proponía
    contra aquese rey Fernando
    que a Castilla y León tenía
    porque todos los cristianos
    por señor me obedecían
    sólo él no me conoce
    ni mi tributo me envía…

    El Padre Mariana, al relatar lo sucedido en el Concilio Turonense (1055) escribe que, en aquel Concilio, los embajadores del emperador alemán Enrique extrañaron que el rey don Fernando I de Castilla se tenía por exento del Imperio de Alemania, y que, incluso, se hacía llamar emperador.
    El Papa, también alemán de nación, pronunció su fallo a favor del emperador alemán. Se despacharon órdenes a Fernando para que obedeciera bajo pena de excomunión.
    Fernando quedó perplejo, reunió Cortes y no se conformaron los pareceres.
    Entonces sitúa la Crónica la famosa intervención del Cid – ¡aunque realmente nacido por aquellos años!-, quien sostuvo que no era negocio de consulta, sino que por las armas defendiesen la libertad que por las armas ganaron. El Cid penetra hasta Tolosa, y allí se reúne un tribunal que decide a favor de España.
    Este pasaje aparece en la Historia del padre Mariana, sin antecedentes en la Crónica General. El texto de la arenga cidiana tiene vivo sabor de romancesca popular.
    Documentos españoles dejan ver que Fernando I se llama Emperador en diplomas posteriores al Concilio Turonense, en 1056.

    Con su hijo Alfonso VI se generaliza, desde 1077, el “Imperator totius Hispaniae”. También aparece por entonces la indicación “Dei gratia”, significando la independencia cerca del Pontífice, afirmando que el poderío del Monarca procede directamente de Dios.

    La idea de la totalidad de España sometida al Rey de León está vigente y con cierta efectiva estructura.
    Alfonso VI aparece Señor de la mayor y más poderosa parte de España, y tiene por vasallos a los reyes musulmanes de Valencia, Denia, Murcia, Córdoba, Sevilla, Mérida, Badajoz y Lisboa; le eran tributarios los cristianos de Aragón, y el rey de Navarra le consideraba jefe y cabeza de familia; Galicia y Portugal quedan en manos de sus yernos D. Ramón de Borgoña y D. Enrique de Lorena.

    Los aragoneses

    Algunos autores se han referido a la utilización del título imperial por Pedro de Aragón. Tales Zurita y la Crónica del referido Monarca. Aunque Alonso de Santacruz lo impugna.
    Pero antes de este D. Pedro utiliza el título otro Rey aragonés: D. Alfonso el Batallador (1104-1134). Para Zurita, D. Alfonso casado con la reina Doña Urraca de Castilla en 1109 “tomó título de Emperador de España, como el rey don Alfonso (VI) su suegro lo había tenido.” Los documentos están con Zurita: Alfonso se llama “Rex Imperator”; suena el título tras sus triunfos militares en Andalucía, utilizándolo incluso tras el repudio de su matrimonio.

    Alfonso VII “el Emperador”

    A pesar de todo lo anterior, no puede hablarse de un título fijado por el derecho público con fórmula uniforme hasta Alfonso VII, y desde su coronación en 1135.
    El padre Berganza recuerda que la polémica sobre el uso del título imperial era viva ya en el siglo XVIII, aportando el testimonio de los extranjeros que llamaron a Alfonso de aquella manera.
    Los documentos le designan como Emperador ya antes de la solemnidad de 1135, así, el Concilio Palentino de 1129.
    Tras la coronación el título se generaliza y perdura, de modo que Alfonso VII pasa a la Historia, la Crónica y la Poesía como “el Emperador de España”.
    Buena parte de la exaltación de Alfonso VII se debe a Sandoval, que exhuma la Chronica Adefonsi Imperatoris.

    Contra viento y marea, la idea imperial sobrevive. Y no sólo en el Romancero. Bien expresivo es el caso de Fernando III el Santo, quien en el Septenario expone su ilusión por llamar Imperio a su Reino y poder titularse Emperador, aunque en su caso no parece tratarse tanto debido a la arrogación leonesa sino por la dinastía suaba (germánica) con que emparentó dicho rey.
    Entre los argumentos de la literatura hispanizante del siglo XVII no falta una referencia a la formulación del título imperial por Fernando III cerca de la Curia Pontificia.

    Esta coronación de Alfonso VII será la única solemnidad imperial auténtica de la Edad Media española.

    La supremacía leonesa y los reinos peninsulares

    Ante esa órbita, el problema de la fundamentación de la supremacía leonesa tiene valor especialísimo para fijar el sentido de aquella titulación.
    El título imperial leonés significa, en nuestra opinión, superioridad jerárquica. Así lo prueba el recuerdo de la intervención de Ordoño II en amparo del Rey de Navarra. Reconociéndose incluso en épocas de abatimiento de León: tal en 1029, al consagrarse Rey Bermudo III, Sancho el Mayor de Navarra le llama “Imperator”; y el abad Oliva distingue claramente al seguir llamando a Sancho “Rex” y a Bermudo “Imperator”, incluso cuando aquel alcanza a dominar hasta tierras de Zamora.

    Aunque efímeramente –afirma Menéndez Pidal- Alfonso VII realizó un proyecto de Imperio español, bajo la hegemonía de Castilla y León”. Territorialmente llegó a tomar a los almorávides Baeza, Andújar y Almería (1147). Ejemplificó de tal manera su poderío que fue llamado en los siglos siguientes Alfonso “el Emperador”.

    Y además, esta versión de la suprema potestad sobre otros Reinos peninsulares resulta ser la que dieron algunos historiadores, así el aragonés Zurita, quien declara que Alfonso “tomó la corona e insignias del Imperio, como Emperador y Monarca de toda España”. Posición que se enlaza con lo que afirma la Chronica Adefonsi:
    “se hicieron sus caballeros tocando la mano derecha del Monarca para confirmar la relación de fidelidad. Al Conde de Barcelona se le dio en honor Zaragoza, según la costumbre leonesa. A otros vasallos no se les dan ciudades sino presentes: tal el Conde de Tolosa, que recibe vasos de oro, caballos y otros objetos.

    Portugal

    En Portugal creció rápida la idea secesionista. Alfonso Enríquez no acude a la coronación de Alfonso VII. Afirma Gama Barros: “No hay vestigio de que, por sí o sus barones concurra a los Estados de su primo, el Emperador Alfonso, a prestar cualquier servicio de vasallo.
    A pesar de todas las reservas, la situación del Monarca portugués era de supeditación, como se deja ver en el Convenio de Paz de 1137. Años más tarde, en 1143 se reúnen en Zamora uno y otro para establecer definitivamente la paz. Y es entonces cuando se proclama el lazo del nuevo vasallaje, al recibir Alfonso Enriquez la tenencia de Astorga, según Gama Barros, análoga, por ejemplo, a la que se tenía que sujetar también el rey de Navarra.
    El cardenal Guido se encontró con el Rey portugués y con el Emperador en Zamora, para convenir un arreglo. Su efecto fue el reconocimiento de cierta supremacía de Alfonso VII, por un lado, y el reconocimiento de la nueva dignidad real portuguesa por el Emperador.
    El nuevo Papa Lucio en su carta de mayo de 1144 evita oponerse a Alfonso VII, llamando solamente “Dux” al Rey de Portugal.
    El mismo Arzobispo de Braga reconoció su subordinación a la recién creada Primacía de Toledo, bien que la rebeldía le arrastrara, y Adriano IV ordene al Metropolitano de Toledo que dicte excomunión contra el Rey y el pueblo portugueses si persistía el Arzobispo en su conducta.

    Aragón y Navarra

    En 1136, Alfonso y Ramiro de Aragón hacen un compromiso por el que Ramiro compromete a su hijita Petronila con Sancho, heredero de Castilla.
    Sin embargo, en 1137 son los esponsales de Petronila con Ramón Berenguer, Conde de Barcelona, de donde arranca la incorporación de las tierras aragonesas a la zona levantina, frustrándose el ímpetu unitario de Alfonso VII.

    Con respecto a Navarra, García Ramírez fue vasallo del Emperador leonés. La Crónica relata cómo Alfonso VII recibe su vasallaje en Nájera en 1134. Aunque se ha tratado de quitar importancia al hecho, negando incluso la asistencia del navarro a la coronación de Alfonso, los argumentos han sido refutados por el P. Risco.

    (Extraído de Juan Beneyto: "España y el problema de Europa", 1942)
    Última edición por Gothico; 18/12/2007 a las 23:15
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  2. #2
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    Re: España y el Imperio

    Aspectos eclesiásticos

    El imperio leonés no sólo llevaba consigo la idea de la supremacía del núcleo central de la Península en lo político, sino que implicaba una situación preeminente en lo eclesiástico. La idea imperial tiende a colocar a un Obispo sobre los demás Obispos de España, apoyado por el significado de Compostela como una nueva Roma, argumentando que, como Éfeso y Roma, aquélla poseía los restos de un Apóstol.
    Ordoño III (954) llama al Obispo de Santiago “antistes totius Orbis”. De hecho, acuden a Compostela abades y prelados levantinos.
    Tal actitud llega a exteriorizarse tanto que incluso León IX llegó a excomulgar al obispo de Santiago por arrogarse tal denominación apostólica. Pero en España se mantuvo con tozudez, apareciendo documentada en 1088.

    Frente a Santiago, y apenas nacida la monarquía portuguesa, trata de surgir Braga en forma tan vigorosa que sus Obispos arrostraron incluso el cisma con tal de conseguir su independencia. Así Pedro de Braga acudiría al antipapa Gilberto de Ravena (1091) y le pide el solio, consiguiéndolo y estableciéndose incluso de modo cismático.

    España frente a la Curia Romana

    Las pretensiones curialistas adquirieron en este período un sentido centralista y uniformador, que venía a asentar la soberanía de la Iglesia romana frente a todo otro poder, principalmente gracias a la Orden de Cluny.
    Los cluniacenses no sólo consiguieron en España la supresión de la liturgia nacional, sino un mayor contacto con Roma.
    La trascendencia de la legación de Hugo Candidus no ha sido suficientemente destacada, insistiendose, ya en 1071, y desde la Curia pontificia en la inaudita afirmación de que España había pertenecido antiguamente al Patrimonio de San Pedro.

    La Santa Sede intervino entonces, aprovechando los elementos que esta doctrina permitía; y ya en 1063 Alejandro II reunió un ejercito plurinacional que fue lanzado contra Barbastro, si bien no pudo presentarse como Cruzada europea, acallado por el clamor del fervor nacional. Y asimismo en 1071 envía dicho Papa contra Zaragoza un ejército de toda la Cristiandad.

    Posteriormente Hildebrando (Gregorio VII) intensificó dicha tendencia curialista, dirigiendo a los príncipes europeos una proclama convocándoles a luchar en España, declarándoles que tal territorio correspondió por derecho propio a San Pedro, y que “todavía, ocupado por los paganos no pertenece a hombre mortal alguno, sino a la Santa Sede”; ofreciendo lo ganado a los conquistadores bajo ciertas condiciones.
    Contra ello se rebela Sancho Ramírez, que ve ya aquí las consecuencias de la política curialista a que había accedido. Y con Sancho, el pueblo todo de España, que, participando activamente en la guerra, impidió que nuestra Reconquista consiguiese el tinte internacionalista que deseaba la Curia.
    Gregorio VII no se da por vencido, y más tarde, en 1077, se dirige a los Príncipes de España reivindicando la pretendida soberanía de la Santa Sede.
    Contra esta nueva ambición protesta de nuevo el pueblo, y a su cabeza, Alfonso VI. Desde entonces, Alfonso VI, según nota Menéndez Pidal, ya no se limita a ser llamado Emperador, sino que se lo llama él mismo, colocando el título en los diplomas y considerándose “Imperator totius Hispaniae”, declarando como propia toda la extensión de la Península.

    La reacción contra la Curia tomó un gran carácter popular. En los juglares se hace tema de Romancero. Y penetra en él el Cid, que, en las Mocedades, llega a declarar:
    Devos Dios malas gracias, ay papa romano!

    El reconocimiento de Alfonso VII

    En tal ambiente, no es de extrañar que en la coronación de Alfonso VII (1135) no exista una intervención directa de la Curia. Ésta no consideraba admisible una arrogación que rompía los esquemas civiles de la Cristiandad.
    Hay una única referencia que señala la intervención del Pontífice, que suena en un pasaje de la Primera Crónica General, y no puede ser obra sin interpolaciones, que parte de las palabras “divino consilio accepto” de la Chronica Adefonsi Imperatoris.
    Resulta interesante destacar cómo en textos tudescos se señala a la mujer de Alfonso VII como “emperatrix Hispaniae” y al marido como “rex Hispanorum”.
    Alfonso VII la tomará de otra raíz: al casar, en 1152. con Richilda –la “Doña Rica” de nuestros documentos-, sobrina del Emperador Federico Barbarroja, pues fuera de España, no se admitió nunca la arrogación leonesa. Citado está el texto turonense relativo a las pretensiones de Fernando I.
    Bajo el Emperador Conrado II (1138), se reiteraba la inclusión de España entre los Reinos considerados pertenecientes al Imperio.

    España frente a los Carolingios

    En la Alta Edad Media, la relación con los Carolingios se había planteado de manera muy semejante, dado que éstos habían apoyado la política de creación de un Imperio mediante el establecimiento de una potestad ordenadora por los Pontífices.
    Los vínculos se habían estrechado a partir de Alfonso II (791-842), pero sin establecerse dependencia de éste. Así, tras su saqueo de Lisboa y campaña victoriosa, envía Alfonso a Carlomagno prisioneros y presentes, según relata la Vita Ludovici. Trató de aliarse Alfonso II con el Emperador sin llegar al resultado querido por la oposición de los nobles.

    ¿Cuál fue la razón de esta actitud? El elemento que la documenta es la Canción de Bernardo del Carpio y, en conjunto, el Ciclo de Roncesvalles, que vino a ser grito de España contra franceses y reacción celtiberista antieuropea.

    España y el Orbe cristiano

    En resumen, y según Menéndez Pidal:
    “Fue posible que surgiese la idea del Imperio Leonés, a comienzos del siglo X (Alfonso III), cuando la insignificancia de los últimos Emperadores carolingios permitía olvidar la concepción unitaria de la Cristiandad occidental, y mientras la Península anduvo más o menos apartada de la vida del Occidente. Pero al reincorporarse España plenamente a Europa (fines siglo XI), halló por todas partes un espíritu adverso al pensamiento leonés y éste debería sucumbir”.
    Era, en el fondo, el choque con la idea germánica y pontificia del Sacro Romano Imperio; la oposición de la “Hispania” al “Orbis Christianus” delimitado y sujeto.

    Por su parte, las fuentes históricas y literarias europeas ofrecían la relación con España en un ámbito de subordinación: el monje de Sant Gall nos presenta como complacidos feudatarios de los francos; la recopilación de canciones de gesta carolingios recuerda la raíz de la Entrée en Espagne, debido a la aparición de Santiago, que incita al monarca a cumplir el voto de liberar el camino de los peregrinos.

    (Extraído de Juan Beneyto: "España y el problema de Europa", 1942)
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  3. #3
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    Re: España y el Imperio

    Disculpen mi ignorancía. ¿Podriaís informarme algo más sobre la aparición de Santiago a Carlomagno? Tengo bastante interés sobre todo lo relacionado con el "boanerge".

  4. #4
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    Re: España y el Imperio

    Cita Iniciado por Von-Feuer Ver mensaje
    Disculpen mi ignorancía. ¿Podriaís informarme algo más sobre la aparición de Santiago a Carlomagno? Tengo bastante interés sobre todo lo relacionado con el "boanerge".
    La Leyenda Aurea (o Dorada) de Jacobo de la Voragine, obra hagiográfica bajo-medieval, tiene un largo capítulo sobre la figura religiosa de Carlomagno presentándolo como un adalid religioso que combate entre otros a los musulmanes en España y como libertador y restaurador del cristianismo en la Península.
    Ese texto, de clara procedencia francesa, se dice estar recogida en la remotísima Crónica del obispo Turpin.
    No olvidemos que en la época de Carlomagno, a los ojos de la Cristiandad, toda la Península se consideraba musulmana, ignorándose del todo tanto a los reyes de Asturias (hasta el episodio de Alfonso II) como a la resistencia hispánica contra los musulmanes, y que consideraban toda la Península como exclusivamente poblada de sarracenos.
    (De ahí todo el ciclo posterior de romances españoles carolingios, con personajes franceses que pelean directamente con sarracenos (Gaiferos, Oliveros, Roldán, Montesinos, etc), llegando a pelear desde París en el mismo día.)

    En fin, que Carlomagno viene a ser el equivalente francés de lo que Alfonso II representa aquí sobre Santiago.
    (Precisamente contra esa pretensión carolingia de sumisión de España a Francia, se gestó la “leyenda de Bernardo del Carpio”, héroe leonés que combatió y derrotó a los franceses.)

    Santiago se aparece a Carlomagno para que descubriese su sepulcro y abriese el Camino que sería llamado de Santiago.
    Carlomagno viaja a Galicia, conquista Pamplona, visita el sepulcro del Santo, arrasa en Galicia “ídolos” que representaban a “Mahoma”, típica batalla gigantesca contra 130.000 sarracenos (“paganos”), y por fin confirma los privilegios de Compostela, a la vez que Turpin consagra a Compostela como dote todas las tierras de España.
    Última edición por Gothico; 21/12/2007 a las 02:12

  5. #5
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    Re: España y el Imperio

    Castilla y el “fecho del Imperio”

    Al enlace ideal con el Imperio, patente entonces, precede y sigue desde tiempo atrás el vínculo del parentesco. Así, si mientras proclamábamos la exención del Imperio no estábamos alejados del Sacro Romano Imperio, cuando se advierten pretensiones, la relación parental es decisiva.
    Así tuvo España tradición de bodas con la familia de Suabia: en 1188 Alfonso VIII pactó el matrimonio de su hija Berenguela con el Príncipe Conrado, hijo de Federico Barbarroja. Aunque esa boda no se realizó, sí se realiza más tarde, en 1219, la boda de Fernando III con Beatriz hija del Emperador Felipe.

    De allí arrancan los derechos hereditarios de Alfonso X de Castilla, que le llevan a la primera intervención hispana en los asuntos de la Europa Central.
    Con el cambio habido en Roma tras el papa Alejandro IV, interviene la ciudad electora de Pisa enviando una embajada a Alfonso en Soria, en 1256, proclamándole para el Sacro Imperio, y firmándose un Tratado por el que Pisa reconoce a Alfonso como Emperador de Romanos:
    “el Municipio de Pisa, toda Italia y casi todo el mundo os reconoce... por el más excelso sobre todos los Reyes”.
    Tan “gran fama” juega un papel singular, constatable en textos de la época, así al relatar la visita de la Emperatriz de Constantinopla, buscando dinero para el rescate de su marido, cautivo en tierras del Sultán, a lo que accede Alfonso, pregonándose tras ello, la bondad y nobleza de Alfonso.

    Mientras la fama de Alfonso corría, no dormían los demás pretendientes al Imperio; Ricardo de Cornualles aparecía como un poderoso candidato, recorriendo Europa Central en busca de adhesiones.
    Meses después llegaba a Castilla una embajada para dar noticia a Alfonso de su elección. Pero aquella elección no era tan decisiva que le diera la Corona. Por contra, amigos influyentes de Ricardo cotizaban los éxitos alemanes de éste, influyendo en el Papa contra Alfonso. Para empeorarlo, la pretensión de Pisa fue derrotada frente a Luca, Florencia y Génova, y además, frente a Alfonso se lanzan entonces fuertes campañas difamadoras.

    En 1262, los pretendientes convienen en someterse a la decisión pontificia. La discusión era larga, y en 1267 duraba todavía. En Roma, todo seguía como en un interminable ajedrez.
    Pero el nuevo Papa Gregorio X se muestra hostil a Alfonso, instigando a los electores y consiguiendo que éstos elijan en Francfort a Rodolfo de Habsburgo. El Pontífice ofrecía al Rey el diezmo eclesiástico durante seis años si éste renunciaba al Imperio.
    Alfonso no cedía y fue a hablar directamente con el Papa. Atravesó Aragón entrevistándose con Jaime I, que trató de demostrarle la inutilidad de sus esfuerzos. Alfonso insistió, y en 1275 entró en Francia y llegó a Belcaire, donde se encontró con Gregorio X. Pero todo en vano, Alfonso salió, según el historiador P. Mariana, “bufando de coraje”.

    ¿Por qué cedió Alfonso? No por cansancio, sino debido a su política africana; mientras en Belcaire trataba sobre el Imperio, desembarcaban en Tarifa los benimerines. Africa ocupaba en la mente de Alfonso un preeminente lugar: hay cartas del Rey granadino, vasallo entonces, quien al pedirle consejo Alfonso, repuso que si el Imperio no se lo dieran ventajosamente, que fuese hacia el Sur, donde tendría otro Imperio mayor y mejor que aquel.

    La opinión de Castilla

    Con la “gran fama” exterior de Alfonso X contrastó, si creemos a los analistas, la actitud castellana. En la Crónica se enlaza esa misma fama con el empobrecimiento de Castilla, dando a entender que se basaba en mercedes y presentes: “E como quier que esto fue grand e buena fama del rey D. Alfonso en las otras tierras..., pero esto e otras cosas atales que el rey fizo trajieron grand empobrecimiento en los Reinos de Castilla e de León”.
    Hay, desde luego, el testimonio de los tributos que se piden para aquel “fecho del Imperio”, y llama la atención que la Crónica considere como ajeno a España lo que se refiere a tal empresa. Por ello, se ha hablado de la impopularidad que tuvo en Castilla el “fecho del Imperio”. Y se ha pensado en el obstáculo que podían suponer las Cortes. Aunque más que las Cortes, quien se opuso fue la Nobleza, que trataba de sacar partido de las dificultades del Monarca.
    También se ha hablado de esa impopularidad sobre la base de que en ningún documento nacional (si se exceptúa el que crea la Orden de Santa María) se llame Emperador de Alemania ni Rey de Romanos, títulos utilizados por la Cancillería para las relaciones internacionales.

    ¡Gran pena que Alfonso viese fallidas sus pretensiones! Tenía una idea exacta entre Imperio y prestigio. Pudo ser para él una de las Empresas descritas por Saavedra Fajardo, aquella de la reputación, que es tan expresiva.
    De su obra, aparte de esa doctrina, no queda sino el elogio de España. En insistencia sobre los “laudes”, sus “loores” deben ser notados en este esquema de preocupaciones imperiales para enlazarlos con los de San Isidoro y llevarlos hasta la época de Carlos V, y aun a la de Felipe III, cuando la “laudatio Hispaniae” es base reiterada de ilusiones de preponderancia en Europa y en el mundo.

    Sírvanos esto para subrayar la divulgación de la concepción imperial romano-germánica y el término de la idea imperial leonesa.

    Aragón ante la política de Alfonso X

    La colaboración de Jaime I con Alfonso X se concretó exclusivamente a la lucha contra el Islam, a pesar de sus vínculos parentales, si bien la política imperial alfonsina revelaba preocupación en Aragón; dirigida hacia Italia produciría un verdadero cerco de cara a las actividades de expansión aragonesa.
    Por ello no extraña que Jaime I apareciera frente a Alfonso X ante las pretensiones imperiales de éste, en las que entraba ser un nuevo Alfonso VII, en tanto no renunciaba Alfonso a la antigua versión del Imperio como supremacía jerárquica peninsular. Un texto catalán deja ver que, envuelta en su pretensión a la Corona de Francfort, iba la aspiración a ser supremo Monarca de España. Aparece así en un documento de mandato para protestar cerca de la Curia, sobre semejantes actitudes, y lo otorga Jaime I en 1259.
    También conviene recordar el proyecto de Cruzada a Tierra Santa. Inspirado en la tendencia de expansión hacia Italia, Jaime I procura intimar con la Curia pontificia; acude al II Concilio General de Lyon, en Francia (1274) donde es recibido por aquel Gregorio X que tan mal miraba a Alfonso. Jaime ofrece al Pontífice servicio personal y pecuniario si iba a la Cruzada de Tierra Santa, y declara cuánto le complacería ser coronado por su mano ante asamblea tan ilustre. Pero Gregorio pone como condición para esto último que ratificase el feudo y tributo que había ofrecido Pedro II, a lo que Jaime contestó que eso sería en perjuicio de la libertad de sus Reinos, que en lo temporal no reconocían superior. No pudo llegarse a un acuerdo.

    Pedro III de Aragón

    El mayor influjo aragonés en Europa arranca de Pedro III el Grande (1276-1285), el cual muestra los derechos de sucesión a la Casa de los Staufen, tras la muerte de Federico II (1250). Pedro de Aragón, casado con la nieta del Emperador Federico, pretende la herencia suritaliana. Así, su lucha contra los Anjou, franceses, es de significación decisiva para la historia europea.
    Tras las vísperas sicilianas, en 1282, Pedro consigue señorear Sicilia como miembro de su dinastía nacional. La figura de Pedro obtiene resonancia especialísima, y pasa a Bocaccio y al mismo Dante. Si oimos a los sicilianos, Pedro fue objeto de una fervorosa acogida, cuando todo el mundo se congregaba aplaudiéndole y aclamándole.
    La incorporación de Sicilia es decisiva para el porvenir de la idea imperial y para el asiento del poderío aragonés. Sin Pedro III no se concibe Alfonso V en Nápoles. Recuérdese que el Imperio pretendía siempre el “regnum itálico”. Pero Pedro III, nuevo Federico, no trataba tanto de crear un Imperiocomo de afirmar una Monarquía. Acostumbrado a la concepción propia de su confederación aragonesa, quería mantener con toda libertad un Reino italiano. Principalmente por eso tuvo en contra al Pontífice, francés, y los ejércitos franceses.

    Con Pedro III se ofrecieron muy difíciles las relaciones con Alfonso X, incluso en asuntos puramente peninsulares. Muerto ya Alfonso, sigue siendo Italia el problema que separa a Castilla y Aragón. Sancho IV había heredado los anhelos internacionales de Alfonso, bien que desde otro punto de vista: trata de ser árbitro entre Aragón y Francia, con las vistas que tuvo en Logroño (1293) con Carlos de Francia y Jaime II de Aragón, que constituirán el embrión de la paz de Anagni.

    Jaime II de Aragón

    En Logroño se pretendía que Jaime II (1291-1327) renunciase a Sicilia. La política de Alfonso X seguía impresionando en Aragón, donde produjo una prevención hacia Castilla que no consiguió evitar Sancho IV.
    Realmente el cerco que Aragón podía poner a Francia en el Mediterráneo occidental, tuvo su réplica en el que Castilla puso a Aragón en sus pretensiones italianas.
    Lo saben y lo cultivan quienes acarician el Imperio: tal es el caso de Federico de Austria, que casa con Isabel, hija de Jaime II, para cotizar la influencia de Jaime II en la Curia romana. Este caso revela un interesante ejemplo de la actividad política de la Casa de Aragón en territorios de Europa central. Dicho matrimonio fue decidido por Jaime II por el peso de Federico en Italia: su cuñado Roberto era Rey de Nápoles; su hermano Federico, Rey de Sicilia. Y lo que más privaba: uno era gibelino, y oro, güelfo.
    Tras la elección como papa de Juan XXII, la influencia aumentó ostensiblemente. Y se puso al servicio de la Casa de Austria, poseedora de la Sacro-romana herencia imperial.

    Terminemos estas notas a la actitud alfonsina con la observación de que, lo mismo que en el caso Portugal, también en Aragón, las Siete Partidas, obra del pretendiente castellano, encuentran una acogida afectuosa, quizá en razón de sus tesis sobre el problema entre Reino e Imperio. Pedro IV de Aragón las designa, en un documento, como las “Leys del Emperador”, y encarga a su notario que se las traduzca.

    (Extraído de Juan Beneyto: "España y el problema de Europa", 1942)
    Última edición por Gothico; 08/01/2008 a las 22:12
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    Re: España y el Imperio

    Europa entre papas y emperadores

    La unidad europea, que surge del esquema carolingio y otoniano, es notoria durante la Edad media, con instituciones comunes: municipios, cortes, consejos, asambleas de paz; una misma lengua latina, el mismo estilo gótico, un modo propio caballeresco.
    Así, Europa aparece como una concepción política montada sobre la insignia del Imperio e inflamada por el espíritu de la Cristiandad. El Imperio será la estructura de esa concepción al configurarlo como universal y acogiendo al Occidente cristiano; y se señaña el enlace con Roma, que renace porque la Edad Media cree en la mezcla carolingia de lo romano con lo pontificio y hará de san Pedro un nuevo Rómulo.

    ¡¡Gran pena que la idea no resulte servida pura y desinteresadamente!!: ocúltase por papas y por emperadores cuando no les conviene. El papado la rechaza si no está seguro de tener al emperador a su lado; los emperadores alemanes suelen actuar como si la política imperial no fuera una más que una expansión germana hacia el sur.

    Este hecho revela la falta de fe en la idea imperial por parte de quienes pretendían, en tierras rebeldes, el Imperio: es Felipe el hermoso de Francia quien habiendo fracasado en sus tentativas ratifica la soberanía del Rey de Francia y trata de montar una unión internacional igualitaria.

    El problema del Imperio va perdiendo interés desde mediados del siglo XIV y durante todo el XV. Las distintas Casas que se disputan la dignidad imperial van más bien a extender sus dominios hereditarios que a ejercer esa superior potestad; el dominio imperial iba siendo cada vez más aparente. Apenas queda como pura idea el recuerdo de Roma.

    En la obra de rehacer estructuralmente la idea colaboran los Glosadores, con su técnica, y el Pontificado con su prestigio.
    Los glosadores admitían la idea del Imperio como unidad civil total, (idea que se refugia en la doctrina cuando la repudian los políticos); y así, penetrando como concepto en los estudiosos del derecho romano, se iba transformando la idea de Imperio en autoridad potencial, vagamente preeminente, y enderezada a la coordinación y pacífica solución de eventuales conflictos.
    El Emperador era considerado como legítimo sucesor de los antiguos césares romanos. Pero el título imperial, aun propio de los romanos, era llevado por los Monarcas alemanes. ¿Qué hacer? Rechazar eso sería suponer el título vacante desde siglos, cosa que contrastaría con las concepciones de la perpetuidad y eternidad del Derecho de Roma. Así, pues, todos sostienen el paso del Imperio de Roma a Alemania, y afirmando al Derecho romano como único derecho ejemplar y afirmando que “ningún Derecho salvo el romano es digno de tal nombre”.

    Los glosadores tenderán a considerar al Imperio como a un Estado, abandonando su primera actitud teórica, y pretendiendo configurar un Estado con nombre de Imperio, en vez de un Imperio con sentido y funciones de coordinación universal.

    Pero el ambiente no permitía aquellas doradas hipotesis; Pontificado e Imperio dedicaban sus fuerzas a imponerse el uno al otro, con lo que, en vez de apoyarse se debilitaban.

    La Bula “Unam Sanctam” (1302) expresó la sujeción del Imperio al Pontificado. Pero frente a Bonifacio VIII y su “Unam Sanctam” se levantó Felipe el Hermoso de Francia, y vienen la paz de Anagni y el cautiverio de Aviñón, mientras se estudia la independencia del reino francés de la autoridad imperial.

    Pero en Italia salía entretanto, la tesis de Dante; y una versión italiana es siempre relevante, pues la historia de Italia es inseparable del nombre Imperial. El Soberano que era dueño de Italia ( o más bien del Reino de los Lombardos pasaba tradicionalmente, desde Lotario I, por ser candidato al Imperio. Mézclase en esto la idea de la participación del Senado romano y el título de Rey de Romanos, por más que todo ello fuese yendo a manos de alemanes.
    Para Dante, el pueblo romano había adquirido como propio el cargo imperial; que podría hasta podría ser elegido Emperador cualquier príncipe católico aun no alemán.
    La escuela de los glosadores (entre los que destaca Bártolo de Sassoferrato) estima que el Imperio es una parte superior a las demás, más digna y unida que puede reivindicar los derechos del todo; aunque reconocen la existencia de reinos al margen del Imperio, las cuales no quedan del todo desligadas de un cierto poder interestatal del “Populus christianus”.

    La exención francesa

    Desde el siglo XIII los Reinos más poderosos reivindicaron para sí los poderes del Emperador, iniciándose la marcha hacia el absolutismo nacional, bajo la consigna de que el Rey es Emperador en su Reino.
    Discútese su lugar de aparición, pero la máxima “Rex est imperator in regno suo” parece de origen francés. La formulan Juan de Blenosco en 1255 y Guillermo Durante en 1272.

    Desde que hace su aparición, nacen, con estructura jurídica y particularista coincidente pero teleológicamente diversa de aquella arrogación española declarada por los reyes de León.
    El Derecho romano pasa a deformarse en un sentido favorable a los reinos, tal como antes se había deformado para servir las tesis del Emperador.
    Pero fue Francia quien más resueltamente significaba la subversión de la idea imperial. Bonifacio VIII culpó de la postura exencionista a la “soberbia galicana” y su empeño de singularizarse.

    En virtud de una simbiosis peculiar el Derecho romano apoyaba al Imperio, y éste hacía configurar a aquél como común y superior. Fueron uniéndose Imperio con romanismo de tal manera que los reinos que quisieron alejarse de la construcción imperial tuvieron que prohibir la alegción en tribunales del derecho romano, y aun enseñarlo en las Escuelas.
    En base a ello, una Decretal del papa Honorio III prohibió la enseñanza del Derecho romano en París, pero ante la potencia del romanismo, no se pudo impedir que surgiera en Orleans donde, matizando sus tesis en el terreno de la política, descollaron Jacobo de Revigny (1294) y Pedro de Bellapertica (muerto en 1308). La obra de Revigny fue muy divulgada, y con ella corrió la doctrina de la independencia “de iure” del Rey de Francia, planteando el problema de la vigencia del Derecho romano imperial.

    Los reyes de Francia no niegan con estas actitudes tanto el Imperio como construcción general “in se” , como el Imperio Romano-Germánico, a cuya cabeza no estaba el Rey de Francia sucesor de Carlomagno, sino un Príncipe alemán; es decir, que Francia combate el Imperio en cuanto no lo posee, y de ahí que considere a los Emperadores alemanes como usurpadores del título. (Por ello el libro De praerrogativa Romani Imperii, atribuido a Alejandro de Roes, argumentará el derecho alemán al título renacido bajo Carlomagno).

    Al fin, el fondo de la huella exencionista continuará hasta Maquiavelo, el primero en romper, dos siglos después, resueltamente con la tradición de la inserción imperial de Italia.

    La postura española ante el problema

    España no está ausente en esta pugna esencial de Universalismo frente a Autonomía, del Imperio frente al particularismo de los reinos.

    Juan Gil de Zamora (1241-1318), influido por los glosadores italianos, resalta el concepto de cristiandad, concepto que liga por doble partida respectivamente al súbdito y al poder secular.

    El canciller Ayala (1332-1407) consideraba que, en materia política, ya estaba todo dicho por Egidio Romano en su De ecclesiastica potestate con la sumisión de todos los reinos al Imperio.

    Sin embargo, no cabe desconocer la presencia en España del tema de la exención, con toda su savia galicana, porque aquí llegaron numerosas obras de autores franceses en tal sentido.
    Quizá llegó por ese camino la parificación de España a Francia, a pesar de todos los antecedentes y por cima de todas las Crónicas: nos la recuerda, en 1302, la Quaestio de potestate Papae, y la reiteran, en terminante concordancia, Alvaro Pelayo (1275-1350) y, más tarde, Rodrigo Sánchez de Arévalo (1405-1470).

    El Cid, símbolo popular hispánico frente a Europa

    En relación con este tema, importa leer, para observar la impresión en las masas populares de esta problemática, frente al frío texto de las Crónicas de la época, lo que nos cuenta el Romancero del Cid, (con su poesía popular) por su apasionado significado en el espíritu del pueblo.
    Se testimonian, en él, los anhelos de nuestra política medieval con los carolingios y los sacro-romanos, así como con la Curia de los Pontífices. Son problemas que el Cid no vivió. Sin embargo, el Cid, héroe popular, toma el papel de vivirlos en el romance. Y le tenemos luchando contra el Emperador Enrique y dando un puntapié a la silla que en Roma, ocupaba el rey francés:

    El Rey y el Cid, a Roma.
    En la capilla de San Pedro, don Rodrigo se ha entrado,
    viera estar siete sillas de siete reyes cristianos;
    viera la del rey de Francia par de la del Padre Santo,
    y vio estar la de su rey un estado más abajo;
    vase a la del rey de Francia, con el pie la ha derrocado,
    la silla era de oro, hecho se ha cuatro pedazos;
    tomara la de su rey, y subióla en lo más alto.
    Ende hablara un duque que dicen el saboyano:
    -Maldito seas Rodrigo, del Papa descomulgado
    que deshonraste a un rey el mejor y más sonado.
    Cuando lo oyó el buen Cid, tal respuesta le ha dado:
    -Dejemos los reyes, duque, ellos son buenos y honrados,
    y hayámoslo los dos como muy buenos vasallos.
    Y allegóse cabe al duque, un gran bofetón le ha dado.
    Allí hablara el duque: -¡Demándetelo el Diablo!
    El Papa desque lo supo quiso allí descomulgallo.
    Don Rodrigo que lo supo, tal respuesta le hubo dado:
    -Si no me absolvéis el Papa, seríaos mal contado,
    que de vuestras ricas ropas cubriré yo mi caballo.
    El papa desque lo oyera, tal respuesta le hubo dado:
    -Yo te absuelvo don Rodrigo, yo te absuelvo de buen grado,
    que cuanto hicieres en Cortes seas de ello libertado.

    El buen pueblo de España, que sentía estos hechos, no supo prescindir del Cid.
    Ahora bien, el valor que este enlace de la persona y el mito tienen en nuestra Historia adquiere pronto un relieve insospechado; serán los mismos eruditos quienes, acogiendo la versión poemática, señalarán la superación del mito mismo.
    Y otros dos hechos nos lo cuentan: D. Diego de Anaya, en Constanza, proclamando, en análoga situación a la del Cid en Roma, lo que harían otros cides, otros Rodrigos de Vivar que, con huestes, impondrían derecho; así como el padre Mariana, en su Historia, colocando en ella el novelesco suceso de la intervención del Cid frente al Emperador Enrique.

    (Extraído de Juan Beneyto: "España y el problema de Europa", 1942)
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    Re: España y el Imperio

    Constanza y Basilea

    En torno al aludido problema ideal del Imperio y su reforma, se culmina en el Concilio de Constanza (1409-1414); bien que todo se esfume en discusiones de ceremonias, al menos desde el punto de vista español.
    En Constanza se planteó la cuestión de las precedencias. Llevó la voz cantante, como embajador de Castilla, el Arzobispo D. Diego de Anaya, al que acompañaba D. Martín Fernández de Córdoba.
    Antes de proponerse los negocios pertenecientes al sosiego de la Iglesia –cuenta el cronista D. Diego-,
    “se encendieron diferentes discordias entre los Embaxadores de los Reyes y Potentados que allí avían concurrido sobre precederse los unos a los otros en los lugares de sus asientos. El primero que intentó aprovecharse fue el Embaxador del Duque de Borgoña... Quiso preceder en el asiento a Martín Fernández de Córdoba, compañero de nuestro Arzobispo, y resistiéndose, llegó el Arzobispo y quitó por fuerza al Embaxador de Borgoña y dijo a Martín Fernández: Yo, como clérigo he hecho lo que debía; vos como caballero haced lo que yo no puedo”.

    Y no sólo entre Castilla y Borgoña. “Vencida apenas esta contienda, se despertó otra entre los Embaxadores de Aragón e Inglaterra sobre la misma questión”. Y otra vez Castilla, mediante el Arzobispo Anaya, construía su teoría sobre la precedencia; su discurso es un verdadero “laude” vinculado a la tesis exencionista con vigorosos arrestos cidianos:
    “No negaré que por Aragón e Inglaterra pueden dezirse muchas prerrogativas y excelencias. Lo que niego es que puedan concurrir en excelencias y prerrogativas con el mío. Y si acaso se dudare por el Concilio, no faltarán nuevos Rodrigos de Vivar que, penetrando, con las poderosas armas de mi Rey, los Pirineos, las Galias y los Alpes, establezcan ese derecho, como, en otro tiempo, el Cid Ruy Díaz, gloria de mi Nación, volvió por la honra de toda ella, estableciendo la independencia y soberanía de Castilla con el Imperio”.
    Se señala así la vigencia tradicional de la versión que iba a dar el padre Mariana, con engarces de Romancero, de la actitud fabulosa del Cid.

    El éxito fue indudable: Castilla precedió a Inglaterra, bien que los embajadores de ésta, malcontentos “resucitaron la misma competencia en el Concilio de Basilea”.
    Y allí queda, en las actas del Concilio, el testimonio de lo que España empezaba a pesar. Tratóse de la preeminencia del Rey de España sobre el de Inglaterra, y la defendió el Obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena, con tal éxito que no sólo hubo de sentarse en el lugar pedido sino que consiguió una Bula para España.

    Las crónicas señalan nuestra presencia en ese momento fundamental de la historia de Europa. La Crónica de don Juan II cuenta que en 1414, estando en Morella el Papa y el rey de Aragón, llegaron los embajadores pidiendo una entrevista para terminar con el Cisma.

    San Vicente Ferrer

    También participa España por la voz y obra de San Vicente Ferrer (1350-1419), considerado apóstol de Europa, segundo Pablo de la Cristiandad. Su actuación durante el Cisma de Occidente permite apuntarse como triunfo la substracción de la Corona Aragonesa a la obediencia de Benedicto XIII. Su misma tesis de la sumisión al Concilio de Constanza sirve no sólo entonces sino como realidad del substrato europeo.


    - Doctrina Bajomedieval hispánica en torno al Imperio -

    Las Partidas

    Ya en el siglo XIII, y precisamente en relación con las vicisitudes de las pretensiones de Alfonso X al Imperio –recuérdese cuanto pasa entre 1256 y 1263, fecha de la redacción de las Partidas, esta gran compilación de letras y leyes perfila un propio concepto imperial. Habla del Imperio y del Emperador como de gran dignidad y vicaría divina, pero rehuyendo supeditar los Reinos a aquél. Reconoce en éste un excepcional carácter; se dan razones, sin embargo, para anteponerlo a los Reinos.
    Se arguye diciendo que el Rey tiene en su Reino, no solo los mismos poderes que el Emperador (tesis galicana), sino aun más extensos, porque el Rey ha recibido el señorío por herencia, y el Emperador por elección. La parificación con el Imperio, en cuanto a lo temporal, se enlaza al concepto del no reconocimiento de superior, con matices. Hay sobre todo, empeño en oponerse a la idea del “dominus mundi” atribuyendo al Emperador territorios determinados.
    Queda fijado así que el Imperio que late en las Partidas es el Sacro- Romano-Germánico, enclavado en la Corona alemana, en relación con los proyectos de Alfonso, Emperador; es relevante la coincidencia de la preparación de esta obra con la proclamación hecha por los de Pisa (1256).

    Raimundo Lulio

    La figura de Raimundo Lulio (1235-1315) tiene ejemplarísima resonancia en el problema del Imperio. Vibra en Lulio la idea de la Cristiandad, y no sólo precisamente reducida al tradicional Orbe, sino con la aspiración a que comprendiera todo el mundo porque todo fuese de cristianos. En su Blanquerna nos da una visión universal bajo la influencia pontificia: considera al papa como heredero del Imperio Romano, en un sentido espiritual y ampliados sus ámbitos hasta el límite del Ecumeno. Configura el Imperio en la típica manera que hace del Emperador el “Defensor Fidei”.
    Por otro lado, el Libre del Orde de Cavallería, sitúa el tema en la línea de la “ordinatio ad unum”: así como Dios es Señor de todas las cosas, el Emperador debe ser Señor de todos los caballeros; siendo los Reyes, de tal modo, jerarquía intermedia.

    Don Juan Manuel

    Con un sentido literario y doctrinal impresionante, la obra de D. Juan Manuel (1282-1349) adquiere gran resonancia. Habiendo vivido tras Alfonso X, considera que el Imperio, al que por antonomasia se refiere la voz común, es el Sacro-Romano-Germánico.
    Concuerda con Las Partidas al fijar la distinción entre Rey y Emperador.
    Considera que el Emperador no puede actuar sin la confirmación del Papa; que ambos deben estar muy bien avenidos, y para fijar su avenencia, acude –frente a la teoría de las Dos Espadas- a la del Sol y la Luna, tan característica.
    Acoge D. Juan Manuel la teoría de las Tres Coronas: tras la confirmación pontificia, el ejercicio del poder imperial exige –dice- la triple coronación; aceptando la construcción norte-italiana, nacida en el siglo XIV, basada en el simbolismo de clasificación de los Metales.

    Álvaro Pelayo

    De mediados del siglo XIV, fue un erudito monje franciscano, conocido por su obra De planctu Ecclesiae (1335), quien, al servicio de Juan XXII figuró en la preparación de las Decretales.
    Gran defensor del Papado, afirma que el Papa es “Monarcha universalis”, el “Dominus mundi” de la glosa renaciente.
    El Imperio le está sometido, no como ente autónomo sino adscrito a la propia sustancia pontifical; los Emperadores quedan ligados al papa por ser por éste coronados y confirmados.
    Los reyes, por su parte, están obligados a reconocer al Imperio; que pecan quienes no reconocen al Emperador; son, sin embargo, excepción los reyes españoles “qui cum non subessent imperio, regna sua ab hostium faucibus eruerunt”.

    La Glosa valenciana

    De entre los autores que mantienen la doctrina de “El rey, Emperador en su Reino” destaca Guillermo Durante (1232-1296). Sus opiniones son acogidas de un modo especial en Valencia, donde la Glosa al Código de Jaime I menciona repetidamente a Durante y a su famoso Speculum.

    Juan Fdez. de Heredia

    El Maestre Heredia (1310-1396), Castellán de Amposta y Gran Maestre de Rodas, personalidad excepcional, escribió la Crónica de los Conqueridores y el Libro de los Emperadores, enlazando a los grandes conquistadores como Ciro, Artajerjes, Alejandro y Anibal con los Emperadores de Roma, considerado el vínculo militar que liga el Caudillaje con el Imperio, y señalando la serie de los Emperadores-Caudillos de Roma: Sila, Pompeyo y César.

    Francisco Eximenis (¿1349-1414?)

    Obispo de Elna, en su Regiment de princeps, es un decidido partidario del Poder pontifical; hay superioridad del Papa sobre el Emperador; al Papa debe darse la Monarquía universal.
    Presenta, como Raimundo Lulio, un concepto orgánico de la sociedad universal estructurada jerárquica y solidariamente.
    Y, en enlace con todos los Merlines recogidos en las Crónicas, todavía se detiene Eximenis para rechazar la idea del Imperio Nuevo, inmediato al fin del mundo, y con relación al traspaso del Imperio y del Pontificado a Jerusalén, según la tradición de los Cuatro Imperios.

    Las Crónicas castellanas medievales

    El origen del Imperio es señalado en la Crónica de Alfonso XI con referencia a Roma, pero su postura se refiere a la famosa discordia de los “esleedores”, tema que preocupa a nuestros doctrinarios.
    La Crónica de don Pero Niño (comienzos del siglo XV) nos trae de la idea imperial una versión fascinante, enlazada a las profecías de Merlín; la preocupación de la Cruzada y el rescate de Jerusalén.
    Otros textos refieren el título imperial a Monarcas orientales o antiguos. Así Gil González Dávila en su Crónica de Enrique III, en relación con la embajada al khan Tamorlan, le llama Emperador.

    Los libros de caballerías

    El Amadís de Gaula, arreglado por G. Rdguez. de Montalvo, muestra el vencimiento del emperador de Occidente por el protagonista, recogiendo la tradición bajomedieval, pero enlazándola a la antigua estructura carolingia.
    El Tirant lo Blanch (1460-1470), se vincula a las empresas catalano-aragonesas en la Grecia decadente, entrando el protagonista triunfante en Constantinopla y casándose con la hija del Emperador griego y siendo elevado a la dignidad de heredero imperial.

    D. Rodrigo Sánchez de Arévalo (1404-1470)

    En su obra De Monarchia Orbis ofrece las siguientes tesis: la verdadera Monarquía del Orbe corresponde al Romano Pontífice; los Reyes de España y Francia no están subordinados al Emperador; el poder para castigar a los Reyes que delincan corresponde solamente al Romano Pontífice. Se trata pues, de un libro anti-imperial.
    Su construcción es muy interesante: sostiene que los Reyes fueron anteriores y más justos que los Emperadores; que el origen del Imperio Romano fue la usurpación; que el Emperador sólo tiene jurisdicción en las tierras que él somete; y que el principado monárquico verdadero sólo reside en el Papa.
    La exención de España radica en la ya conocida tesis de “haber conquistado su propio territorio de las fauces de los enemigos”. Embajador en Francia, la estima en términos encomiásticos.

    Juan de Torquemada

    Cardenal y teólogo del siglo XV, sostiene la postura favorable al Pontificado, llevando la tesis de la superioridad eclesiástica. No hace referencias concretas al poder imperial sino a la cuestión Iglesia-Estado, reiterando en cien pasajes “quod Imperator aut saecularis potestas”.

    (Extraído de Juan Beneyto: "España y el problema de Europa", 1942)
    Última edición por Gothico; 06/02/2008 a las 19:31
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    Re: España y el Imperio

    Política mediterránea de Alfonso V, rey de Aragón (1416-1458)

    Si sin Pedro III de Aragón en Sicilia no se concibe Alfonso V en Nápoles, sin Alfonso no cabe pensar en Carlos V. Bien lo iba a decir en su Discurso de la Corona de las Cortes de La Coruña de 1519: “que si el Rey D. Alfonso de Aragón no saliera de España, la Corona Real no poseyera el Reyno de Nápoles con tantos justos títulos como agora los posee”.
    Por otra parte, con Alfonso V revive, en realidad, el olvidado sueño de Alfonso el Sabio de poner pie en Italia, tras el Tratado de Soria con los de Pisa y la llamada de los de Padua y Sena.
    Alfonso tenía, como su homónimo, una gran vocación marítima. Así la lucha de Alfonso V por Nápoles es, en verdad, la lucha por el Mediterráneo occidental. Alfonso sometió Cerdeña y Córcega. Lucha en el Sur de Francia. Su empeño por estar en Nápoles es tan grande, que desde la prisión tras la derrota de Ponza (1433) se levanta otra vez y no le falla, al fin, la entrada triunfal en Nápoles (1442).

    Fernando el Católico y su política exterior

    Aun sin poseer el Imperio, Fernando es hombre que actúa como Emperador. Hay algo que “pudiéramos llamar la política imperial de Fernando V”. Así, las diligencias llevadas a cabo cerca de Enrique VIII de Inglaterra en 1494 para que entre con ellos el Rey de Romanos, Venecia y Milán en una Liga para socorrer al Papa, asunto “en el cual el Monarca español se arroga un aire de superioridad, de verdadero director de toda aquella orquesta”.
    En relación con el Sumo Pontífice –elemento esencial-, el rey de España es el intermediario que trae las recomendaciones. Por otra parte, la política exterior de Fernando constituye un nuevo tipo de política; en su capacidad de dirigir radica su superioridad.

    La unidad de su actuación ya no será propiamente ni castellana ni aragonesa sino española, y se dirigirá en tres vertientes:

    - La política de Fernando en Italia tendía a asegurar la influencia española mediante la ayuda pontificia. Aquel atarse y no estar atado, dirigir y no ser dirigido; el éxito le acompaña siempre, sin duda, porque sabe colocar bien los peones. Con ser poderoso su ejército –el primer ejército moderno del mundo-, la diplomacia de Fernando V obra tanto con sus negociaciones como con sus armas, consiguiendo siempre confederarse, como decía Saavedra Fajardo, no para quedar sujeto sino árbitro.
    De cara a Francia, formaliza el Pacto de Barcelona (1493), maravilla de diplomacia, en el que con la cláusula de que Carlos VII de Francia no alteraría las Posesiones pontificias, encubría la defensa de Nápoles y aparentaba abandonar sus intereses italianos, a cambio de recuperar el Rosellón y la Cerdeña.
    Precisamente de ese pacto arranca el enlace de España con el Imperio-Sacro-Romano-Germánico: Juana, segundogénita de los Reyes Católicos, casó con Felipe, primogénito de los austríacos (1496), mientras que Juan, Infante de España, casa con Margarita (1497). Por el fallecimiento de Juan sin hijos, Juana, Arquiduquesa, queda heredera, y España se liga a la fortuna de la Casa de Austria, destinada a imperar en el Universo.

    - El problema de África era no sólo un aspecto de la política mediterránea de don Fernando, sino un esencial problema de seguridad peninsular, ocasionado por la vecindad de un enemigo islámico con largas costas próximas: lo cual importaba para Nápoles, Sicilia, las Canarias, frente a las cuales se levantaron fuertes en Santa Cruz de Mar pequeña. Se ocupan Melilla; Gomera, Orán Trípoli y Bujía. Son vasallos de España Túnez, Argel y Tremecén. La conquista de Trípoli impresionó vivamente, al ser conocida; y la entrada en Bujía llegó a considerarse tan trascendente que, en la misma Italia se aseguraba la alta misión reservada a los españoles.
    No se le dio menor importancia en España, donde el mismo Rey se preocupa de mantener ese título de soberanía que hizo conocer bien pronto a la Cancillería pontificia. La idea de conquistar “toda el África” fluye en algunos textos; ya en la Bula de febrero de 1494; más tarde no se recata ante el V Concilio Lateranense (1512-13), donde se hizo decir que la intención y propósito del Rey “siempre ha sido y es de tener guerra con los moros, enemigos de nuestra sancta fe católica y de conquistar toda el África”.

    - En cuanto a las Indias, prontamente representaron papel esencial en la política de Fernando V. Sobre la base de las dos Bulas “Inter coetera” y “Eximiae devotionis”, de 1493, el Sumo Pontífice había atribuido a los Reyes de España la soberanía sobre los territorios indianos. Así, España pudo aplicar su experiencia de pueblo misionero y reconquistador; porque, en efecto, la Reconquista ya había planteado problemas análogos a los de la ocupación indiana.

    El ofrecimiento del Imperio de Oriente

    Si todo lo dicho fuera poco para considerar que en Fernando el Católico está ya prevista la preponderancia española en Europa, como prueba fehaciente ahí está la oferta de la Diadema Oriental.
    La herencia de Miguel Paleólogo se acerca a Fernando, queriendo acudir, sin duda, a los sucesores de quienes ayudaron a Andrónico y tuvieron una política de relaciones tradicionales. Aragón siguió ligado a la vieja Hélade. El emperador Manuel envía al rey Católico una carta para que acuda con numeroso ejército para defenderle a él particularmente y, en general, a todos los cristianos amenazados por la avalancha turca.
    La noticia la trae Zurita, encuadrándola en la tarea que entonces correspondía a España:
    “Tuvieron en este tiempo por muy cierto las gentes que el principal fin e intento del Rey e Reyna de España era que sus armadas y capitanes y gente, que era de la más exercitada en las cosas de la guerra que avía en Europa, se emplease en la expedición contra los infieles, señaladamente en oponerse a resistir la furia y grande pujanza del Gran Turco, por lo que importava passar la guerra a la tierra de los enemigos, y sustentarla en las provincias de Macedonia y Grecia, dando favor a los griegos para que se levantasen y saliesen de la sugeción y tiranía en que estavan, mayormente que por este camino sacavan del peligro en que estava la Isla de Sicilia, y con esto se les ofrecía ocasión de grande acrecentamiento suyo, con soberana gloria de su Corona”.
    No fue pues tan extraño que viniera a España el ofrecimiento: Había vínculos y viejos derechos, y se presentaba una tarea aclamada: la tarea imperial de ser defensores de la Cristiandad y de la Iglesia.

    Cuenta Zurita: “Pensaba Andrés Paleólogo, considerado legítimo heredero y sucesor del Imperio de Constantinopla, exiliado en Roma, que algún día los príncipes cristianos entenderían lo que importaba a toda la Christiandad que se resistiese a las fuerzas del Turco”.
    Pensaba Andrés en cada uno de los Monarcas europeos, y se fijó finalmente en los Reyes Católicos, confiando en que España era la llamada a cumplir ese gran destino. Para más obligarles, deliberó hacerles donación de su derecho”. Todo basado en el título de Duques de Atenas y Neopatria que llevaban nuestros reyes.
    El momento era fascinador y la oportunidad muy tentadora. No podía encontrar Fernando un mejor apoyo jurídico para unir a los títulos morales con que defendía la Causa cristiana. Con la redención de los cristianos oprimidos y el despeje del peligro turco, vendría el imperio a la Casa española.
    Pero Dios no debió quererlo así; sucedieron tales alteraciones y novedades, que el negocio quedó olvidado en el pensamiento de nuestros Reyes.

    Falló entonces España al servicio del orden europeo; y así, la idea imperial bizantina acabará pasando al Gran Principado de Moscovia, a aquel Iván III el Terrible que se había casado con Sofía Paleólogo y es coronado en 1547 tomando el título cesáreo . Moscovia, así, se presentará como la legítima heredera del Imperio bizantino, convirtiéndose en Tercera Roma.

    “Laudes” a los monarcas

    Entretanto, nacen “laudes” a los Monarcas que señalan, con la unidad española, el paso primero hacia la grandeza. Tal el Panegírico de Pedro Marzo, en efecto, cuyo mesianismo en relación con Fernando el Católico tiene notable relieve.
    Nebrija en una “salutatio” de año nuevo y Sobrarias en su panegírico señalan el ambiente.
    Diego de Valera, dedicándole su Doctrinal de Príncipes, le ve “profetizado de muchos siglos acá” como señor de la monarquía de todas las Españas y reformador de la silla imperial.

    Alfonso Ortiz, canónigo toledano, en su Dialogus inter Regem et Reginam de regimine regni sostiene la doctrina de la “translatio imperii”, y, considerando ya alemán el Imperio, reivindica el celtiberismo aislacionista: lo indígena indómito, un elogio del Cid, una confusión entre los Alfonsos del Imperio de León y ...un silencio total sobre el “fecho del Imperio” del Rey Sabio.

    Loor es, a la postre, lo que de Fernando el Católico escribe Maquiavelo: “que podría llamarse casi un Príncipe nuevo, porque, de Rey débil, se ha hecho, por fama y gloria el primero entre los cristianos; y si consideráis sus acciones, las encontraréis todas grandísimas, y alguna, extraordinaria”.
    Y como Maquiavelo, aunque desde otro aspecto y con distinto fervor, vio un siglo más tarde Saavedra y Fajardo en Fernando el ejemplar del Rey en que se encontraban practicados los preceptos de sus Introducciones.
    Asimismo, Gracián hizo del gran político Fernando el Católico el protagonista de su Héroe (1637).
    Fue Fernando, sí, entre sartas de “laudes”, promesa de Emperador.

    (Extraído de Juan Beneyto: "España y el problema de Europa", 1942)
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  9. #9
    Antonio Hernández Pé está desconectado Miembro Respetado
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    Re: España y el Imperio

    Interesantísima información, Sr. Gothico. Por cierto, hace años que intento encontrar el libro de Beneyto sin éxito por lo que le agradezco mucho la traslación de estas amplias citas al foro.
    Saludos.

  10. #10
    Gothico está desconectado Miembro Respetado
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    Re: España y el Imperio

    Carlos V, emperador hispánico

    Francfort, Aquisgrán y Bolonia

    El 13 de marzo de 1516 celebróse en Santa Gúdula de Bruselas una ceremonia impresionante: dos mil ciudadanos acudieron con antorchas. El heraldo de la Orden del Toisón dio el grito: “Don Fernando”, y se contestó con el “Ha muerto” ritual. Se trataba del Rey Fernando el Católico (abuelo de Carlos V) fallecido en España el 23 de enero.

    Entraba así Carlos en nuestra Monarquía. Tres años más tarde, el 28 de junio de 1519, en Francfort, fue elegido Emperador. Nos lo cuentan los cronistas, subrayando la unanimidad, que él mismo iba a expresar en las Cortes de La Coruña: “Bien sabedes cómo yo el Rey,e n concordia de los Príncipes electores fui elegido por Emperador”. Que la unanimidad importaba, y largo tiempo sirve el estricto cumplimiento de los ritos para a firmar la justa elección de Carlos.

    Relata Dormer que el Rey hizo gestiones cerca del Pontífice para que la Corona imperial recayese en su casa: “Movió el Rey desde Zaragoza plática con el Papa León X, para que diese por medio de algún Legado la tercera Corona que llaman de Oro, y es la Imperial, a su abuelo el Emperador Maximiliano, en la ciudad de Trento”. Desde ese episodio, el Pontífice había visto que se trataba de heredar el Imperio.
    Y desde ahí mismo encuentra en Carlos su exacta interpretación la teoría de las tres Coronas, que tan reciamente afirma superaciones y distinciones; el pasaje de Dormer alude a la tercera; en el llamamiento de las Cortes de Santiago y La Coruña a la primera, por que esas Cortes se reúnen para que el Rey vaya a Aquisgrán “a se consagrar e rescibir en ella la primera Corona imperial”, y los cronistas nos cuentan las ceremonias correspondientes.

    De Aquisgrán hay notables relatos, debidos a Sandoval, a Santacruz y a Valdés. En ellos, esta primera coronación tiene un impresionante sentido de vinculación a lo sacro-romano; Carlos es coronado vestido de blanco, como diácono, con las ropas que usó Carlomagno, y varios nobles españoles reciben la Caballería por la espada de Carlomagno. Para Valdés, la coronación de Carlos no solo tiene toda la pompa de los antiguos Césares, sino que la supera.
    La doble coronación de Bolonia le señaló como Rey de Lombardía, (de acuerdo con el protocolo de Monza y en presencia de sus magistrados) y como Emperador: la primera parte tuvo lugar en el Palacio Apostólico, y la segunda en la iglesia de san Petronio.
    Cien años después, Salazar de Mendoza describirá la triple coronación: “El año de 1530 pasó el Emperador a Italia, y el día que cumplió los treinta años de su edad recibió en Bolonia de mano de Clemente VII la Corona de Oro. Dos días antes había recibido la de fierro por el Reyno de Lombardía de los Magistrados de Monza. La de plata por el Reyno de Alemania recibió en Aquisgrán en 1520.
    Con todos esos impulsos juntos, Carlos pasa a la Historia como el protagonista de nuestra más preclara inserción en el Imperio. Tal como lo exaltó Poloen la dedicatoria de la edición veneciana de Alonso de Madrigal.

    Majestad cesárea y católica

    Carlos es el primer Rey de España que se hace llamar normalmente Majestad, habiendo siendo el título habitual el de Señoría, Alteza o Merced.
    Cuenta el cronista Santacruz: “del cual título se escandalizó algo el Reino por decir que este título más convenía a Dios que a hombre terrenal... y después de electo Emperador le ponían “S.C.C.R. Majestad”, que quería decir: “Sacra Cesárea Católica Real Majestad”.
    Carlos se llama Emperador, como se autorizó a su abuelo, aun antes de ser coronado. Penetra así en nuestra Cancillería el título de Emperador Augusto, que se reitera uniéndolo al de Rey de Romanos y de Alemanes. Y cuando la ciudad de Burgos coloca en su Arco de Santa María, junto a los héroes burgaleses, la estatua de Carlos V, lleva éste la más completa titulación que cabe: “Máximo Emperador Romano, Augusto, Gálico, Germánico y Africano, y Rey Invictísimo”.

    Junto al de Emperador reaparece el título de César, que Sandoval relaciona con las Ordenanzas de Gregorio V, del tiempo de Otón, donde se determinaba que el Monarca se llamase Rey de Romanos y se intitulase César después de elegido y hasta que pudiese tomar nombre de Emperador por la confirmación y coronación pontificias.
    Pero el propio Sandoval le llama César mucho más tarde, cuando no sólo era Emperador, sino Victorioso de Alemania, y nada menos que con motivo del Breve que Su Santidad le escribió dándole el parabién por Mulberg y titulándole “Máximo Fortísimo”, renombres, dice Sandoval, “bien merecidos del César”.
    En las Cortes de 1520, llámale el obispo de Badajoz “Magestad Católica, César, Rey y Señor”, penetrando decisivamente la idea de la Majestad Sacra Cesárea y Católica, que se hace ya sigla (=SCCM) en 1537, al encabezar el Cuaderno de Peticiones de las Cortes de Valladolid.

    El sentido del título imperial

    Es, con todo, el típico título imperial el que queda unido al nombre de Carlos; popularmente se le llama el Emperador. “Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes...” cuenta el Lazarillo, refiriéndose a las convocadas por Carlos en 1525. Cántanle como tal las plumas de Fernández de Navarrete y de Quevedo - por sólo citar dos, entre cien-; y, en fin, las mismas Cortes, muerto Carlos, se refieren a él como a la Majestad Imperial.

    Se daba, pues, y se sentía el título. ¿Dónde estaba la magia del título imperial?
    Lo que se ve en el Imperio no es ya lo que vieron los siglos anteriores; el XVI no admite la idea romana con la eficacia de la Etnarquía. Precisamente en Alemania todo este periodo aparece ajeno a las versiones romanas.
    Y he ahí lo interesante y los curioso; nos encontramos con una idea imperial de la que se suprime la savia romana. La idea imperial permanece, pero cambia de elemento medular; por obra de los electores se plantea una idea teutónica.
    Para sustituir a lo romano dos cosas acuden: de un lado, la Sangre; de otro, el Caudillo. Revive así la idea política del caudillaje montada sobre un pueblo hecho estirpe; la tesis bullía desde hacía años; Maximiliano pudo ser ya el Caudillo, pero le estorbaban sus alianzas con los Señores. Por ello, toda la esperanza se volcó en Carlos (el triunfo del amor a la patria y la fuerza de la sangre tudesca) que llegaba además en plena juventud, sin que deje de darse el elemento antifrancés.

    Frente a esta versión nueva, tudesca, humanista y casi luterana, vige en otras zonas la tradicional; la que, en tono de latinidad ardorosa, recoge Alfonso de Valdés al describir la coronación de Aquisgrán cual romana apoteosis. Es la versión latina la que trae en su médula el elemento eclesiástico, y a ella se entregará el César, en quien vive la idea del Emperador como defensor de la Cristiandad.

    Pero hay una tercera versión; los españoles no han concebido la elección de Carlos cual inserción en la política curialista, ante la que tenían viejas quejas que exponer, ni tampoco la postura de engancharse a Alemania, y con los españoles, Carlos mismo. Kohler lo ha sabido notar: “Cuando trata de ser nacional, piensa en español”. El españolismo de Carlos representa así, dentro de las raíces tradicionales una posición original: en ella están lo romano de la estructura y lo germánico del instrumento, la tarea ecuménica, y el caudillo y el séquito.

    La idea del Imperio en Carlos V

    Ha llegado a ser un tópico atribuir la influencia del canciller Gattinara la idea que Carlos tuvo de su cargo imperial. Brandi, en su libro Kaiser Karl V, viene a sostener en tesis general la postura de Carlos como portador de conceptos de Edad Media y amarrado a lazos de dinastía, y ahí se enlaza el influjo de Gattinara.
    ...lo que no es negar un cierto influjo: tanto el cultísimo Gattinara como Chievres se habrían presentado a los ojos del muchacho Carlos de manera fascinadora.
    Brandi dice: “Carlos reunirá tierras, da un nuevo aspecto a su Casa, mediante el estilo caballleresco de la corte burgundia y acoge la consciente piedad borgoñona, la mesura española y las tradiciones del antiguo Imperio Romano-Germánico”.

    Sin embargo, algunas de esas ideas resultan pertenecer a los consejeros españoles; el imperio como instrumento de una pax christiana, será una verdadera consigna; sí puede ser influencia de Gattinara el enlace con lo carolingio, enlace que contrasta con la versión alemana y con la propia actitud hispánica; también le es atribuible la ilusión de la Monarquía universal, debido a la afición de Gattinara a Dante.
    Tampoco debe olvidarse a Erasmo; son erasmistas las aspiraciones universalistas de los consejeros y cortesanos de Carlos.

    También actúa Carlos de motu proprio; así redacta la respuesta a Lutero y su discurso en Roma al regreso de Túnez.
    Pisa firme Menéndez Pidal cuando ve el imperio en Carlos pensado por sí mismo, sin dictado de nadie. El Imperio recoge los sentimientos heredados de Isabel la Católica y la aportación de escritores españoles como Valdés, Guevara etc.
    Adviértase que dos de los elementos a los que Carlos concede mayor interés –el mar, camino del Imperio, y la defensa de la Religión, tarea española- proceden de Alfonso X y de los Reyes Católicos.

    Por bajo de tales influjos había efectivamente una construcción tradicional. Carlos piensa en el Imperio como organización jerárquica, y por eso choca con el Rey francés, Francisco; es un ambiente mantenido en un puro sentido de terrena ambición, como lo revela la forma de tratar Francisco a Carlos. Buena prueba de ello era el asunto de Milán; Francisco desconocía las bases de la política imperial, y contra la Jerarquía quiere imponer el “equilibrio”, olvidando que para un territorio feudo del Imperio la paz era tarea del Emperador.
    Carlos por el contrario, tiene una idea firme de lo que es la jerarquía, y así con motivo de la guerra de Alemania no pensó sino en la corrección de la inobediencia de sus vasallos; el Emperador aparecía como jefe jerárquico más que como simple abogado de al Iglesia.


    Lo romano y lo español

    La raíz del propio concepto de Imperio en Carlos arranca de Roma. Lo decía el Obispo de Badajoz en el Discurso de la Corona de las Cortes de la Coruña: “Agora es vuelta a España la gloria de España que años pasados estuvo adormida: dicen los que escribieron en loor della que cuando las otras naciones enviaban tributos a Roma, España enviaba Emperadores: envió a Trajano, a Adriano y Teodosio, de quienes sucedieron Arcadio y Honorio, y agora vino el Imperio a buscar el emperador a España”.

    Para el Obispo de Badajoz, Carlos no es un Rey como los demás: “él sólo en la Tierra es rey de reyes”; dominador de reyes, como Augusto. Su tarea no será, por tanto, una simple tarea de gobierno, sino una tarea ecuménica y católica. Gracias al Imperio, Carlos podrá acometer la empresa “contra los infieles enemigos de nuestra santa Fe”, porque Carlos no aceptó ser Emperador por apetencia de dominio, sino porque Dios lo quiso así.
    “Muerto el Emperador Maximiliano –dice Ruiz de la Mota- digno de ynmortal memoria, ovo gran contienda en la elección del Imperio, y algunos lo procuraron, pero quiso e mandólo Dios que sin contradicion cayese la suerte en Su Magestad, y digo que lo quiso Dios porque yerra, a mi ver, quien piensa que el imperio del mundo se puede alcanzar por consejo, industria ni diligencia humana”. Es más: Carlos lo aceptó “para desviar grandes males de nuestra religión”.

    Por otra parte, hay que recalcar que el Imperio no es el puro Imperio Alemán, en el que España pasaría a provincia. España es centro: considerando –añade el obispo- “que este Reyno es el fundamento, el amparo e la fuerza de los otros”. Y lo destaca en la expresiva manera de quien domina los “laudes”: “El huerto de sus placeres, la fortaleza para defensa, la fuerza para ofender, su thesoro, su espada, su caballo e su silla de reposo y asiento ha de ser España”.
    España es, de esta manera, centro del Imperio. Lo que, bien que naciese proclamación oportunista, fue realidad, al punto de que Carlos, hasta en Yuste, vive y muere en España. Oportunismo bien obligado aquel, porque en la Península no concebían este caso de un Rey que venía a tomar posesión y se marchaba apenas llegado para cumplir deberes con Europa.
    “Esta su partida –insistía el Obispo- no os debe parecer cosa nueva ni extraña, pues no lo es: el Emperador Galba, electo en España, a Roma fue a tomar la Corona; el Emperador Vespasiano, de Hierusalem vino a Roma; el Rey don Alonso (el Sabio) salió del Reyno a rescibir el Imperio que estaba en contienda, que si el Rey D. Alonso de Aragón no saliera de España, la Corona Real no poseyera el Reyno de Nápoles...”
    Carlos acoge lo que el Obispo dice: “Todo lo que el Obispo de Badajoz os ha dicho, lo ha dicho por mi mandado”. Reconocía como propia la doctrina romano-hispánica expuesta por su consejero.

    En Carlos se inserta así la experiencia histórica del ideal imperial; ante todo lo romano, y luego lo español, no tanto en palabras como en obras.
    Carlos recoge los conceptos fundamentales que hemos estudiado como propios de la postura hispánica: la unidad de Alfonso III, la jerarquía de Alfonso VII, la intervención europea y el amor a la mar de Alfonso X, la defensa de la Religión y la vocación africana de los Reyes Católicos.

    (Extraído de Juan Beneyto: "España y el problema de Europa", 1942)
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  11. #11
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    Respuesta: España y el Imperio

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    Era natural que en España sobrevivieran las ideas del Imperio romano, ambición de enlazar fraternalmente todos los territorios de la después magna Europa y el Mediterráneo. Cuando Carlos entra en la península, los Reyes Católicos han asentado la primera piedra del edificio: la unidad. Y la segunda: el descubrimiento de América. Y la tercera: un estilo espiritual de vida, católico, o sea ecuménico, aunque de signo, lengua y ademán españoles. Carlos encuentra a su llegada esas dos nebulosas que prometen condensarse y forman un mundo apretado definitivo. El Imperio, según la idea española, está en el ambiente.

    Él no pretendía del territorio que en virtud de herencia le caía en suerte, sino sacar de él lo necesario para sus designios centroeuropeos, en vista de las necesidades de la política de su Casa. Es un mozo poco entrado en conocimientos especulativos. Lisa y llanamente él va a arreglárselas con sus flamencos, sus alemanes y, sus cancilleres italianos. A su oído, como única incitación y espuela de acciones, sopla la musa de Mercurino Gatinara, el piamontés. Y esa musa le infunde el propósito de imperar dominando; es decir, lo corriente en los monarcas con apetito de tierras.
    «Tanta fuerza tengo, tanto me asimilo, arrebatándoselo a quien pueda». La codicia como impulso, la absorción como fin. Gatinara y Carlos ven ante si anchas probabilidades de hacer una Monarquía rica, potente y brillante. La libertad y la variedad de los Estados no cuentan. Cuenta llenar los cofres con títulos de propiedad de porciones ajenas fruto de las armas o de la política; de cualquier política, incluso la de Maquiavelo.

    Se le atraviesa a Carlos inmediatamente la idea del Imperio que ha nacido en la España que él desconoce. Un clérigo, el doctor Mota, apenas Carlos pisa La Coruña (1520) y reúne Cortes para solicitar dineros, en su discurso emite esta inesperada tesis:
    «Carlos no es un rey como los demás. El solo en la tierra es rey de reyes, pues recibió de Dios el Imperio. Este Imperio es continuación del antiguo y, como, dicen los que loaron a España (Mota alude a Claudiano), que mientras las otras naciones enviaban a Roma- tributos, España enviaba emperadores, y envió a Trajano, Adriano y Teodosio, igualmente ahora vino el Imperio a buscar el emperador a España y nuestro rey de España es hecho, por la Gracia de Dios, rey de romanos y emperador del mundo. Este Imperio no lo aceptó Carlos para ganar nuevos reinos, pues le sobran los heredados, que son más y mejores que los tiene ningún rey; aceptó el Imperio para cumplir las muy trabajosas obligaciones que implica, para desviar grandes males de la religión cristiana y para acometer ia empresa contra los infieles enemigos de nuestra santa fe católica, en la cual entiende, con la ayuda de Dios, emplear su real persona. Para esta tarea imperial (y aquí viene una manifestación de la mayor importancia) España es el corazón del Imperio; este reino es el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros; por eso, según Mota anuncia solemnemente, Carlos ha determinado vivir y morir en este reino, en la cual determinación está y estará mientras viviere. El huerto de sus placeres, la fortaleza para defensa, la fuerza para ofender, su tesoro, su espada, ha de ser España.»
    (Copio la transcripción de Mota y los incisos de Menéndez Pidal.)

    De modo que Carlos se halla, con sorpresa suya, incluido en un concepto imperial que ha nacido en España de su romanización, de su criterio sobre lo universal, de los prolegómenos y supuestos implantados por los Reyes Católicos. Y le seduce tanto la idea, que, en efecto, durante cuarenta años empuña la lanza para realizar... lo que España le impone a él para que él lo imponga en el orbe. Que es una reunión de reinos y reyes bajo más alta autoridad, exactamente cumplidora de la resolución individual de ser antes que naciones (reinos particulares, miembros de una comunidad; por ello con obligaciones, derechos y obras comunes a todos (Europa). Lo que no pudo realizar Roma, lo que tampoco alcanzó Carlomagno, lo ha de realizar el Carlos testamentario de los Reyes Católicos y capitán de un ideal de España.

    Ese ecumenismo de Carlos se basa, en lo material, en sus Estados, en efecto extensísimos; en la América que le entrega España; en sus influencias italianas y mediterránicas; en su africanismo; nación trifronte que elige Europa pudiendo haber sido americana solamente, o solamente africana. Y ese ecumenismo se basa (en lo espiritual, moral y politico) en el concepto evangélico de la unidad del género humano, que España defiende ahincadamente y hace triunfar en Trento, y que es cardinal en toda su teoría filosófica.
    El silogismo es así: Cristo es la verdad; la verdad es que somos hermanos; de ello, que debamos vivir unidos; de ello que haya que crear una organización que comprenda a todos; y para respetar los matices, los reinos han de acogerse a la autoridad suprema de un supermonarca, para lo terreno, a un Papa en cuanto religión. La cual, católica, por ser la única verdadera, excluye las herejías, cuñas de cainismo, dispersión y ruptura de la unidad. Como la rebelión contra el Emperante es otro medio de disociar los reinos y crear la confusión, la anarquía, y la debilidad de todos. Así, pues, «un monarca, un Imperio, una espada, una fe, un Papa»: el contenido del soneto de Hernando de Acuña.

    Cuantos sueñan con reunir los pedazos destrozados de la Europa imperial, la de Carlos y Felipe, la de Carlomagno y Roma, deben estudiar la teoría del Imperio según España de Carlos, o tanto la de Carlos de Esgaña. Aquella médula para el organismo no se basaba tanto en los intereses materiales,que van y vienen, predominan o se agostan, sino en lo sustancial: en la creencia religiosa que no pasa ni muda, como es sobrenatural y verdad revelada por Dios. Y, en consecuencia, en una jerarquización en que no se agosta ni destruye nada, ni se priva a la espontaneidad de dar su fruto, pero evita el babelismo, la insolidaridad, las necias rivalidades del amor propio.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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