Publicamos a continuación un extracto del capítulo De la rebelión cívica a la movilización general, del libro ZP en el país de las maravillas, del que es autor el subdirector de Época, Enrique de Diego. El libro, especialmente recomendable para cuantos padecen zapaterofobia, está editado por Libros Libres y sale a la venta el día 4 de octubre.
La revitalización social de junio, el inicio de la movilización general venidera, era la efervescente respuesta de los sectores más dinámicos de la sociedad, de los más creativos y emprendedores, a la fractura en la legitimidad de origen del Gobierno ZP. No puede dejar de insistirse en cuestión tan nuclear, a pesar de que los mandarines se han negado a debatir, mas cuyas consecuencias han ido adquiriendo la forma clamorosa de lo evidente. Fractura, porque el ejecutivo resultante del 14 M fue fruto de la situación extraordinaria generada por la masacre del día 11; porque el partido triunfante, y sus aliados parlamentarios, utilizaron sin límite moral en su propio beneficio el dolor y la sangre derramada, en una auténtica orgía de manipulación, que culminó en el golpe de estado virtual de las algaradas que convirtieron la jornada de reflexión del día 3 en una abrumadora coacción antidemocrática; y, sobre todo, porque el cuerpo electoral se polarizó de manera absoluta en la relación entre terrorismo integrista-intervención en Iraq y en la decisión acanallada y cobarde de rendirse ante los terroristas para dejar de ser objetivo. Quítense los adjetivos, discútanse las interpretaciones, la verdad es que no se votó ni la negociación con ETA, ni la equiparación de uniones gays y matrimonios, ni tan siquiera el descuartizamiento del Archivo de Salamanca. La sociedad española, de manera tácita y cada vez más consciente, percibe que el Gobierno no ha recibido mandato popular alguno para modificar la textura vital de la sociedad española, ni para destruir la nación en jolgorio semántico, ni aún con la bufonada de aducir a Norberto Bobbio como autoridad incontestable, tras haber sido el exfascista ideólogo del Partido Socialista Italiano, desaparecido, por cierto: toda una muestra de su perspicacia.
Quien todo –su victoria- se lo debe al terrorismo, se ha mostrado, en todo momento, dispuesto a pagar el precio a los terroristas. Quiebra esta última en el ejercicio para sanar la originaria. Con asesinos, no se negocia, como no se hace con violadores o maltratadores. La cuestión es que ZP gobierna merced a la condescendencia de ETA, porque ETA quiere, porque ha recibido sus bendiciones y le considera hecho de la buena madera del caballo de Troya. Eso es una obviedad, aunque se oculte en las tertulias adormecedoras, de radicalismo fácil y consentido. ZP no tiene más que vivir en su país de ensueño, de frases huecas y diálogos verborrágicos, en los que todo el mundo habla y nadie escucha, porque se ha establecido el dogma más absoluto y absurdo: todo es relativo. Sin duda, los ciudadanos se merecen un Gobierno que no les mienta. Éste tiene la mentira por costumbre. No miente por excepción, sino por regla. Su tendencia al embuste, su inclinación a la patraña, su predisposición a la falsedad, su proclividad a la falsedad, el cuento, la farsa, el infundio y el camelo obedece a una razón profunda, es desfonde relativista. Hemos de asumir que ZP, la dirección socialista, el charlatán de Bono y buena parte del PSOE se han alejado tanto de la ética judeo-cristiana que, de hecho, las nociones de verdad y mentira han dejado de tener sentido para ellos. Mienten sin mala conciencia, autoconvencidos de que el poder es la justificación última de la moralidad de los actos. La política española ha devenido en juego de tramposos. Y los tramposos han encontrado fascinantes a los asesinos. Esperan de ellos no sólo esa sanación del pecado original originario –la relación estrecha entre el 11 y el 14 de marzo- sino también la futura victoria electoral y, por encima de todo ello, que les hagan entrar en la historia como el Gobierno que acabó con ETA. Valiente forma de hacerlo mediante la concesión constante. En buena medida, el gato de Cheshire, para sobrevivir en su fantasioso país de las maravillas, no tiene otra opción, pues los pistoleros de ETA siempre han sido los matones del nacionalismo, con pretensión de vanguardia, y ZP gobierna merced a los naZionalistas. Puede considerarse que hace de la necesidad, virtud. Los mayordomos se permiten ciertas licencias en los días de asueto de sus amos. A pesar de los errores históricos reseñados –Argel y Lausana- hay en ZP una degradación ilusionada. Los terroristas han encontrado en él un hombre dispuesto a situarse a su altura, a tenderles la mano desde el Parlamento, a situarse con ellos en francachela, a pagar el precio último de la destrucción de España. Porque los terroristas no odian sólo a la derecha, como tampoco esa es la seña de identidad de los naZionalistas. Ambos odian a España y cada paso es para desmembrarla.
En las ikastolas se adoctrina a los niños desde la más tierna edad en el sentimiento de ser un pueblo sojuzgado, una nación sin Estado, formada por siete territorios históricos, bajo dos estados y con tres realidades administrativas, en el que el euskera es la seña de identidad nacional, y donde “los movimientos abertzales reivindican la cultura de su pueblo”, hasta llegar a preguntar, ¡en el manual de filosofía, “¿qué diferencia hay entre sabotaje, desobediencia y atentado?”. También se enseña el odio a lo español en las escuelas catalanas, sin que la Alta Inspección del Estado haya hecho nunca nada.
El imperativo democrático es derrocar –destituir, en la terminología de Popper- a un Gobierno dispuesto a pagar el precio de la destrucción de la nación. Ese el sentido de la movilización general necesaria. La revitalización de junio de 2005 no es un punto de llegada sino de partida. En momentos de emergencia nacional –cuando el presidente ha dejado de considerar España como nación- corresponde a la sociedad civil tomar la iniciativa, reclamando el plebiscito básico que conforma la convivencia común. Ese tipo de hitos, de crisis, exigen una respuesta previa a los partidos, explicitando el consenso tácito de españoles, antes de cualesquiera definiciones y divisiones geométricas . La movilización general, surgida del instintivo de supervivencia colectivo, reclamación de la responsabilidad individual de cada ciudadano, se conforma en torno a un programa mínimo: la expulsión de ZP de La Moncloa. Siendo la figura del presidente más ajustada a la de un primer ministro, siendo su elección indirecta, concurriendo como mero número uno por la circunscripción de Madrid, bien puede su partido de entre sus huestes a alguien más capaz o establecer esa salida el monarca, ejerciendo el poder arbitral que le concede la Constitución, siendo la función de la monarquía simbolizar la unidad y permanencia del Estado, y pudiendo ir los Borbones al paro por manifiesto cese del negocio. La movilización general ha de ser lo suficientemente contundente, conllevar la paralización de la vida nacional si el sistema se enroca en su autismo, como para hacer imprescindible la convocatoria de elecciones anticipadas.
Debería partir de movilizaciones por toda la geografía española, con concentraciones en capitales de provincia o autonómicas, para terminar confluyendo en la capital de España. Una manifestación en la que, de manera intensamente pacífica, se sume todo el descontento y también toda la fuerza positiva de la pulsión regeneradora latente. Más aún, una instalación en la agitación, una decisión firme, irrevocable, patriótica, blindados a cualquier síndrome de Estocolmo colectivo, de forzar la salida democrática a través de las urnas.
Ese es el primer paso, la condición sine qua non, no la meta definitiva. No cabe engañarse, ni sestear. Lo que está en crisis es el sistema actual. ZP no es su gloria, sino su miseria. La gobernación de España no puede depender nunca más de los naZionalistas, porque eso es subordinarla, a la postre, de ETA. Durante buena parte de nuestra reciente historia democrática, los naZionalistas han utilizado a ETA –el árbol y las nueces-, desde el 14 de marzo de 2004, ETA utiliza a los naZionalistas o, más claro aún, ambos forman una pinza –el Club de Perpiñán- para destuir España. Sus instrumentos son el terror y la Ley electoral, por la que se concede la llave de la gobernabilidad a las minorías antiEspaña. Esa nuclear cuestión ha de ser introducida por la sociedad civil en la agenda política, pues ningún partido está interesada en ella, atenazados por su elefantiasis burocrática, degeneración de las listas cerradas y bloqueadas. El PP sueña hoy en futuros pactos con Convergencia, Coalición Canaria –asumida como bandera la independentista- e, incluso, con el PNV, como en la primera legislatura de José María Aznar. Si es preciso, la sociedad civil ha de generar un nuevo partido con un programa claro regeneracionista: listas abiertas y eliminación de la Ley D’Hondt. Una vez conseguida esa reforma, que pondría coto al vendaval centrífugo, rechazado por la inmensa mayoría de los españolas, abocada a él por reglas de juego trucadas, esa formación –de transversalidad españolista, para poner coto al poder desmesurado de los naZionalistas- desaparecería.
La respuesta ciudadana ha de ser pronta, antes de que el daño sea irreversible, mas el camino será largo, la batalla constante y dura para evitar el suicidio de España. No se impedirá sólo con emotividad, sino con racionalidad y fortaleza, con la recuperación de un Estado de Derecho digno de ese nombre, en el que no se permita que en las escuelas –como hemos visto- se enseñe a odiar a España y se formen mentalidades de futuros terroristas. No se puede volver la mirada –como se ha hecho a lo largo de la transición- a realidades sencillamente intolerables en una democracia, porque, como dijo Karl Popper, toda ideología que predica la intolerancia pierde su derecho a ella. No se puede sobrevivir sólo a base de sentimientos nobles y buenas intenciones, ni como víctimas a la defensiva. Es preciso pasar de nuevo a la ofensiva de la fortaleza democrática, aislando a los terroristas y a su entorno, no dándoles alas. ZP tiene con ellos facturas demasiado elevadas. Las sociedades adormecidas, incapaces de asumir sus retos, terminan pagando un precio muy alto. La apuesta del nacionalismo –no cabe engañarse- es siempre extender el conflicto. No sólo la paz sin libertad es indigna, además es un espejismo, mera preparación de dramas futuros más intensos. El país de las maravillas de ZP es mucho menos inofensivo que el de Alicia. Si el de ésta era un sueño, el de aquél tiene visos de devenir en pesadilla.
A la postre –no sabemos lo que nos deparará el futuro- quizás algún día debamos estar agradecidos al gato de Cheshire, porque nos puso ante el espejo de nuestros peores demonios familiares, y vimos en él el esperpento de esa fatua sonrisa sin presidente. Y nos hizo rebelarnos por el hecho de haber caído tan bajo hasta habernos merecido a ZP. De la rebelión cívica a la movilización general. Gracias, ZP. Te lo debemos. No pararemos hasta pagártelo.
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