(II)
JOVELLANOS
Jovellanos contestó a la Epístolade Moratin con otra suya, también en verso libre, dentro del tono sentencioso, de las Sátiras a Arnesto y de las meditaciones sobre las ruinas del Paular o de su prisión de Mallorca.
Si no llegaba Jovellanos a filósofo puro; si no entraba en la región de los grandes poetas, su elocuencia se inspiraba en el género propio de los reformadores y moralistas: la sátira, la flagelación de las costumbres; la reacción de un temperamento elevado contra la decadencia de su tiempo, y que nadie acertó a sentir mejor, en prosa y en verso, como escritor y patriota.
Sus cuadros satíricos han pasado a la posteridad al modo de los Caprichos de Goya, y nadie que mire tal época puede dejar de tenerlos presentes.
No era Jovellanos un espíritu cerrado a la novedad y a la reforma. Nadie como él quiso reformar los cimientos de la transformación de España, en lo político, en lo pedagógico, en a la economía y el derecho.
Pero la bacanal de sangre en que vino a convertirse la Revolución francesa, con su repetición de viejas intolerancias y fanatismos en los principios nuevos, no tardaron en sublevarle con tanta fuerza como los del régimen antiguo.
Y así Jovellanos, el dramaturgo de El delincuente honrado, el admirador de Montesquieu, el fundador del Instituto gijonés y oráculo de las Sociedades Económicas, no vaciló, desde el primer momento, en expresar el horror y repulsión que los estragos de París le producían. Así respondía a los tímidos acentos de Moratin:
¡Oh venturoso! Oh una y mil veces
feliz Inarco, a quien la suerte un dia
dio que los anchos términos de Europa
lograses visitar! ¡Feliz quien supo
por tan distintos pueblos y regiones
libre vagar, sus leyes y costumbres
con firme y fiel balanza comparando;
que viste al fin la vacilante cuna
de la francesa libertad, mecida por
el terror...
Cuánto, cuánto
cambió de Bruto y de Richelieu la patria!
Oh qué mudanza! Oh qué lección! Bien dices,
la experiencia te instruye. Sí; del hombre
he aquí el más digno y provechoso estudio:
ya ornada ver la gran naturaleza
por los esfuerzos de la industria humana
varia, fecunda, gloriosa y llena
de amor, de unión, de movimiento y vida;
o ya violadas sus eternas leyes
por la loca ambición, con rabia insana,
guerra, furor, desolación y muerte:
tal es el hombre. Ya le ves al cielo
por la virtud alzado, y de él bajando,
traer el pecho de piedad henchido
y fiel y humano y oficioso darse
todo al amor y fraternal concordia.
Mas ya le ves que del Averno oscuro
sale blandiendo la enemiga antorcha
y acá y allá, frenético bramando
quema, mata, y asuela cuanto topa.
Ni amarle puedes ni odiarle; puedes
tan sólo ver con lastima su hado,
hado cruel, que a enemistad y fraude
y susto y guerra eterna le conduce!
Jovellanos mantuvo frente a la Revolución un criterio firme, tanto en prosa como en verso, en sus escritos públicos y en sus cartas privadas, dirigiérase a gentes rancias o a jovenzuelos afrancesados. Odiaba la rebelión. Consideraba un crimen sacrificar las generaciones actuales a las futuras. Creía que cada pueblo tiene marcado su límite en la marcha del progreso y que excederlo equivalía a retroceder.
Era enemigo, de las abstracciones y de los sistemas a priori, entronizados por el radicalismo jacobino, opinando que cada nación tiene su fórmula propia de desenvolvimiento histórico; y entendió el nuevo ejemplo francés, no como un modelo, sino como un escarmiento terrible en cabeza ajena.
Las voces de condenación surgieron en la poesía castellana a raíz de la muerte de Luis XVI. Hasta entonces había reinado absoluto silencio. Las alusiones que, por azar, parecen aplicables a la Revolución francesa, habían sido hasta entonces muy veladas por la generalización, sin nombres ni rasgos locales. Se había convenido en no hablar del asunto ni para bien ni para mal. Pero el fallo de la Convención y la triste jornada del 21 de enero de 1793, levantaron automáticamente todas las prohibiciones y, aunque en forma desmayada, las letras españolas se sumaron a la indignación del mundo entero.
Como es sabido, Carlos IV trató, hasta el fin, de salvar a su regio pariente, bien por medios diplomáticos, bien por secretas gestiones. No quedaba en París más representación oficial de España, después de la retirada de los embajadores, que el cónsul, caballero de Ocáriz, quien insistió a última hora, cerca de la Convención para ofrecer los oficios de nuestro país, mediando con las potencias coaligadas, a cambio de obtener la extradición de Luis XVI.
El monarca español abrió á Ocáriz un crédito ilimitado para sobornar, si fuera preciso, a los miembros de la asamblea que debían votar en el proceso; y se asegura que el ex-capuchino Chabot, llegó a sacar al bien intencionado cónsul más de un millón de francos, inaugurando de esta suerte las famosas venalidades que le llevaron más tarde á la guillotina, con la caterva de Danton y sus amigos.
Después de la ejecución del monarca vino la guerra, preparada de antemano en la sombra por una y otra potencia, no obstante la expectación en que vivieron durante el año 92. Concentráronse los ejércitos sobre la frontera, reuniéronse las escuadras, cuyos buques debían, junto a los ingleses, ocupar Tolón.
Vargas Ponce era uno de los marinos que los tripulaban; y Jovellanos escribe y le dedica con este motivo una oda, indigna de su nombradía literaria y de la solemnidad del momento...:
Dejas ¡oh Poncio! la ociosa Mantua
y de sus musas separado, corres
a dó las torre» de Cípión descuellan
sobre las ondas;
sobra las ondas, que la grande armada
mecen humildes del monarca hispano
a cuya mano, tímido Neptuno
cedió el tridente.
Tiembla a su vista, pálida, y se esconde
despavorida, la feroz Quimera
que la bandera tricolor impía
sigue proterva.
Caerá rendida, y con horrible estruendo
en el profundo báratro lanzada
será aherrojada por las negras furias
de sus cavernas.
¡Guay de ti, loca nación, que al cielo
con tan horrendo escándalo afligiste
cuando tendiste la sangrienta mano
contra el Ungido!
Firmó su santa cólera el decreto
que la venganza confió a la España
y ya su saña corre el golfo, armada
de rayo y trueno
Lidiará Poncio de la roja insignia
se diere al viento por la empresa santa,
dó la almiranta desparciere en torno
ruina y espanto...
¿Para qué seguir? Nunca se habrá visto menos apropiada al asunto la oda sáfica, ni las arcaicas interjecciones retóricas, por el estilo del ¡guay!, lejos de elevar el tono y la nobleza de la obra, la interrumpían con afectación.
FORNER
Vayamos a otro escritor y magistrado: Don Juan Pablo Forner, fiscal del crimen de la Audiencia de Sevilla.
Forner fue el enemigo más irreconciliable, no sólo de la Revolución francesa, sino de todo el espíritu galicista en general, erigiéndose en campeón de la autonomía intelectual de España y en jefe de la escuela apologética de su antigua cultura que vinieron a despertar el famoso libelo del marqués de Langle y el famoso artículo de Masson de Morvilliers en la Enciclopedia metódica.
No estaba dotado Forner de las condidiciones del verdadero poeta. Carecía de fuego y de imaginación; su vehemencia no era lírica, sino acritud y encono. Era un polemista y un dialéctico endiablado, un genio irascible, pronto a la réplica, y al combate, temible en la refutación.
Pero esto, que dañaba sus versos, haciéndolos casi siempre duros y sin armonía, llegaba a encender su prosa con elocuencia, con la indignación y el sarcasmo.
Su producción tumultuosa, resulta espejo de la antigua índole castellana: raza de improvisadores con súbitos aciertos y caídas, con relámpagos fulgurando sobre tinieblas, casi nunca correcta, sostenida y ordenada.
En sus obras y controversias pasó revista a todos los problemas de su tiempo: literatura, de historia, derecho o de menudencia gramatical , y esos rasgos principales resplandecen en la Oración apologética y en sus Exequias de la lengua castellana.
Quien de tal modo había combatido el espíritu francés, o sea la revolución en estado latente, ¿cómo no había de levantarse airado así que conoció la ejecución de Luis XVI?:
Al corte infame de la cruel cuchilla
cae la cabeza que a las leyes santas
órgano fue supremo, y veces tantas
las dio a la tierra en prepotente silla.
La de Occidente augusta maravilla
ludibrio yace de rebeldes plantas
estremece el ejemplo altas gargantas
y un tanto el ceño del poder se humilla.
Pueblo que la adoró, sin llanto ahora
yerta la mira derramando en hilos
desde mano soez sangre inocente.
Asi el que sirve al que le manda adora
contra el débil señor vibra los filos;
si este los viera, sirve reverente.
Lejos está el soneto de ser una maravilla, ni cabía esperarla de Forner. Los conceptos retorcidos, llenos de cacofonías, no corresponden a un momento tal de la historia humana.
En otro poema, Forner considera como don de la Providencia la tiranía que se ha adueñado de los franceses, tanto por lo que tiene de expiación, como por lo que aviva la conciencia de los hombres este contraste entre el orden moral perturbado aquí bajo y el orden eterno de la justicia divina.
La versificación de este otro soneto—que formaba parte de una diatriba contra Brissot y Robespierre,— excede muy poco al anterior en claridad y elegancia:
Gracias eternas a tu justa mano
dirijo humilde, Providencia santa,
cuando la tierra contra mi levanta
tiránico opresor, brazo inhumano.
Asi de tu gobierno soberano
el orden luce en diferencia tanta
que a la tiniebla que al mortal espanta,
el rayo de tu luz sigue cercano.
Mansión de vicios la malvada tierra
triunfa con ellos en región más pura
coronas tú los animos sagrados.
Haz ¡oh poder! a las virtudes guerra,
que sociedad tan bárbara e impura
no es para que los justos sean premiados.
Se advierte en tales versos una intención recóndita de imitar a Argensola. Pero el último cuarteto, sobre todo, es tan pobre que la sombra de emoción se desvanece sin dejar rastro. Tras un tenue acierto no tardan los tropiezos de la versificación defectuosa, para destruirlo todo.
Véase, otro ejemplo, el poema titulado El año 1793, cuyo primer cuarteto se remonta no poco, digno de un poeta de veras por su vuelo rápido y de agradable resonancia, pero se viene a tierra en seguida:
Cruje feroz el carro furibundo
del implacable Marte, y desquiciada
la tierra, en sangre y en sudor bañada,
puebla de horror los ámbitos del mundo.
Impia la Parca con aspecto inmundo,
no en los campos de Marte fatigada,
destroza en prado y monte, encarnizada,
greyes sin fin, con ímpetu iracundo.
Cadáveres son hoy de hombres y brutos
cosecha horrenda de la tierra, males
con que esta edad su mérito señala.
Niéganse al hombre hasta los rudos frutos;
¡Ay! según lo merecen los mortales
así el cielo, Teodoro, les regala.
Es evidente, pues, la esterilidad poética de Forner. Su talento era discursivo e ingenioso, de expositor y de controversista. Tanto en verso como en prosa no hace sino argumentar, exponer antitesis, impugnar tesis.
Cuando conoció la persecución y la caída de los girondinos y de la muerte de Brissot, a quien profesaba odio atroz, la comentó en unas cuartetas satíricas, notando el contrasentido de quienes para fundar la libertad y restaurar la ley de amor entre los hombres, cayeron en la más infame tiranía:
Una república luego
diz que fundó su ansiedad
por gozar de libertad,
de igualdad y de sosiego.
Su república bendita
para premiarle el trabajo
Se rebanó ¡zas! de un tajo
la chola, y no está contrita.
Ahora dime, Gil honrado,
¿no fue extraña habilidad
el fundar la l¡bertad
para morir degollado?
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