Los peores diablos

JUAN MANUEL DE PRADA





Tal vez los jueces hayan sacado de la cárcel a esos psicópatas para que les revienten las meninges, escuchando villancicos por Navidad
PARA entender los que ocurre en esta España nuestra, pululante de psicópatas y asesinos múltiples que se pasean por sus calles tan panchos, como protagonistas de un reality show con guión de Estrasburgo y dirección de Moncloa, basta con leer a nuestros clásicos. En su Discurso de todos los diablos, Quevedo nos enseña que los diablos peores se llaman prosperidad y paz. «Mando que todos vosotros –exhorta Lucifer a todo su séquito infernal, en el citado discurso– tengáis a la prosperidad por Diabla máxima, superior y superlativa, pues todos vosotros juntos no traéis la tercera parte de gentes al infierno que ella sola trae». Y añade a continuación: «Diablos, en todo el mundo meted paz, que con ella vienen el descuido, la lujuria, la gula y la murmuración: los vicios medran, los mentirosos se oyen, los alcahuetes se admiten, las putas y la negociación; y los méritos se caen de su estado». Así ha ocurrido en España, donde primero nos corrompieron con la prosperidad, mientras hubo lana; y donde luego, cuando la crisis nos hizo volver trasquilados, nos embaucaron con la golosina de la paz, que trajo mucha ganancia para mentirosos y alcahuetes, putas y negociantes. Y que, como toda paz diabólica que se precie, tenía que acabar con los méritos caídos de su estado; o sea, con las víctimas escarnecidas y los criminales paseándose tan panchos por las calles.
Allá en la Edad Media, los crímenes se escondían y los castigos se hacían públicos, para que sirvieran de enseñanza ejemplarizante al pueblo. Al revés, en esta España nuestra, se hace ostentación morbosa del crimen, para degradación del pueblo, y se oculta el castigo, para no ofender la dignidad del criminal; y si se atraviesa por una época especialmente pacifista como la nuestra, se abrevia cuanto se puede el castigo. Ahora, para justificar el enjuague pacifista que ha puesto en la calle a una legión de psicópatas y asesinos múltiples, nos dicen que las sentencias de Estrasburgo son de obligado cumplimiento, del mismo modo que hace unos años nos decían que eran tan sólo de «naturaleza declarativa» y que «carecían de efecto ejecutivo en el derecho español». ¿Y cómo es posible que valga una cosa y la contraria, según la conveniencia del momento? De nuevo, Quevedo nos lo explica: «Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo ansí, hasta que la Verdad, de puro necesitada, asentó con un mudo. La Justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y viendo que no hacían caso della y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al cielo». Y eso es lo que ocurre hoy en España, donde se usurpa el nombre de la justicia para honrar los legalismos más hueros y cambiantes: ayer la doctrina Parot, hoy la sentencia de Estrasburgo, mañana cualquier otra marrullería judicial que convenga a nuestros diablos, en sus ensueños de paz y prosperidad. Es paradójico que nuestra época, tan descomulgada de justicia, profese esa veneración maniática a los jueces que administran su parodia; cuando, como decía Quevedo, los jueces «por dar gusto no hacen justicia, y a los derechos que no hacen tuertos, los hacen bizcos». ¡Ay Estado de Derecho, que estando tuerto y bizco en Estado de Desecho te has quedado!
Pero aún habrá ilusos que crean que los jueces encarnan la Justicia. Habría entonces que darle la razón a ese concejal de Torremolinos que compara los villancicos con los métodos de tortura de Guantánamo. Tal vez los jueces hayan sacado de la cárcel a todos esos psicópatas y asesinos múltiples para que penen por sus crímenes y les revienten las meninges, escuchando villancicos por Navidad.







Histrico Opinin - ABC.es - martes 10 de diciembre de 2013