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Tema: Julio Camba y la "civilización" americana

  1. #1
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Julio Camba y la "civilización" americana

    Fuente: LIBRERÍA MUSCARIA


    Reseña

    En La ciudad automática, Julio Camba, uno de los mejores y más irónicos periodistas que ha dado España en el siglo XX, narra las impresiones que recogió en su segundo viaje a la ciudad de Nueva York, a principios de la década de 1930.

    El título de La ciudad automática se refiere al carácter mecánico y de producción en serie que iba tomando cuerpo en el mundo y la sociedad modernas a lo largo del siglo XIX y XX -y que quedaban plasmadas de una forma deslumbrante y sobrecogedora en la ciudad de Nueva York: la nueva capital del mundo (reemplazando a París por aquél entonces).

    Estructurado en ensayos breves -agrupados en temáticas como 'Rascacielos', 'La mecanización', 'El embrutecimiento de la cultura' o 'Comunismo y capitalismo'-, y con un fino sentido del humor y una ironía fuera de serie, Julio Camba nos va narrando en primera persona lo que sus ojos, su estómago y su desconcertado entendimiento van viviendo y experimentando durante estas semanas en las que se instaló a vivir en el mundo del futuro: el país de la ciudad automática.

    A corte de ejemplo, aquí van algunos fragmentos inciciales de algunos de sus ensayos:


    Moscú y Detroit

    «No hay más que un obstáculo que pueda oponerse a la americanización del mundo: Rusia. Si el mundo logra liberarse de la dominación capitalista americana será para caer fatalmente bajo la dominación comunista rusa y viceversa. Moscú o Detroit. Detroit o Moscú. ¿Qué prefieren ustedes? Por mi parte, confesaré que me da lo mismo, porqué no veo ninguna diferencia esencial entre una civilización y otra. Ambas representan la máquina contra el hombre, la estandarización contra la diferenciación, la masa contra el individuo, la cantidad contra la calidad, el automatismo contra la inteligencia. Hombres eugenésicos y gallinas de incubadora. Una humanidad en serie, opinando en serie, y divirtiéndose en serie. (...)»

    La Cadena

    «No quisiera hacer comparaciones odiosas, pero cuando un amigo tira de 'agenda' a mediados de febrero, pongamos por caso, para averiguar lo que tiene que hacer en los primeros días de abril, me parece estar en los mataderos de Chicago viendo desfilar ante mis ojos una cadena de cerdos colgados de las patas. Los mataderos de Chicago están muy bien como tales mataderos y no seré yo quien se indigne contra ellos. Lo malo es que toda la vida americana se inspira en los mataderos de Chicago, y que el procedimiento que se usa aquí para divertir a la gente es, sencillamente, el mismo que se utiliza para matar cerdos: el famoso y
    nunca bien ponderado mecanismo de la cadena. (...)»
    Negros
    «Nueva York aborrece a los negros, no cabe duda, pero los aborrece únicamente desde las ocho o nueve de la mañana hasta las doce de la noche. A las altas horas de la madrugada no puede pasarse sin ellos, y, abandonando los cabarets del Boradway con su alegría mejor o peor imitada, se va a Harlem en busca del real thing, eso es, en busca del artículo verdadero. Para los americanos de estirpe puritana la alegría es una invención negra. No es que ellos, por sí mismos, no se alegrasen nunca. A veces parece que hasta llegaban a sentir el ansia extraña e imperiosa de que habla el poeta, pero, no sabiendo analizarla, la interpretaban como un ansia de nadar o de saltar a la comba, de donde resulta que si los americanos tienen una musculatura tan excelente es por pura equivocación. Y hoy, cuando América, decidide a echar por la borda sus últimos restos de puritanismo, quiere divertirse de verdad, se encuentra con que carece para ello de la técnica necesaria y que tiene que copiar a los negros. (...)»

    El Rackeeting
    «Cuando se votó la prohibición, todo el mundo contaba aquí implícitamente con los racketeers, es decir, todo el mundo confiaba en que alguien haría luego en la ley un agujerito por el que él y los suyos pudieran proveerse de whisky. En realidad, nadie votó la prohibición para sí mismo, lo cual es lógico, después de todo, ya que, cuando uno quiere renunciar a una cosa, no necesita que le hagan al efecto una ley en Washington; pero este hecho, lógico en cada caso individual, se convirtió colectivamente en este hecho absurdo: que todos votaron la prohibición para los otros y que, como el concepto de 'otros' es inconcebible en relación al concepto de 'todos', la prohibición no se votó realmente para nadie. (...)»

    La Orgia Bursátil
    «¡Magnífica orgía aquella orgía de la Bolsa neoyorkina, de donde han salido tantos hombres a vender manzanas en medio de la calle. Entonces todo el mundo jugaba. Con cien dólares en efectivo se podían manejar muchos miles en acciones, y a veces no hacía falta siquiera efectivo alguno. El que tenía una profesión o empleo, echaba una firma, y en paz. La Bolsa de Nueva York admitía toda suerte de boquillazos, y, al facilitar de este modo la compra de acciones, la demanda aumentaba, y, al aumentar la demanda, las acciones subían, y todos ganaban; y, como ganaban, compraban más acciones, y las acciones volvían a subir, y las gentes volvían a ganar, y el globo se iba dilatando, y, cuanto más se dilataba el globo, ascendía aún mucho más alto, y nadie pensaba en el reventón inevitable. Esta es, en su primera parte, la historia de la última catástrofe bursátil que ha ocurrido en Nueva York. Segunda parte: un bell-boy del hotel, que acaba de traerme hielo, me ha dicho que tiene que apartar veinticinco dólares cada semana para cubrir su déficit en la Bolsa. Los chicos de los ascensores están en el mismo caso, y el jefe del limpiabotas paga doscientos dólares al mes. Sólo me falta por interrogar a una negra que me limpia el cuarto todos los días cantando unas canciones del Sur al ritmo del aspirador eléctrico, pero temo que, si la interrogo, se ponga triste y deje de cantar (...)»

    El Hecho Mecánico
    «Se dice que esta época es más dinámica y apresurada que todas las otras, y si lo fuese no habría en ella nada de anormal; pero a mí me asalta una sospecha terrible: la de que sea una época de carácter completamente sedentario, obligada por sus creaciones mecánicas a moverse de un modo vertiginoso. Ello parecerá igual. No lo es, sin embargo. No es igual embarcarse en el Bremen, porque se tenga mucha prisa en llegar a Nueva York, que llegar a Nueva York prematuramente por haberse embarcado en el Bremen. No es igual inventar la flauta para expresar un sentimiento musical que inventar el sentimiento musical para dar aplicación a la flauta. No es igual, en fin, mandar a las máquinas que ser mandado por ellas. (...)»

    Los millonarios
    «Los millonarios desempeñan en la vida americana un papel papel de carácter eminentemente comunista: la de acumular el dinero que sobre una vez cubiertas las necesidades del pueblo, evitando así que las masas se enriquezcan. (...)»

    La instrucción, cantidad negativa
    «En la antigua América de Manco Capac, cuando nacía un niño se le metía el cráneo en una prensa, y con estas prensas a guisa de sombreros, los ciudadanos conservaban hasta el fin de sus vidas una mentalidad completamente infantil. El objetivo de las autoridades era llegar a una uniformidad ideológica del pueblo por medio de la uniformidad craneal, suponiendo que las ideas se adaptan siempre a las cabezas donde cuecen, y que en una cabeza periforme no se pueden concebir más que pensamientos igualmente periformes: en la América moderna del presidente Roosvelt se sigue un procedimiento enteramente opuesto. Aquí le cogen a uno el cráneo cuando está todavía tiernecito, lo llevan a una escuela, le atiborran a usted de Historia, Moral, Derecho, etc, etc... Lo probable es que salga usted de la escuela con un cerebro tan atrofiado como si lo hubiese tenido en la propia prensa de los incas, pero si la escuela no ha conseguido idiotizarle a usted del todo, la universidad se encargará del resto. Luego vendrán los periódicos, las conferencias y los clubes de lectura, y a los veinticuatro o veinticinco años no tan sólo estará usted incapacitado para pensar de un modo distinto a los demás, sino que hasta su misma cabeza, al adaptarse a las tres o cuatro ideas generales que el Estado metió dentro de ella, habrá tomado la forma y el aspecto de todas las otras. (...)»
    Índice del Libro
    INTRODUCCIÓN

    • La ciudad del tiempo
    • Buy apples
    • La orgía bursátil
    • La ciudad sin clima
    • Antropología intestina
    • Negros
    • Más negros
    • Negros y blancos
    • Judíos
    • Un hotel
    • Una cafetería
    • Un automático
    • Madrid y el ácido úrico
    • La ciudad del silencio
    • La ciudad del buen vino
    • Sevilla Street
    • El Bowery
    • La España negra
    • La Inquisición y el arroz con pollo
    • Dice Calvin Coo1idge
    • El peligro de ser millonario


    RASCACIELOS

    • Los rascacielos de la ciudad baja
    • Tesis y antítesis económica .
    • El Empire State Building
    • El Chrysler Building
    • Arquitectura y esclavitud


    LOS ESTADOS UNIDOS AL DETALLE

    • Temperaturas alternas
    • La síntesis y el análisis


    LOS ESTADOS UNIDOS EN CONJUNTO

    • Segunda independencia de los
    • Estados Unidos
    • La nueva literatura
    • La nueva moral
    • Moscú y Detroit
    • Los millonarios

    • AL EMBRUTECIMIENTO POR LA CULTURA



    • La instrucción, cantidad negativa
    • El analfabetismo, cantidad positiva


    VARIEDADES AMERICANAS
    • Los Ángeles y San Francisco .
    • Las dos Américas
    • Grandezas y miserias de los trenes americanos
    • La American girl



    • EL PISTOLERISMO

      • Los intrusos del arte
      • Los racketeers
      • Los rackets
      • El racketeering.
      • Hands up

      LA SERIE

      • Trajes en serie
      • Humor en serie
      • Literatura en serie
      • Crímenes en serie
      • Narices en serie


      LA MECANIZACIÓN

      • La cadena
      • EI Childs
      • Hombres-máquinas y máquinas-hombres
      • La risa mecánica.
      • El hecho mecánico
    Hyeronimus y Xaxi dieron el Víctor.

  2. #2
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    Re: Julio Camba y la "civilización" americana

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    El pistolerismo, por Julio Camba

    Nota: Reproducimos aquí estos artículos de Julio Camba, publicados en el periódico ABC entre enero y febrero de 1931, ya que sólo estaban disponibles en línea en formato PDF.


    Los intrusos del arte

    ¿De dónde salen estos criminales que todos los días asaltan aquí los bancos o los hoteles, los teatros o las tiendas de comestibles? ¿A qué corporación pertenecen? ¿Qué banco los garantiza? ¿Cuál es su órgano en la prensa?

    Hasta ahora, cuando un vecino de Nueva York quería establecer una lechería o una papelería, una casa de comidas o una tienda de flores, elegía por sí mismo el Sindicato de criminales que le merecía más crédito y se ponía de este modo a salvo de posibles sorpresas. El Sindicato pasaba a robarle todas las semanas la cantidad convenida, y esta operación se realizaba con tanta normalidad y tan poca violencia como el cobro de la luz o el del alquiler. A veces aparecía por la tienda un ladrón desconocido, quien, tirando de pistolón, conminaba al tendero para que le abriese la caja de caudales, y el tendero, ante aquella amenaza, procedía de igual manera que hubiese procedido ante la oferta de un producto comercial innecesario.

    —Lo siento mucho —decía—, pero yo me entiendo con la firma Tal. Aquí tengo, precisamente, el último recibo…

    Y si el ladrón desconocido creía que aquella tienda estaba dentro de su zona y que su Sindicato era el único Sindicato con derecho a robarla, allá los dos Sindicatos que resolviesen el asunto por las malas o por las buenas, pero el tendero no sufría jamás violencia alguna. Los gangs o Sindicatos de pistoleros son una de las organizaciones comerciales más serias que hay en Nueva York, y el abonarse a uno de ellos ofrecía hasta ahora ventajas innumerables.

    Todos los bienes de este mundo son, sin embargo, transitorios, y aquella edad feliz no parece que puede prolongarse mucho. La crisis económica ha echado aquí a la calle a infinidad de gentes que, no. resignándose a pasar hambre ni frío, asaltan los hoteles, los teatros y los restaurantes o le exigen al transeúnte, de un modo perentorio, todo el dinero que lleve encima

    —¿Y la Policía ? —preguntarán ustedes—. ¿No es buena, acaso, la Policía de Nueva York?

    La Policía de Nueva York, amigo lector, es buena como el pan; pero hasta, ahora, cuando alguien quería defenderse aquí contra tal o cual empresas de bandidos, se entendía con tal o cual otra, y los bandidos actuales no tienen empresa. Son bandidos sueltos, anónimos, sin un representante general con quien haya posibilidad de entenderse. Son forajidos que no se anuncian, y no ya la Policía, que tiene otras cosas que hacer, pero ni aun los gangs más poderosos encuentran manera de reducirlos.

    Un día, naturalmente, estos hombres se organizarán, y, cuando se organicen, todo irá como una seda, pero, mientras tanto, la vida tiene cada vez más emoción en Nueva York. Si usted mete su dinero en un banco, el banco quiebra, de seguro, al día siguiente, y, si lleva usted el dinero consigo, se lo quita a usted a la vuelta de la esquina un señor que no tiene siquiera categoría profesional para quitárselo, un intruso del arte, un granuja, en fin, que quiere echárselas de ladrón.

    Nueva York, enero, 1931


    Los «racketeers»

    Cuando un gang o grupo de pistoleros llegaba a un barrio cualquiera de Nueva York o de Chicago —hoy todas las grandes ciudades están ya en poder de los gangs— lo primero que hacía era volar a la dinamita dos o tres tiendas, asaltar un Banco, asesinar a media docena de notables y secuestrar algún niño, cuanto más rubio mejor. ¡Qué se le iba a hacer! El gang no podía anunciarse por medio de un pregonero, como los cómicos de la legua, y tenía que adoptar otros sistemas de propaganda. Pasaba un par de días. Los periódicos habían publicado ya en veinte actitudes distintas el retrato del niño secuestrado —tan rubio, tan guapo, tan inocente— y las fotografías de los notables con las cabezas acribilladas a balazos. Y una tarde, cuando el frutero de la esquina contemplaba compungido en el New York American el despilfarro de tanta y tan preciosa masa encefálica, la puerta se abría repentinamente y daba paso a dos hombres de catadura siniestra.

    Advirtamos, antes de proseguir, que esta suerte de catadura no es más privativa de los gangsters que de los senadores. Al contrario. El gangster es, por lo general, un chico alegre y desenvuelto que, si tiene quizá el disparo un poco brusco, tiene también la risa pronta y el dólar fácil. Ninguna corbata de la Quinta Avenida le parece cara, a condición de que sea vistosa, conspicua y ostensible. Baila como nadie los bailes más modernos, maneja a maravilla los últimos timos del Broadway y todo el dinero que les saca por el terror a peluqueros y limpiabotas se lo devuelve luego espontáneamente, adquiriendo pastas, cremas, pomadas y brillantinas. No. No hay nada de patibulario en la apariencia del gangster. En cambio, los senadores se pasan la vida, en un esfuerzo constante para impresionar al público con su energía y con su inteligencia, y el resultado suele ser una expresión de ferocidad verdaderamente espantosa.

    No quiero decir con esto que los dos ciudadanos cuya irrupción en la frutería acabo de suponer fuesen dos senadores alquilados por el gang para producir en el pequeño comercio una sensación de terror. No. Eran simplemente dos gangsters de mala pinta, porque también hay gangsters de mala pinta, dos pistoleros cuya misión consistía más bien en asustar que en ejecutar.

    —Con que leyendo la prensa, ¿eh? —le decía uno de ellos al frutero—. ¿Y qué? Muchos crímenes, ¿no es verdad? Realmente esto se está poniendo tremendo.
    —Sí —añadía el otro recién llegado—. Ayer le han destrozado la tienda al carnicero de enfrente y mañana, a lo mejor, pues le destrozan a este señor la frutería.
    —Hombre, eso no —reponía el primero—. Este señor parece un hombre razonable y no se va a exponer así como así a que lo arruinen.
    —O a que lo maten —insinuaba el segundo.
    —Después de todo, una buena protección no es tan difícil de conseguir.
    —¡Qué va a ser difícil! Nosotros mismos, si él quisiera, quizá pudiéramos arreglarle el asunto.
    —Y ¿cuánto crees tú, vamos a ver, que podría costarle la protección a este señor? ¿Cincuenta dólares a la semana ?
    —Ni eso, siquiera. Este señor es un comerciante modesto y nuestros amigos no abusarían de él. Yo creo que por ciento cincuenta dólares mensuales lo asegurarían contra todo riesgo.

    A todo esto el frutero iba cambiando sucesivamente de expresión. Primero sonreía, luego palidecía, y después, para disimular un poco, se ponía a ofrecer las últimas creaciones del profesor Burbank —naranjas sin pepitas, melocotones sin hueso, ajos sin olor, etc.—, pero todo era inútil.

    —Con que ajos sin olor ¿verdad?— le de- cía uno de los visitantes enseñando una dentadura como una ratonera—. ¿Nos ha mirado usted bien? ¿Cree usted, en serio, que a hombres como nosotros les molesta el olor de los ajos?
    —Nosotros —añadía el otro visitante— nos comemos los melocotones con hueso y todo.

    Y al decir esto sacaba del bolsillo un pistolón enorme y se ponía a hacer con él los más bonitos, limpios y elegantes juegos de prestidigitación.

    Total, que el frutero se rendía y que aceptaba la protección de aquellos hombres, protección realmente eficaz porque ¿quién puede protegerle a uno contra los ataques de una persona determinada mejor que ésta misma y determinada persona? Las naranjas sin pepitas, naturalmente, se ponían por las nubes al otro día, así como los ajos sin olor y los melocotones sin hueso. Y de este modo es como ha empezado a organizarse aquí el racketeering, palabra nueva que, en su acepción más generalizada, significa el acto de cobrar el barato, pero que puede significar el chantaje, la estafa, el negocio sucio, el crimen organizado, etc., etcétera.

    Poco a poco todo un barrio de medio millón, de un millón o de dos millones de habitantes iba cayendo en poder del gang y, cuando éste contaba con quince o veinte mil afiliados en un ramo cualquiera del comercio, montaba una industria para proveerlos o bien se los ofrecía, mediante el correspondiente tanto por ciento, a una gran firma de venta al por mayor. La corporación que se negaba a pactar con los gangsters era una corporación que se venía abajo más pronto o más tarde. La que se entendía con ellos se veía libre de competencia y podía imponer precios a su gusto.

    Hoy puede decirse que en las grandes ciudades americanas todo el mundo colabora con los gangsters, hasta el extranjero suelto como yo que, al pagar cincuenta centavos en vez de cuarenta por un par de huevos en el restaurante, contribuye también a sostenerlos. Según el World, los gangsters controlan en solo Nueva York doscientas cincuenta industrias y obtienen al año un beneficio neto de cien millones de dólares. A veces dos bandas rivales se lían a tiros de ametralladora, pero ninguna de ellas ataca ya al pobre tendero, porque el interés del tendero es común con el suyo. Y aunque estas luchas de unos bandos con otros no se realizan en el misterio de la noche ni en la soledad de los descampados, a la hora de testimoniar resulta que no las ha presenciado nadie. ¿Para qué?

    —Pero, ¿qué hacen los políticos y las autoridades ante un estado de cosas semejante? —preguntará el lector.

    Los políticos y las autoridades, querido lector, tienen mucho menos poder sobre los gangs del que los gangs tienen sobre ellos. Si los gangs pueden hacerle vender a una corporación, pongamos por caso, doscientos mil litros de leche al día, es indudable que con mucha más facilidad podrán darle o quitarle a un candidato veinte o treinta mil votos. Los gangs son, sencillamente, todopoderosos, y si usted, amigo lector, quiere algún día gestionar aquí cualquier asunto, déjese de prejuicios y procúrese una buena recomendación para un gangster de categoría, el cual, además, le paseará a usted en un automóvil magnífico y le presentará a las chicas más bonitas del Broadway.

    Nueva York, enero, 1931


    Los «rackets»

    En la Columbia University se dan unos cursos de energía práctica para que los agentes comerciales puedan forzar en su público la venta de sus mercancías, y ¿qué son estos cursos sino cursos de terrorismo? ¿Qué son los high pressure sellers, o vendedores a alta presión, más que unos gangsters de formación escolar? Cuanto más estudio el fenómeno del racketeering más me convenzo de que los racketeers no han inventado nada: ni el soborno, ni la captación de mercados a golpes de ametralladoras (véase Centroamérica), ni la publicidad mortífera, ni el escándalo, ni el aniquilamiento personal como medio de lucha económica, ni la moral de la “eficiencia”, ni nada, en fin. Todo se lo encontraron ya perfectamente preparado, y ellos no han hecho más que llevarlo a sus límites naturales.

    El racketeering es una organización como todas las otras organizaciones. Una organización con su departamento de crédito, su departamento de publicidad, su departamento de terror, su departamento de soborno, sus sucursales, sus proveedores y sus clientes. La mercancía no importa gran cosa. Una vez en poder de una organización semejante, lo mismo puede usted vender plumas estilográficas que lociones para el pelo, cigarrillos que artículos de Bernard Shaw, bailes de la Argentina que aparatos de radio, y whisky que conferencias de Madanriaga. El público compra no porque necesite comprar, sino porque está dentro de la organización en concepto de comprador. Se dice, por ejemplo, que aquí no hay obrero sin un coche Ford; pero esto es un triunfo de Ford y no un triunfo del obrero americano. En España es muy difícil tener un automóvil. Aquí es mucho más difícil no tener un automóvil. En España no hay medio de ganar quince duros diarios. Aquí no hay medio de no ganarlos, porque, si no se ganan, no se puede sostener la industria nacional, y, aunque usted se conforman con siete y prescindiría de la radio, que le resulta molesta, tiene usted que ganar los quince, y pasarse las noches oyendo arias y romanzas. Lo ocurrido en Detroit quizá baste a dar una idea de este complicado mecanismo comercial.

    En Detroit, a raíz de la crisis económica, muchas personas quisieron reducir sus gastos prescindiendo de la radio y del baño privado, pero no pudieron conseguirlo porque no había en toda la ciudad habitaciones tan modestas. Y claro está que, aunque se oiga frecuentemente hablar mal de la radio, nadie se atreve a hablar mal del baño; pero, dejando a un lado las excelencias de la higiene, ¿qué es, en el fondo, la imposición colectiva de este standard of living más que un enorme y monstruoso racket?

    Todo lo cual explica en cierto modo la formación del racketeering, fenómeno del que no se conocen en Europa más que los muertos a mano airada, y que no es lo mismo, aunque así lo parezca desde lejos, que el Gran Cañón del Colorado, las cataratas del Niágara, los bosques petrificados del Arizona,. los rascacielos de Nueva York, las inundaciones del Mississipí, etc., etc.; pero hay otra cosa todavía. Hay el hecho que ya demostraremos de que el racketeering viene a llenar una necesidad social y de que, si mañana desapareciera de pronto, yo no sé como podría nadie arreglárselas sin él.

    Nueva York, enero, 1931


    El «racketeering»

    Cuando se votó la prohibición, todo el mundo contaba aquí implícitamente con los racketeers, es decir, todo el mundo confiaba en que alguien haría luego en la ley un agujerito por el que él y los suyos pudieran proveerse de whisky. En realidad, nadie votó la prohibición para sí mismo, lo cual es lógico, después de todo, ya que, cuando uno quiere renunciar a una cosa, no necesita que le hagan al efecto una ley en Washington; pero este hecho, lógico en cada caso individual, se convirtió colectivamente en este hecho absurdo: que todos votaron la prohibición para los “otros” y que, como el concepto de “otros” es inconcebible en relación al concepto de “todos”, la prohibición no se votó realmente para nadie. En rigor, yo creo que América se hubiese conformado con prohibirles el alcohol a los trabajadores, y tal vez con prohibírselo únicamente a los negros, pero da la casualidad de que este país, en el que los hombres tienen entre sí unas pigmentaciones tan variadas y unos ángulos faciales tan diferentes, es precisamente aquel donde la Ley afirma con mayor obstinación la igualdad absoluta de todos ellos. No se podía, por lo tanto, hacer una ley especial para los negros, y se hizo un ley general, suponiendo que los negros, con menos influencia y con menos recursos que los blancos, serían los que encontrarían mayores dificultades para evadirla.

    Es decir, que no se trataba, como ustedes ven, de suprimir la fabricación ni la importación de alcohol, sino tan sólo de poner ambas cosas fuera de la ley, y, automáticamente, la industria quizá más poderosa de los Estados Unidos pasó a poder de los criminales. Por superfluo que ello parezca, yo me veo obligado a afirmar aquí que los criminales no son de utilidad pública en ningún país, para hacer resaltar la anormalidad de los Estados Unidos, donde responden a una verdadera necesidad social y satisfacen una de las demandas más imperiosas del mercado. Desde luego, hay que desechar la creencia europea de que el alcohol circula aquí por conductos subterráneos y que un speakeasy es un lugar tan clandestino, tenebroso y siniestro como un fumadero de opio. Nada más lejos de la realidad. Hay speakeasies de todas clases: unos, pobres, sórdidos y mezquinos; otros, alegres, confortables y llenos de luz; unos, caros, y otros, no tan caros; unos, aburridos, y otros, más aburridos todavía. Hay, como si dijéramos, tascas, tabernas, bares, cabarets y Clubs, toda la gama, en fin, pero no hay emoción. El alcohol se fabrica, se importa y se expende ya aquí de una manera perfectamente regular, aunque a espaldas de la Ley, y constituye una industria que da trabajo a un millón de personas, y que, según admisión del Prohibition Bureau, de Washington, maneja al año un capital de dos mil millones de dólares.

    La ley de prohibición marca la edad de oro del racketeering, el cual gana cantidades fabulosas surtiendo al público de aquello que el público se prohibe legalmente y solicita clandestinamente; pero, ¿por qué ha de prohibirse aquí nadie cosas de las que no puede prescindir? Verán ustedes. En América hay un fantasma que todas las noches, a la hora de las brujas, despierta a los borrachos con gran ruido de grillos y cadenas. Es el fantasma de la conciencia puritana, ante el que nadie quiere reconocer sus vicios, y, si América tuviese una conciencia puritana, y esta conciencia puritana le impidiese beber, América no bebería, con prohibición o sin ella, de igual modo que si no tuviese una conciencia puritana, bebería abiertamente, evitando así qué la industria del alcohol fuese un vivero de criminales. Pero América no tiene una conciencia puritana ni deja tampoco de tenerla. La conciencia puritana, muy vieja, débil y achacosa ya, murió durante la guerra europea; pero su fantasma anda todavía por ahí, y este fantasma, al que se le han sacrificado ya el alcohol, el juego y el celibato, y al que se le sacrificará quizá mañana el tabaco o la música, este “fantasma vano” sin realidad material ni moral, es el que tiene la culpa de todo.

    Nueva York, enero, 1931


    «Hands up»

    Días atrás un gitano se encontraba con algunos amigos, españoles todos ellos, en una casa de comidas, cuando entraron los hombres de los pistolones pronunciando la frase sacramental:

    —¡Hands up! (¡Arriba las manos!)

    El gitano obedeció, igual que todo el mundo, levantando sus manos por encima de la cabeza. Y, al cabo de un rato, como los atracadores, que parecían primerizos, no procediesen con la rapidez debida, nuestro hombre irguió el busto, hizo un quiebro de cintura, y, dirigiéndose a sus amigos, exclamó:

    —¿Pero e que vámo ja bailá? (¿Pero es que vamos a bailar?)

    Yo haría con estas palabras un letrero luminoso —nada de esculpirlas en mármoles ni grabarlas en bronces, procedimientos anunciadores demasiado anticuados— para ejemplo de los vecinos de Nueva York. Tengo para mí que lo que falta aquí es pura y. simplemente, algo de gitanería. Los americanos, excepción hecha de los negros, no tienen el menor sentido del ritmo ni de la plástica, y no ven lo ridículo que resulta adoptar actitudes coreográficas ante dos o tres ciudadanos de aspecto patibulario, que pretenden llevarse por el terror el dinero de los otros. No es falta de valor. Todo se les podrá achacar a los americanos menos eso. Es falta de armonía, es falta de gracia corporal, y, como consecuencia de todo ello, es falta de un cierto sentido del humor. El humor británico, suponiendo que los judíos, y los persas, y los esclavos, y los chinos de Nueva York lo posean, podrá ver lo grotesco de ciertas actitudes mentales o espirituales, pero difícilmente tendrá la misma lucidez respecto a actitudes corporales equivalentes.

    Cuando un hombre tira de pistolón en cualquier sitio de Nueva York que sea, ya puede haber allí cincuenta personas o quinientas: todas levantarán las manos, con tal rapidez y unanimidad, como si ello no fuera un acto reflexivo, sino un reflejo condicionado. A nadie se le ocurre que el levantar las manos no constituye un procedimiento de defensa contra el pistolero, sino todo lo contrario, ni que, si el público de los hold ups se negase de una manera sistemática a levantarlas, los pistoleros harían algunas víctimas al principio, pero pronto tendrían que abandonar el negocio. Yo sospecho que es el cine quien tiene en esto el mayor tanto de culpa. Los primeros neoyorquinos que se encontraron ante un pistolero, recordando las películas del Far West que habían visto, levantaron las manos, y desde entonces todos siguen levantándolas, como si la cosa hubiese quedado convenida para siempre. Es un automatismo análogo, al de quitarse el sombrero en el ascensor cuando entra alguna señora, porque, en fin, yo no veo la galantería de descubrirse ante las señoras en los ascensores para cubrirse, en su propia presencia, tan pronto como se llega a los pisos.

    —¿Pero es que vamos a bailar? —decía el gitano.

    Y uno de los amigos que había con él le respondió:

    —Como bailarás de veras será en cuanto se te ocurra bajar las manos.

    Nueva York, febrero, 1931

    Fuente: CANASTA BÁSICA

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