Desgraciadamente, el artículo de J.M. de Prada se podría aplicar también a Sevilla. Y me temo que al resto de las ciudades.
MADRID, DE CORTE A MULADAR
JUAN MANUEL DE PRADA
Madrid es hoy una ciudad campamental, pero no de campamento de guerra, sino de campamento de zíngaros
PUBLICABA el otro día Luis Ventoso un muy mordaz artículo, denunciando una ocurrencia desquiciada del Ayuntamiento de Madrid, que se propone examinar a los músicos callejeros, «a fin de certificar que alcanzan un mínimo de calidad». A Ventoso tal ocurrencia se le antojaba una prueba más de la obsesión intervencionista de los poderes públicos en la vida de la gente; aunque también podría entenderse como una manera fina (y políticamente correcta) de combatir la mendicidad, que en Madrid no deja de crecer, entre las ruinas del olimpismo frustrado. Pero en este propósito de esconder a los mendigos descubrimos en nuestras autoridades municipales aquella bellaquería de las criadas guarras, que para que sus señoritos no se percatasen de su guarrería escondían el tamo debajo de las alfombras.
Madrid, digámoslo pronto, está hecha un asco. En su celebrado discurso ante los zampones del comité olímpico, Ana Botella exhortaba a tomar una «romantic dinner» en el Madrid de los Austrias; pero el Madrid de los Austrias, como sabemos quienes lo frecuentamos, puede amargar cualquier «romantic dinner» con sus tufaradas de orines rancios, sus aceras barnizadas de mugre y salpicones de vómito, sus contenedores rebosantes de inmundicias, su iluminación rácana e incitadora para cualquier aprendiz de Jack el Destripador con ganas de hacer carrera. Poniéndonos comprensivos, podríamos aceptar que tales muestras de abandono e insalubridad son una consecuencia de la deuda mastodóntica que arrastra el Ayuntamiento, en gran medida derivada del empeño desquiciado por convertir la capital en sede de los jueguitos olímpicos. Pero hay algo más: porque en las últimas décadas, con la golosina de los jueguitos olímpicos, no han hecho sino promoverse obras públicas; y, sin embargo Madrid tiene un aspecto mustio, cochambroso, mugriento. ¿Cómo se explica que una ciudad que ha sido tan obsesivamente remozada parezca decrépita y andrajosa?
El otro día, mientras bajaba a la antigua estación de Príncipe Pío, para ver una película con las gafotas del 3D, reparé en la explanada que rodea el edificio. Tal explanada fue cubierta hace muy pocos años con losas de piedra que hoy están hechas añicos, desmigajadas como si fuesen de hojaldre, pues en realidad no son de piedra, sino de un sucedáneo de calidad ínfima en el que toda mancha deja su mapa indeleble, de tal modo que la explanada de Príncipe Pío semeja una suerte de vomitorio o atlas de la cochambre, resquebrajado por doquier, como si acamparan en ella los elefantes de Aníbal. Y no es el único lugar de la capital donde puede contemplarse este espectáculo bochornoso: muchas calles y plazas del centro han sido cubiertas con este mismo sucedáneo de piedra, que torna cualquier paseo en una muy arriesgada y asquerosa expedición en la que el paseante, por tratar de esquivar un socavón, acaba pisando los tropezones resecos de un vómito, o viceversa. Madrid es hoy una ciudad campamental, pero no de campamento de guerra, sino de campamento de zíngaros.
Yo quisiera saber quiénes fueron los tipos que decidieron cubrir las calles de Madrid con ese sucedáneo de piedra que ha dejado mi barrio convertido en un muladar. Imagino que, a cambio de contratar ese sucedáneo birrioso, esos tipos se llenaron los bolsillos con pingües comisiones; pero a estas alturas ya ni siquiera me molestaría en exigirles la devolución del latrocinio. Me conformaría con encerrarlos en un cuchitril, en compañía de todos los músicos callejeros que no pasen el examen municipal, para que los torturen con sus desafinaciones hasta que les estallen los tímpanos.
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