«Un Cervantes de fantasía» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 23/IV/2016.
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Pasa el año cervantino con más pena que gloria, como antes ocurrió con el teresiano, pues esta España convertida en gusanera de pasiones torpes no puede reconocerse ya en aquellas figuras egregias. Al pobre Cervantes tratan de convertirlo en un personaje irreconocible; y no debe extrañarnos, pues allá donde la honradez y la caballerosidad vuelven a ser locura, donde sólo medran los listillos y los aprovechateguis, es natural que ya casi nadie pueda reconocer al verdadero Cervantes, cuyo fracaso sería hoy al menos igual de estrepitoso que el que amargó su tránsito por este valle de lágrimas. Y se entiende, además, el interés en crear un Cervantes de fantasía, a veces judaizante y a veces filoprotestante, a veces criptogay y a veces truhán, pues quienes impulsan estas mistificaciones saben bien –como Menéndez Pelayo—que la heterodoxia en España sólo ha deparado bagatelas y mierdecillas pinchadas en un palo. E inventándose un Cervankenstein que sea la síntesis de todas las heterodoxias tratan de enturbiar esta verdad incontrovertible y dolorosa (para ellos).
En este afán por falsificar a Cervantes, al que hoy se suma cualquier ganapán, ya colaboraron en su día gentes tan ilustres como Ortega o Américo Castro, que atribuyeron a Cervantes una intención socarrona o hipócrita, suponiendo (en un juicio de conciencia arbitrario) que había trufado su obra inmortal de proposiciones católicas tan sólo por miedo a la Inquisición. Pero lo cierto es que, allá por donde abrimos el Quijote, no encontramos –como diría Sansón Carrasco—“ni un pensamiento menos que católico”; y muchos de tales pensamientos abordan, además, algunas de las cuestiones teológicas más delicadas del momento, desde el libre albedrío hasta la justificación por las obras, pasando por los requisitos que hacen válido un matrimonio. Paul Descouzis dedicó en su día un minucioso estudio en el que analizaba el Quijote a la luz de los decretos de Trento; y el resultado era espectacular, pues parecía que Cervantes hubiese estado escuchando las sesiones de aquel concilio (que, por lo demás, fue una empresa fundamentalmente española, luego ensuciada por los chafarrinones de la leyenda negra).
Ciertamente, hay en el Quijote multitud de pasajes en los que Cervantes lanza sin demasiado recato los dardos de su ironía contra los clérigos zampones y mamarrachos; y también contra los católicos profesionales que esconden tras una fachada de devociones santurronas un muladar de fariseísmo. Tiene el cuajo de disfrazar al cura de la aldea de don Quijote de princesa Micomicona; y de un ermitaño falsario nos hace saber que vive en la ermita acompañado de una “sotaermitaño”. Al repugnante eclesiástico que vive en el palacio de los Duques, un resentido que quiere “que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos”, lo pone a caldo. Y retrata la perfidia del fariseo en aquella frase de la duquesa que reprocha al buen Sancho que no se fustigue con mayor contundencia: “Advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada”. Pero clérigos malvados los ha habido siempre (sospecho que hoy más que entonces); y también seglares meapilas que han hecho de la falsedad relamida una profesión que les permite chupar del bote durante toda su vida. Atreviéndose a señalarlos y a satirizarlos Cervantes no actuaba como un hipócrita, como pretendieron delirantemente Ortega o Américo Castro, sino que nos enseñó a distinguir a los hipócritas. Que hoy, sin embargo, como ya nadie lee el Quijote, siguen campando por sus fueros, como ocurre con los majaderos; y, así que los dejan sueltos, se inventan un Cervantes de fantasía.
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