Menéndez Pelayo en los Heterodoxos:
El enciclopedismo en las sociedades económicas:
La economía política, en lo que tiene de ciencia seria, no es anticristiana, como no lo es ninguna ciencia; pero la economía política del siglo XVIII, hija legítima de la filosofía materialista que más o menos rebozada lo informaba todo, era un sistema utilitario y egoísta con apariencias de filantrópico. Y, aunque en España no se mostrase tan a las claras esta tendencia como en Escocia o en Francia, debe traerse a cuento la propagación del espíritu económico, porque en medio de aquellas candideces humanitarias y sandios idilios, y en medio también de algunas mejoras útiles y reformas de abusos que clamaban al cielo, y de mucho desinteresado, generoso y simpático amor a la prosperidad y cultura de la tierra, fueron en más de una ocasión los economistas y las sociedades económicas excelentes conductores de la electricidad filosófica y revolucionaria, viniendo a servir sus juntas de pantalla o pretexto para conciliábulos de otra índole, según es pública voz y fama, hasta convertirse algunas de ellas, andando el tiempo, en verdaderas logias o en sociedades patrióticas. Con todo eso, y aunque sea discutible la utilidad directa o remota que las sociedades económicas ejercieran difundiendo entre nosotros ora los principios fisiocráticos de la escuela [507] agrícola de Quesnay, Turgot y Mirabeau, el padre, que se hacía llamar ridículamente el amigo de los hombres, mientras vivía en continuos pleitos de divorcio con su mujer, ora las teorías más avanzadas de Adam Smith sobre la circulación de la riqueza, es lo cierto que para su tiempo fueron instituciones útiles, no por lo especulativo, sino por lo práctico, introduciendo nuevos métodos de cultivo, perfeccionando, restaurando o estableciendo de nuevo industrias, roturando terrenos baldíos y remediando en alguna parte la holgazanería y la vagancia, males endémicos de España. Lo malo fue que aquellos buenos patricios quisieron hacerlo todo en un día, y muchas veces se contentaron con resultados artificiales de premios y concursos, mereciendo que ya en su tiempo se burlase de ellos sazonadísimamente el célebre abogado francés Linguet, azote implacable de los economistas de su tierra y fuera de ella, poseídos entonces como ahora de ese flujo irrestañable de palabras, calamidad grande de nuestra raza, que, no pudiendo ejercitarse entonces en la política, se desbordaba por los amenos prados de la economía rural y fabril. ¡Oh con cuánta razón, aunque envuelta en amarga ironía, escribía Linguet!:
«Si España espera repoblar sus campos con las frases disertas que haya consignado en el papel un agricultor teórico, se engaña grandemente. Si imagina que sus manufacturas van a renacer porque una muchacha dirigida por un economista entusiasta, en vez de serlo por un confesor, hile en un año dos o tres libras más que su vecina, no se engaña menos... Estos establecimientos son distracciones de la impotencia y no síntomas de vigor. No reparan nada, no sirven para nada, no producen nada más que mal... El tiempo que se dedica a una teoría es inútil para la práctica... ¿Qué invención estimable ha salido de esos registros de sociedades pro patria, de Amigos del País, de agricultura, de fomento, esparcidas por toda Europa?... Los particulares hacen las grandes cosas; las sociedades no hacen más que grandes discursos» (2380)[/URL].
Apresurémonos, sin embargo, a declarar que no todas las sociedades económicas fueron dignas de igual censura, ni mucho menos todos sus miembros, entre los cuales los había muy prácticos y muy bien intencionados. Téngase, además, en cuenta que no todo lo que digamos de las sociedades económicas ha de tomarse en desdoro suyo, puesto que hubo muchas, sobre todo de las de provincias, donde el espíritu irreligioso no penetró nunca o fueron ternísimos sus efectos.
No así en las Vascongadas, que sirvió de modelo de todas. Dícenos el biógrafo de Samaniego que «en aquella edad en que la educación estaba atrasada en España y las comunicaciones con el interior del reino eran difíciles por falta de caminos, los caballeros de las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, [508] que vivían cerca de la frontera de Francia, encontraban más cómodo el enviar a sus hijos a educarse a Bayona o a Tolosa que el dirigirlos a Madrid» (2381)[/URL]. Los efectos de esta educación se dejaron sentir muy pronto. De ella participó el famoso conde de Peñaflorida, D. Javier María de Munive e Idíaquez (nació en Azcoitia el 23 de octubre de 1729), joven de buena sociedad, agradable y culto, algo erudito a la violeta, como lo reconocía y confesaba él mismo con mucha gracia. «Es verdad que he gustado siempre de la lectura, pero tan lejos de oler a estudio, que ha sido sin sujeción, método o cosa que lo valga; a pasar el rato y no más. Prueba de esto es que en mi vida he concluido juego entero de libros, sino es la Historia del pueblo de Dios, la de Don Quijote y las Aventuras de Telémaco; todo lo demás ha sido pujos y picando aquí y allí. La mesa de mi gabinete suele estar sembrada de libros ascéticos, poéticos, físicos, músicos, morales y romancescos, de suerte que parece mesa de un Gerundio que está zurciendo algún sermón de los retazos que pilla, ya de éste, ya del otro predicable» (2382).
Cuánto adolecía el conde de Peñaflorida de la elegante ligereza y suficientísima presunción de su tiempo, bien lo manifestó dedicando, en son de chunga, un opúsculo «al vetustísimo, calvísimo, arrugadísimo, gangosísimo, y evaporadísimo señor el señor don Aristóteles de Estagira, príncipe de los Peripatos, margrave de Antiperistasis, duque de las Formas Sustanciales, conde de Antipatías, marqués de Accidentes, barón de las Algarabías, vizconde de los Plenistas, señor de los lugares de Tembleque, Potrilea y Villavieja, capitán general de las cualidades ocultas y alcalde mayor perpetuo de su preadamítico mundo» (2383).
Aparte de estas bufonadas, el conde de Peñaflorida, aunque no pasase de dilettante, tampoco era de los que él llama «críticos a la cabriolé, que con cuatro especies mal digeridas de las Memorias de Trévoux o el journal extranjero, peinaditas en ailes de pigeon y empolvadas con polvos finos à la lavande o a la sans pareille, quieren parecer personas en la república de las letras». Al contrario, cultivaba con mucha aplicación la física experimental y las matemáticas, hizo traer una máquina eléctrica y otra neumática, estableció en su casa de Azcoitia una academia de ciencias naturales y un gabinete, al cual concurrían varios clérigos y dos caballeros del pueblo, D. Joaquín de Eguía y D. Manuel Altuna, a quienes y al conde llamaba el padre [509] Isla el triunvirato de Azcoitia (2384). Cuando se publicó el primer tomo de Fray Gerundio de Campazas, en uno de cuyos capítulos quiere impugnar el P. Isla la física moderna con razones pobrísimas, fútiles e indignas de su ingenio, los caballeritos de Azcoitia salieron a impugnarle con mucho donaire y no menos desenvoltura en cinco cartas, que corrieron impresas clandestinamente con el título de Los aldeanos críticos o cartas críticas sobre lo que se verá. Aunque iban anónimas, el P. Isla supo muy pronto de dónde le venía el golpe, y se quejó amargamente al conde de Peñaflorida, entablándose entre ellos una correspondencia no poco desgarrada y virulenta, en que, después de haber competido en improperios, acabaron por hacer las paces y quedar muy amigos (2385). El triunvirato de Azcoitia no podía ver a los teólogos: «Ya sabe vuestra merced que esto de teólogo en España es lo mismo que hombre universal... Si un caballero tiene que entrar en alguna dependencia política, primero lo ha de tratar con el teólogo; si un comerciante quiere hacer compañía con otro o hacer algún asiento con el rey, ha de ser después de haberlo consultado con el teólogo...; si hay que formar alguna representación al soberano, lo ha de firmar el teólogo; si es cosa de extender un testamento, venga el teólogo... Mire vuestra merced ahora qué papel haremos nosotros, que, como ellos dicen, no somos más que unos pobres corbatas, qué otro fruto sacaremos sino el que nos trate el vulgo de herejes y ateístas.»
Con estas laicas y anticlericales animosidades, que sin ton ni son mezclaban aquellos caballeros con sus lecturas de la Físicadel abate Nollet y sus experimentos en la máquina neumática, no es de extrañar que recibiesen con entusiasmo la nueva de la expulsión de los jesuitas y tratasen de aprovecharla para ir secularizando la enseñanza. Ya en julio de 1763 se, había presentado a las juntas forales de Guipúzcoa, celebradas en Villafranca, un Proyecto o plan de agricultura, ciencias y artes útiles, industria y comercio, firmado por el conde de Peñaflorida y por quince procuradores de otros tantos pueblos guipuzcoanos.
Se aprobó el plan en las juntas de 1764, celebradas en Azcoitia, y comenzó a formarse una sociedad llamada de Amigos del País, título filantrópico que hubiera entusiasmado al buen [510] marqués de Mirabeau, y cuyo objeto había de ser «fomentar, perfeccionar y adelantar la agricultura, la economía rústica, las ciencias y artes y todo cuanto se dirige inmediatamente a la conservación, alivio y conveniencias de la especie humana».
Los estatutos se imprimieron en 1766, autorizados con una carta del ministro Grimaldi. Sirvió de lema el Irurachat con las tres manos unidas. Entró en la sociedad la flor de la nobleza vascongada, muchos caballeros principales de otras provincias y bastantes eclesiásticos ilustrados que sabían francés y estaban al tanto de las novedades de allende los puertos. Cuando en abril de 1767 se expulsó a los jesuitas, sin duda para alivio y conveniencia de la especie humana, los Amigos del País no se descuidaron en apoderarse de su colegio de Vergara y fundar allí una escuela patriótica a su modo, que se inauguró definitiva mente, con el nombre de Real Seminario, en 1776, festejando su fundación mil arengas y desahogos retóricos, en que le llamaba «luminar mayor que llenará de luces a todo el reino, inagotable manantial de sabiduría que con sus copiosos raudales inundará felizmente a España».
De tales cándidas ilusiones rebaja mucho la posteridad, con todo y dar altísimo precio a los trabajos metalúrgicos de Lhuyard y Proust, y alguno, aunque menor, a las Recreaciones políticas de Arriquibar y a las deliciosas fábulas de Samaniego, que nacieron o se desarrollaron al calor de la Sociedad y del Seminario. Pero, en general, el espíritu de la institución era desastroso; hacíase estudiado alarde de preferir los intereses materiales a todo y de tomar en boca el nombre de Dios, dicho en castellano y a las derechas, lo menos que se podía. Cuando se hacía el elogio de un socio muerto, decíase de él no que había sido buen cristiano, sino ciudadano virtuoso y útil a la patria y que su memoria duraría mientras durase en los hombres el amor a las virtudes sociales. El Seminario fue la primera escuela laica de España. Entre aquellos patriotas daban el tono Peñaflorida, cuyas tendencias conocemos ya, su sobrino el fabulista Samaniego, autor de cuentos verdes al modo de La Fontaine; D. Vicente María Santibáñez, traductor de las Novelas morales, de Marmontel (de bien achacosa moralidad por cierto), y D. Valentín Foronda, intérprete de la Lógica, de Condillac (2386). La tradición afirma unánime, y bastantes indicios lo manifestarían aunque ella faltase, que las ideas francesas habían contagiado a los nobles y pudientes de las provincias vascas mucho antes de la guerra de la Independencia. El Sr. Cánovas recuerda a [511][FONT=Times New Roman Normal] este propósito que allí tuvo más suscritores la Enciclopediaque parte alguna de España. Cuando, vencidas nuestras armas en la guerra con la república francesa en 1794, llegaron los revolucionarios hasta el Ebro, pequeña y débil fue la resistencia que en el camino encontraron. Las causas de infidencia formadas después denunciaron la complicidad de muchos caballeros y clérigos del país con los invasores y sus ocultos tratos para facilitar la anexión de aquellas provincias a la república francesa o el constituirse en estado independiente bajo la protección de Francia. Clérigo guipuzcoano hubo que autorizó y bendijo los matrimonios civiles celebrados en las municipalidades que los franceses establecieron en varios lugares de aquella provincia y aun publicó un folleto donde sostiene las más radicales doctrinas sobre este punto, hasta decir que el [I]matrimonio es puro contrato civil .
Tan mala fama tenía la Sociedad Económica, que algunos de sus miembros más influyentes no se libraron de tropiezos inquisitoriales. Así Samaniego, como veremos pronto, y así también el marqués de Narros, a quien muchos testigos de su misma tierra acusaron de haber defendido proposiciones heréticas sacadas de los escritos de Voltaire, Rousseau, Holbach y Mirabeau, que asiduamente leía. Se le hizo venir con otros pretextos a la [512] corte y abjuró de levi, y con penitencias secretas, en la Suprema (2389), salvándole de más rigor la protección de Floridablanca.
Treinta y nueve sociedades económicas habían brotado como por encanto así que el Gobierno aprobó y recomendó la vascongada e hizo correr profusamente ejemplares del discurso de Campomanes sobre la Industria popular. Algunas de ellas murieron en flor; otras no hicieron cosa que de contar sea, y algunas llevaron a término mejoras útiles, dignas de ser referidas en historia de más honrado asunto que la presente. El mal está en que, como dice el historiador positivista Buckle, sólo se removió la superficie. Madrid, Valencia, Segovia, Mallorca, Tudela, Sevilla, Jaén, Zaragoza, Santander..., debieron a estas sociedades positivos y más o menos duraderos beneficios, pero mezclados con mucha liga. La Sociedad cantábrica mandó traducir las obras de ideología materialista de Destutt-Tracy (2390). En Zaragoza produjo no pequeño escándalo el Dr. D. Lorenzo Normante y Carcaviella, que explicaba economía civil y comercio en la Sociedad aragonesa por los años de 1784, defendiendo audaces doctrinas en pro de la usura y de la conveniencia económica del lujo y en contra del celibato eclesiástico. Muchos se alarmaron y le delataron a la Inquisición, pero sin fruto, aunque Fr. Diego de Cádiz y su compañero de hábito Fr. José Jerónimo de Cabra hicieron contra sus errores una verdadera misión. Así comenzó la enseñanza pública de la economía política en España (2391).
De la Sociedad Económica Matritense fue árbitro y dictador Campomanes, y después de él el conde de Cabarrús, aventurero francés, ingenioso, brillante y fecundo en recursos, tipo del antiguo arbitrista modificado por la civilización moderna hasta convertirlo en hacendista y hombre de Estado. El mayor elogio que de él puede hacerse es que mereció la amistad firme, constante y verdadera de Jovellanos, que todavía en su Memoria en defensa de la Junta Central le llama «hombre extraordinario, en quien competían los talentos con los desvaríos y las más [513] nobles calidades con los más notables defectos». Adquirió mucha notoriedad por haber conjurado la crisis monetaria con la creación del Banco de San Carlos; paliativo ineficaz a la larga, como lo insinuó Mirabeau en un célebre folleto y lo probó luego la experiencia cuando el Banco apareció en 1801 con un déficit de 17 millones.
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01361608688915504422802/p0000024.htm#I_283_
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