«Cuando la muerte se enamora» por Juan Manuel de Prada para el ABC.
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Nuestra escritora de hoy, Elvira Augusta Lewi, es una de las más enigmáticas de la historia de las letras catalanas, hasta el punto de que se le pierde la pista durante la Guerra Civil y no se conocen ni el año ni las circunstancias de su muerte.
Quizá no exista, entre todas las escritoras catalanas que florecieron durante la Segunda República, una figura tan enigmática y huidiza como la de Elvira Augusta Lewi (1909-¿?), nacida en Barcelona, en el seno de una familia de judíos alemanes, cuyo rastro se pierde durante los años de la Guerra Civil, para no volver a recuperarse nunca. Por el frontispicio de «Els habitants del pis 200», su único libro de cuentos, sabemos que Lewi recibió «una singular educación, mezcla de extranjera y de catalana». Estudió en el Colegio Alemán, «donde la disciplina de estilo militar sublevaba su sensibilidad y su carácter, enormemente medroso y tímido». Y su padre, que fallecería cuando ella aún era niña, se preocuparía de guiar sus lecturas y sus gustos musicales, así como de que recibiera una esmerada formación artística, inscribiéndola en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, popularmente conocida como la Llotja. A los dieciséis años ya había escrito una novela que permanecería inédita y antes de cumplir los veinte publicaba su primer relato en «D’Ací i d’Allà», la revista dirigida por Carles Soldevilla que aspiraba a ser una especie de «Vanity Fair» a la catalana.
En «D’Ací i d’Allà» seguiría colaborando regularmente Lewi en los años siguientes, al igual que en otras publicaciones como la lujosa «Revista Ford» (donde llegaría a publicar tres cuentos en castellano), el semanario «Mirador» (donde saludará la aparición de autores como Xavier Benguerel o Maria Teresa Vernet) o los diarios «La Nau» (donde hacía crítica de arte) o «La Rambla». Su colaboración más asidua sería, sin embargo, para «La Dona Catalana», una «revista de modas y del hogar» fundada por el padre de Anna Murià, que estiraría su actividad hasta finales de 1938, coincidiendo con el inicio de la ofensiva de las tropas nacionales en territorio catalán. En «La Dona Catalana» publicaría Lewi, por cierto, su último artículo, en abril de ese año, titulado un tanto intempestivamente «Faldilles curtes per la primavera».
No pensemos, sin embargo, que las aportaciones periodísticas de Elvira Augusta Lewi eran siempre sobre asuntos frívolos o indumentarios: si algo probó la autora en aquellos años fue la versatilidad de su pluma, capaz por igual de señalar las primeras floraciones de antisemitismo en la Alemania nazi como de abordar las más hondas cuestiones literarias y estéticas. En la «Revista de Catalunya» fundada por Rovira i Virgili publicará en julio de 1931 un resonante ensayo titulado «Novel·lística i vida interior» en el que afirma sin ambages que en Cataluña «no existe el novelista de vida interior» y tacha a los autores consagrados de mediocres y superficiales, acusándolos de glosar «pasiones tan vulgares como exentas de interés» y censurando su obsesión por el sensualismo y su incapacidad para captar «temperamentos complejos». A los jóvenes talentos, por su parte, los acusa de moverse entre el esnobismo extranjerizante y un folclorismo anacrónico. Y en medio de este panorama desolador sólo salva la reciente «Fanny», novela de Carles Soldevilla.
Resulta paradójico que, siendo Elvira Augusta Lewi una autora de tendencia más bien conservadora (aunque, desde luego, muy atenta a las nuevas tendencias), gran parte de su obra periodística la desarrollase en publicaciones próximas a Esquerra Republicana, tal vez porque era el ámbito donde podía escribir más fácilmente en catalán, que era su lengua literaria. Experta en decoración e interiorismo, traductora de Rilke y Hölderlin, Lewi dará multitud de conferencias durante estos años e impartirá cursos en el Lyceum Club de Barcelona.
En 1935 publicará «Un poeta i dues dones» en la prestigiosa «Biblioteca A tot vent» de Ediciones Proa, que a la sazón dirige Puig i Ferreter. Novela sobre la generosidad y el egoísmo con aromas de Stefan Zweig y Arthur Schnitzler, «Un poeta i dues dones» nos narra la aventura espiritual de Andreas, un poeta locamente enamorado de una actriz, Ida, por la que sacrificará el amor a su familia, causando incluso la muerte por disgusto de su madre, para después tiranizar también a su amante, que finalmente lo abandona, dejándolo con una criatura que tendrán que cuidar sus tías, a las que Andreas antes ha desdeñado. Lewi evita el melodramatismo mediante una escritura salpicada de imágenes expresionistas, más preocupada de la introspección psicológica –en la que se rastrean los procedimientos proustiano– que de la amenidad y agitación de la trama.
introspección psicológica –en la que se rastrean los procedimientos proustiano– que de la amenidad y agitación de la trama.
En la misma línea de exploración vanguardista habría que situar «Els habitants del pis 200» (1936), una colección de seis relatos (cuatro de ellos ya publicados en la revista «D’Ací i D’Allà») de tono alegórico, muy en la línea «deshumanizada» que había preconizado Ortega. Entre todos ellos destacan «L’extraordinari Pau», en el que el terror al fracaso acaba empujando a un escultor al conyugicidio, y «L’home de cristall», que puede leerse como una alegoría de intención feminista, en el que un hombre nacido de una montaña de cristal conversa con tres figuras femeninas que desnudan sus debilidades y despotismos. Aunque, sin duda, el mejor relato del volumen es «Quan la mort s’enamora», una fantasmagoría con perfumes de Poe y Hoffmann en la que una joven médica, abrumada por el tedio, monologa sobre sus ansias de una vida más elevada y artística con una brumosa figura masculina que se ofrece a colmar sus aspiraciones; sólo al final descubrimos que tal figura es la Muerte.
No sabemos si la muerte se enamoró también de Elvira Augusta Lewi en los años en que le perdemos la pista. Lo más probable es que cruzase los Pirineos, ante la proximidad de las tropas franquistas, aunque en su obra no descubrimos ninguna adscripción política comprometedora. Si escapó a Francia, no creemos que su existencia fuese fácil en aquella Europa recorrida por el fantasma del antisemitismo. Dondequiera y cuandoquiera que acabasen sus días, deseamos a la medrosa y tímida Elvira Augusta Lewi que su muerte fuese leve, lejos de la pólvora y los delirios racistas de la época.
Cuando la muerte se enamora
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