La crueldad cervantina
Juan Manuel de Prada
Cuentan que, en cierta ocasión, conversaban Richard Wagner y el conde de Gobineau en torno a Cervantes. Gobineau acusó a Cervantes de haber cometido en el Quijote una «acción vituperable» que nunca le podría perdonar. Wagner, asombrado, le preguntó cuál era tal acción, a lo que Gobineau respondió: «Don Quijote fue un ser excepcional. Por tanto, es una bajeza haber hecho reír al vulgo a expensas de sus penalidades». Sirva esta anécdota como botón de muestra del sentimiento moderno que suele inspirar don Quijote, mezcla de piedad fofa hacia sus quebrantos y reticencia hacia su autor, del que se presume que hubo de ser un monstruo de crueldad, o siquiera un hombre de gusto plebeyo que descargó sobre su personaje un pedrisco de coscorrones por hacer reír a sus lectores. Quizá el más agrio e ilustre portavoz de esta censura sea un escritor tan emblemático de la modernidad como Nabokov, que al igual que el racista Gobineau consideraba el Quijote un libro bárbaro, una auténtica «enciclopedia de la crueldad» que delata el alma grosera de su autor. De una opinión parecida es otro escritor posterior y también muy aplaudido por el gusto contemporáneo, Martin Amis, que ha expresado su repeluzno ante las «infinitas palizas» y «humillaciones gratuitas» que Cervantes inflige a su criatura. Y cuando desde la sensibilidad moderna se ha tratado de 'justificar' esta pretendida crueldad de Cervantes se ha esgrimido -así lo hace Santayana-, por ejemplo que las burlas y vejaciones que en él se narran eran moneda de curso corriente en la época; y que tanto Cervantes como sus lectores eran personas menos delicadas y sensibles al sufrimiento físico de lo que nosotros lo somos.
Salta a la vista que es una explicación poco convincente, tan poco convincente como los intentos de presentar el Quijote como la obra de un hombre cruel que se regodea en escarnecer y vapulear a su personaje. ¿Cómo se explica, si en verdad Cervantes pretendía tan solo zaherir a un pelele, que don Quijote nos transmita tan honda vibración humana? ¿Cómo es posible que, cada vez que el héroe cervantino acomete sus aventuras desquiciadas o concibe sus quiméricas temeridades, nos identifiquemos plenamente con él, haciéndonos partícipes solidarios de su sufrimiento? La explicación es bien sencilla; y, sin embargo, hombres tan perspicaces como Nabokov o Gobineau no lograron ni siquiera atisbarla, por la sencilla razón de que repudiaban la más íntima naturaleza de don Quijote, que a la vez explica la razón de sus infortunios.
Esta íntima naturaleza no pasa inadvertida, en cambio, a Unamuno, que no vacila en comparar a don Quijote... ¡con Jesucristo! El símil, a simple vista, puede parecer tremebundo y misticoide, muy en la línea de otros pronunciamientos arbitrarios de aquel escritor genial; pero si nos detenemos a considerarlo descubriremos que Jesucristo fue el hazmerreír de sus contemporáneos, que lo consideraban un chiflado al que la lectura de los profetas había sugestionado hasta el extremo de creerse el Mesías. Lo mismo, poco más o menos, le ocurre a don Quijote, que tras empacharse de libros de caballerías se cree caballero andante. Pero ¿acaso no lo era, y aun de los más esforzados? Por sostener sin desmayo que era caballero andante, don Quijote sufre los escarnios de sus contemporáneos; podría haber ocultado esta condición (como Jesucristo podría haber evitado proclamarse 'Rey de los judíos' ante el Sanedrín y ante Poncio Pilato) y así librarse de muchas palizas, pero siempre la declara paladinamente, sin temor a las consecuencias. Es verdad que a veces, como los sayones que acaban de vapulear a Jesucristo se burlan de su desvalimiento, los lectores del Quijote nos reímos de sus desventuras. Pero que las desventuras de don Quijote nos causen hilaridad no quiere decir que Cervantes sea cruel con su personaje, ni que su humor sea burdo o brutal, sino que nos está ofreciendo una alegoría cristiana en clave tragicómica que nuestra época ya no es capaz de entender.
Naturalmente, cuando digo que el Quijote es una alegoría no quiero decir que sus episodios y personajes deban ser interpretados al modo de acertijos, sino que de un modo originalísimo está presentando plásticamente algunas de las paradojas más desconcertantes -¡más abominables para el hombre moderno!- del cristianismo: el enaltecimiento a través del anonadamiento y la humillación, la redención a través del dolor y el ridículo, la persecución incansable de un ideal que para el común de los hombres resulta un absurdo. El hombre moderno ya no es capaz de entender estas paradojas; y por eso le parece una crueldad hacer reír al vulgo a expensas de ese hidalgo convertido en un fantoche magullado, exactamente igual que aquel Galileo coronado de espinas hacía reír a la multitud congregada ante el pretorio que pedía su crucifixión.
La crueldad cervantina
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