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Tema: Blas Piñar, contra la independencia a Guinea Ecuatorial dada por España (1968)

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    Blas Piñar, contra la independencia a Guinea Ecuatorial dada por España (1968)

    Blas Piñar, contra la independencia a Guinea Ecuatorial dada por España (1968)

    Revista FUERZA NUEVA, nº 85, 24-Ago-1968

    “Consumatum est”

    Por Blas Piñar

    El día 12 de octubre, Fiesta de la Raza, Guinea Ecuatorial recibirá su independencia. Todo se dice maduro y listo para ese acontecimiento. Pero no todos los juicios son positivos. El del articulista Blas Piñar en este caso, queda claramente expuesto.

    Es un tema delicado el que hoy nos ocupa. Quisiéramos mantener, al enfocarlo, la máxima serenidad de juicio, para no dejarnos arrastrar ni por la euforia de la descolonización reinante, ni por el dolor profundo que supone para nosotros la separación de la Guinea Ecuatorial.

    Pero el tema hay que tocarlo, aun con el riesgo de que nuestra postura no sea entendida en ciertos ambientes y de que, aun siendo entendida, no resulte agradable. “Ab initio”, tal postura ha sido distinta a la que ha concluido el pasado día 11 con el referéndum celebrado en Río Muni y en Fernando Poo. En diversas circunstancias, de palabra y por escrito, hemos dado a conocer nuestro punto de vista. Ahora que las soluciones adoptadas siguen un cauce diferente al que hemos propugnado, creo que es lícito dejar constancia de algunas consideraciones que estimamos fundamentales.

    Ha habido, por mucho que quiera encubrirse con palabras fáciles, un cambio en redondo de nuestra política con relación a la Guinea Ecuatorial. Entre la ley de equiparación de 30 de julio de 1959, que reconoce a los naturales de aquellos territorios los mismos derechos que a los demás españoles, y la ley de 20 de diciembre de 1963, que ahora aparece como un portón abierto la independencia, hay algo que merece no el calificativo de incongruente, sino el de contradictorio. Si se reconoció como provincias españolas, integrantes de la unidad de la Patria, a Rio Muni y a Fernando Poo, no fue, sin duda, con el propósito, precisamente, de desgajarlas de esa unidad, pues tal conducta viene tipificada de manera harto conocida por nuestro ordenamiento jurídico vigente.

    La ruptura del camino de la equiparación pudo producirse por dos razones, la voluntad inequívoca del pueblo guineano o las presiones de la O.N.U.

    El procurador que exponía ante las Cortes los fundamentos del dictamen de la Comisión alegaba, justificando el nuevo punto de vista, que España pasó de la provincialización a la autonomía y pasaba, al revelarse esta insatisfactoria, a la independencia.

    Ahora bien, nosotros nos permitimos con todo respeto preguntar: insatisfactoria ¿para quién? ¿Para los españoles de Guinea? ¿Para todos los españoles? ¿Para la ONU? ¿Para “los buitres que revolotean sobre el pueblo guineano, al acecho de sujetarle entre sus garras”?

    El ministro de Asuntos Exteriores, en su discurso de 24 de julio de 1968, ante las Cortes españolas, hizo referencia a varias razones que conviene traer a colación: la voluntad libremente expresada por nuestros hermanos de Guinea; no quedarnos al margen del tiempo histórico que nos ha tocado vivir, es decir, al gran fenómeno de la descolonización; las resoluciones cada día más apremiantes de las Naciones Unidas; la fidelidad a aquella antigua tradición que configura a España como “raíz de una gran familia de pueblos”.

    El argumento de la voluntad libremente expresada por nuestros hermanos de Guinea nos daría, como solución, la del régimen administrativo autónomo para unas provincias que, por su alejamiento geográfico, lo precisaban con urgencia. Eso fue lo que el pueblo de Guinea aprobó en el plebiscito que se celebró en 1963. El hecho de que, en diciembre de 1966, el Gobierno español se encontrara con “un estado de evidente inquietud en la población guineana”, que existiera con anterioridad “un fuerte nacionalismo” y de que hubieran abandonado aquellos territorios unos dos mil exiliados políticos, no prueban nada. La inquietud entre la población de Guinea vino motivada no por su deseo de obtener la independencia, sino por su perplejidad y asombro al enterarse de que el Gobierno español la había comprometido. El “fuerte nacionalismo” debe ser de muy escasa consistencia cuando a pesar de conocer el propósito deliberado de nuestro Gobierno de mantener “su compromiso de otorgar la independencia dentro del año 1968”, es decir, de un hecho inevitable, más de un tercio de la población ha votado en contra de la misma. La circunstancia del “exilio”, por último, es de valor todavía más escaso, ya que si hubiera de ser tenida en consideración para arbitrar soluciones graves, su traspaso a otras esferas más cercanas nos llevaría a modificaciones radicales de nuestro sistema político.

    La obsesión de no quedarnos al margen del tiempo histórico que nos ha tocado vivir es ambivalente. Así, cuando se produjo la reforma, el tiempo histórico pudo llevarnos a compartirla, pero también, como afortunadamente lo hicimos, a colocarnos en línea contra ella. Los llamados “signos de los tiempos”, hoy tan en boga, no son caminos inexorables que los hombres o los pueblos deben seguir como una sentencia de los dioses. No se trata de un sino inesquivable, sino de un “signo” que ha de estimular a los individuos y a las naciones para encontrar fórmulas que no contradigan su pensamiento, estampado, a veces en textos fundamentales. De no entenderlo así, podríamos dar la razón a aquellos que entienden como “un retraso insalvable de quien ha perdido el ritmo de su época” no aceptar de inmediato al régimen comunista, que hoy se ha adueñado de una gran parte del mundo.

    Si la descolonización es “el gran fenómeno de nuestro tiempo”, ello no quiere decir que no sea, al menos en algunos casos, un error profundo; y ahí están, para demostrarlo, las guerras sin fin del Vietnam y de Nigeria. En nuestro caso, además, y como señaló Castiella, no se ha seguido en Fernando Poo y en Río Muni “la cínica regla colonialista”, sino la amorosa tarea de formar una clase dirigente que, a nuestro juicio, hubiera y debiera haber sido integrada en las tareas responsables de toda índole y de todo el país.

    La clave, según nuestro parecer, de la nueva política con respecto Guinea está en lo que Castiella llama “resoluciones que cada vez iban siendo más apremiantes” de las Naciones Unidas. España, indicó el ministro, pertenece a esa organización por un acto de expresa y libre voluntad con el que asumimos todas las responsabilidades que llevaba inherentes y aceptamos todas las obligaciones que la adhesión traía consigo. O las cumplimos o nos colocamos al margen de la comunidad internacional, lo que, además, resultará, en último término, prácticamente imposible.

    La argumentación, en el plano de los principios nos parece absolutamente correcta. En orden de las realidades, la consideramos de una ingenuidad extraordinaria. Que sepamos(1968), la U.R.S.S., que ha asumido también de un modo expreso y libre, idénticas obligaciones que España, mantiene la ocupación, aparte de otros territorios, de Letonia, Estonia y Lituania, en los que ejerce, sin escándalos internacionales, su plena soberanía. Que sepamos, igualmente, los Estados Unidos asumieron tales obligaciones y responsabilidades, y transformaron Alaska y las Islas Hawai, países colonizados y alejadísimos geográfica, étnica y culturalmente de la metrópoli, en nuevos Estados. Que sepamos, de igual modo, Portugal asumió las mismas responsabilidades y obligaciones y, fiel a su filosofía política, mantiene de un modo gallardo sus provincias africanas.

    En el campo jurídico, hay unos postulados sobre los que descansan la asunción de responsabilidades y el cumplimiento de obligaciones. Es el famoso “sinalagma” o principio de la reciprocidad o equivalencia de las prestaciones. Sobre esta doctrina se ha construido en el Derecho privado la teoría de la cláusula “sic rebus stantibus”, y en el Derecho público, la denuncia de los convenios entre naciones. Es decir, que o lo acordado se cumple por todos o nuestra obligación queda liberada o al menos suspendida. De no ser así, la equidad y la justicia padecen, como ocurre en el caso de España, según confirma nuestro ministro de Asuntos Exteriores al referirse a “los ejemplos de cinismo de quienes, confiando en su fuerza, acatan y defienden, cuando les conviene, esos mandatos y se permiten, en caso contrario, desafiarlos”.

    Tal es el supuesto de Inglaterra, que ha asumido las mismas responsabilidades y obligaciones que nosotros, que ha sido requerida para que nos devuelva el Peñón, pero que ello no obstante, y ya en “abierta rebeldía a las decisiones de la Organización Internacional”, con el “inútil aspaviento de la metamorfosis de la colonia en dominio, que es una simple pirueta verbal”, sigue reteniendo bajo su soberanía un pedazo entrañable de España, sin que, de hecho, se haya colocado al margen de dicha Organización, cuyas decisiones España obedece e Inglaterra rechaza.

    El resultado es que con lesión de la justicia y de la equidad, España pierde sus provincias de Guinea y no recobra el Peñón de Gibraltar.

    El último de los razonamientos a favor de la independencia de Río Muni y Fernando Poo consiste en la fidelidad a aquella tradición que concibe a España como “raíz de una gran familia de pueblos”. Nadie que sienta la vocación hispánica en su dimensión universal se atrevería a oponerse a esta afirmación incontrovertible. Pero de esa afirmación no puede deducirse la consecuencia que ahora se impone, porque le faltan sus presupuestos esenciales y porque ser raíz de pueblos no puede ser estímulo para la descomposición de esa misma raíz.

    En el caso de Guinea faltan los presupuestos, ya que no existe en aquellos territorios conciencia histórica nacional propia. Para concederles la independencia ha tenido que aducirse que “en el hacer cosas juntas se unen los hombres y se forjan las patrias. Así se irá haciendo la nueva patria guineana” y se irá “fraguando esa unidad nacional”. En suma, que se hace independiente a un país sin otra base que un “territorio” sin historia, como no sea la que abre su primer capítulo con la incorporación a España, y sin más aliciente que una invitación para formular y realizar “un programa sugestivo de vida en común”.

    Pero no sólo faltan los presupuestos esenciales para la independencia y para su viabilidad, sino que estimamos que la misma pone en trance de discusión la línea divisoria entre la raíz y los frutos, o sea, hasta dónde llega España como raíz inconmovible y dónde comienzan los territorios “cuya madurez política requiere ya el reconocimiento de su soberanía frente al futuro”. Dejamos a la conciencia de quienes han tomado la grave decisión de reconocerla a los territorios guineanos, la responsabilidad de las deducciones que de ello puedan seguirse.

    De otro lado, en el proceso de “descolonización” a que asistimos existen lagunas muy graves, que trataremos de enumerar:

    • los guineanos no han sabido si en el último referéndum votaban a favor o en contra de la independencia, y en el supuesto de que votaran a favor de la misma, si de lo que se trataba era de aceptar o rechazar la Constitución que se les ofrecía;

    • los procuradores en Cortes, afectados también por una cierta interpretación del “secreto oficial”, no han conocido el proyecto de Constitución para Guinea;

    • el “denodado esfuerzo del contribuyente español”, con aportaciones a aquellos territorios que han rebasado los mil millones de pesetas al año, no ha merecido una información amplia al respecto, ni se le han dado garantías de que inversiones tan importantes, que hubieran bastado para fertilizar algunas de nuestras estepas o elevar el nivel de vida de Las Hurdes, no pasarán a manos extrañas para lucrarse con nuestro sacrificio;

    • la Constitución, según parece y los hechos rubrican, establece una democracia inorgánica, con partidos políticos y sufragio universal, y como sería un fraude no querer lo más óptimo para un Estado que nace de “un acto positivo y fecundo”, con el que estamos “convencidos de haber prestado un servicio a la futura convivencia de todos los guineanos”, habremos de entender que se condena implícitamente para el resto de España un sistema que viene considerando como un mal el voto indiscriminado y la lucha partidista. Por eso, si “abandonar es fácil y crear un Estado puede resultar difícil”, no llegamos a entender cómo, falto de los presupuestos esenciales que la nacionalidad exige, todavía se elabora una Constitución en la que se legaliza lo que ha sido, y sigue considerándose especialmente como anatema entre nosotros;

    • por último, abierta la vía de la llamada “descolonización”, ¿cómo evitar la separación de Ifni, del Sahara, que siguen siendo (1968) provincias españolas? Y ¿qué argumentos se emplearán cuando se hagan más apremiantes las resoluciones de la ONU para seguir estimando españolas a Ceuta y Melilla?

    Creemos, con toda sinceridad, que nuestra postura pasó de acertada a equivoca, y de equívoca a errónea. Nuestra presencia en el Golfo de Biafra no fue “producto del azar”, sino un hecho importante que no escapó al plan de la Providencia. Creemos también que la fórmula del Estado asociado libre, que inventó Norteamérica con relación a Puerto Rico, hubiera sido perfectamente viable en el caso de Guinea, si es que la presión de la O.N.U. sobre España ha sido, en realidad, irresistible. Creemos, finalmente, que la alusión a Cuba, hecha en el discurso oficial, pese al hecho de dejar a salvo el heroísmo del Ejército y de la Marina, fue poco afortunada, pues oscurece tanto la intervención decisiva en aquel conflicto de una gran potencia, como una norma de nuestra tradición moral que hemos aplicado sin vacilaciones en el curso de nuestra historia: “Más vale morir con honra que vivir con vilipendio”.

    Pedimos perdón a quienes hayan podido parecer duras las frases escritas; pero si “bastó la presencia extranjera (la de los ingleses en Santa Isabel) -la idea de que se estaba sufriendo una usurpación- para que se despertase el sentimiento nacional”, parece lógico que ese mismo sentimiento se despierte y aflore cuando Río Muni y Fernando Poo se amputan de la patria.

    No queremos terminar este artículo sin hacer nuestras las palabras del Jefe del Estado español a los habitantes de Guinea: “En un continente convulsionado por las luchas raciales, tribales y sociales, en el que determinados pueblos han caído en ciertos momentos en niveles próximos a la anarquía, las provincias de Guinea han vivido en paz, en trabajo y en orden, en una línea constante de progreso y de confianza, sin los que todo intento de mejoramiento hubiese sido imposible”.

    Dios quiera que en ese clima de paz y de progreso, la Guinea Ecuatorial, como dijo el alcalde de Santa Isabel, siga siendo española por los lazos morales que la ligan con España. Y Dios quiera también que se cumpla la profecía de nuestro ministro de Asuntos Exteriores cuando anunciaba el nacimiento de un joven Estado cuyos representantes hablan -y esperemos que sigan hablando- la vieja lengua universal de Castilla”.

    Blas PIÑAR

    ReynoDeGranada dio el Víctor.
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    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Blas Piñar, contra la independencia a Guinea Ecuatorial dada por España (1968)

    “Triunfalismo liquidador”

    Revista FUERZA NUEVA, nº 95, 2-Nov-1968

    TRIUNFALISMO LIQUIDADOR

    Por Blas Piñar

    Presagiábamos no hace mucho que a la “descolonización de Guinea” seguiría la liquidación de nuestras provincias africanas. El discurso que el 16 de octubre (1968) pronunció nuestro ministro de Asuntos Exteriores en el debate general de la XXIII Asamblea de las Naciones Unidas, y que ha gozado de tan amplia difusión, viene a confirmar lo que entonces no era más que un rumor y un corolario lógico de nuestra política de entrega.

    Refiriéndose a la provincia de Ifni, el señor ministro reconoce que no existe “la menor duda sobre la legitimidad y validez de nuestros títulos en aquel territorio”, y que tales derechos “son plenos y perpetuos”. Ello no obstante, y so pretexto de que el mundo ha cambiado y de que las razones que antiguamente motivaron la cesión hecha a nuestro favor por Marruecos han sido superadas…, se encuentran muy adelantadas las negociaciones diplomáticas… que esperamos conduzcan pronto a un resultado satisfactorio”; resultado satisfactorio que, según la línea de pensamiento de nuestro canciller, no puede consistir en otra cosa que en la pérdida de Ifni por parte de España.

    En un libro que estudié al cursar mi doctorado en Derecho y que se titula “Reivindicaciones de España”, se refiere cómo, el 6 de abril de 1934, bajo un régimen (II República) que se califica de “abyecto -cifra y compendio del más hondo sentido antinacional”-, fue ocupado el territorio de Ifni. Iba al frente de la expedición un hombre de prestigio, el coronel Capaz. La ocupación obedecía, entre otras razones, se arguye en el libro a que hacemos referencia, a la “seguridad del archipiélago canario”.

    Hoy, por lo visto, esta seguridad ha sido garantizada, el esfuerzo español realizado en aquella zona carece de valor y nos disponemos a su entrega.

    ¿Con qué autorización se ha contado para iniciar tal negociación? Si Ifni es una provincia española, ¿cómo se puede transigir sobre un asunto que escapa a la competencia del Gobierno y posiblemente a la de las Cortes? ¿Se nos va a presentar el hecho consumado, sometiéndolo con un trámite breve y formal a los procuradores? ¿Cuáles son los términos en que las conversaciones se están desarrollando? ¿También va a dictaminarse que se trata de un asunto amparado por el secreto oficial?

    Sea de ello lo que fuere, la verdad es que un sistema político que había hecho un lema de aquella frase ardorosa y juvenil “por el Imperio hacia Dios”, está deshaciéndose, sin ninguna compensación, de cuanto en África tenía y tiene. Hemos sacrificado la historia a la geografía, los ideales a la presión de la O.N.U. y de los grupos de poder que la manejan, y vamos a cumplir ahora la orden que los franceses nos dieron hace ya algunos años y que recuerdan los autores de “Reivindicaciones de España” refiriéndose a Ifni: “Los españoles…, que se vayan”.

    Hay suertes adversas en la Historia en las que a un pueblo le toca el papel doloroso de la capitulación. Cuando ello sucede, la dignidad exige aceptar el trance con hombría y con enojo contenido. Lo que no cabe es lo que podríamos llamar “triunfalismo liquidador”: el júbilo alborozado de perder en la jugada, la frívola torpeza de considerar como una victoria lo que ha sido una batalla perdida.

    ¡Con qué claridad nos lo dicen los autores del libro mencionado al ocuparse del Tratado de París de 1900! Allí se habla de los “optimismos paternales” de sus negociadores y se les califica de “políticos sumisos, humillados y tristes”, con los cuales los autores del libro -y nosotros también- “nos sentimos rotundamente insolidarios” porque no podemos consentir que se mida “nuestra capacidad por el rasero de las dejaciones y de los desfallecimientos decimonónicos”. “Jamás -concluyen los autores del libro- una fortuna desbaratada se rehízo con moral de derrota. Y esto, la moral, es lo que precisamente ahora -quiérase o no- en España ha cambiado de signo”.

    Precisamente porque creemos que España, “la España de la victoria, no puede renunciar a lo que su economía y sus necesidades presentes y futuras exigen”, es por lo que se nos hace muy difícil adherirnos a esta política de renuncia, que aparece incontenible en tantos órdenes y aspectos de nuestro quehacer nacional. Si “estábamos a la sazón -es decir, cuando se firmaba el “dictat” del Muni- servidos por una diplomacia mediocre” (que “es el calificativo más suave que se nos ocurre”, se agrega en una nota), no podemos entender cómo una diplomacia surgida en un sistema que fiel al espíritu de “la Falange” se alzó contra un modo de ser nacional perezoso y aséptico”, auspicie y aplauda un derrotero como el que acaba de iniciarse en Guinea y va a proseguirse con el abandono ya negociado de la provincia de Ifni.

    Es verdad que entonces, y como subrayan los autores de “Reivindicaciones de España”, regía nuestros destinos un político inteligente, pero débil, que años más tarde tuvo la elegancia de retirarse de la vida pública por su falta de carácter. Fue un retiro -el de don Francisco Silvela- que le ennobleció, pero que nada hizo para evitar a nuestro país que la reducción superficial de la Guinea española fuera “el exponente clarísimo de una humillante imposición”.

    Joaquín Costa -un notario, por cierto- “fustigó con trallazos hirientes el Tratado funesto”. “La batalla de Cavite -escribía Joaquín Costa- representa la liquidación de España en Asia; la batalla de Santiago de Cuba, la liquidación de España en América; el convenio Delcassé-León y Castillo, la liquidación de España en África”. Y ahora (1968) no se trata de reducir nuestra presencia, sino de estar ausentes, de una pérdida total del sentido del espacio como ya antes habíamos perdido el sentido del tiempo”.

    El triunfalismo liquidador, acompañado de un silencio casi unánime, no puede coaccionarnos, como no coaccionó a Joaquín Costa, impidiéndonos levantar nuestra voz insolidaria con la política de abandono.

    Espigando al azar en las crónicas que nos llegan de lo que fueron hasta hace poco provincias españolas de Guinea, leemos: “Gran cantidad de ciertos trabajadores extranjeros pretenden imponer el idioma inglés”. Y preguntamos: ¿desaparecerá o languidecerá el español en Guinea, como hoy languidece y se halla a punto de extinguirse en Filipinas?

    En otro lugar, comentando la jornada de la independencia, se dice: “A las doce y diez minutos, aproximadamente, unos jóvenes de color atraviesan el jardincillo que existe en el centro de la plaza y suben al pedestal que sirve de base a la imagen del bronce del almirante Barrera, uno de los gobernantes españoles más significados, sobre todo en tiempos de la colonización… Dan golpes al almirante Barrera… Ahora es un joven el que, en solitario, nuevamente sube al pedestal. Reanuda los golpes. Con una navaja que se rompe, golpea la cabeza del almirante Barrera. Impunemente prosigue su acción durante unos minutos. Al final se le obliga a bajar… A la mañana siguiente, la estatua del almirante Barrera había desaparecido del pedestal. Las autoridades españolas decidieron su traslado para evitar incidentes. Y el almirante Barrera, que tanto tiempo había estado en la plaza de España, a estas horas, posiblemente, en el barco de guerra “Malaspina”, que estuvo anclado en la bahía, irá rumbo a algún puerto español”.

    ¡Como síntoma es estimulante! Como lo es igualmente que “tres mil españoles han abandonado la isla hasta ver lo que pasa”.

    Recomiendo, a quienes nos siguen a través de estas páginas, la lectura de la pastoral publicada por el obispo de Bata, doctor en Nzé Abui, y que nos hace recordar la exclamación de los autores de “Reivindicaciones de España”, comentando la presencia en Fernando Póo de pastores anabaptistas, allá por el año 1845: “¡En tierras de la corona española propagaban libremente la herejía extranjeros de la heterodoxia! A esto había llegado en lo espiritual la nación de Felipe II, que prefería perder sus reinos a imperar sobre paganos. Este detalle muestra cuán profundamente habían calado el enciclopedismo y el liberalismo en la médula del ser esencial de España”.

    Pues bien: el obispo de Bata, en la pastoral aludida, destaca que “la Constitución aprobada por y para el país desconoce la realidad católica del pueblo de Guinea”, negándose a la Iglesia “representación en la futura Asamblea legislativa…, precisamente cuando se trata de que la Iglesia cumpla con la misión recibida de Cristo, de Iluminar e instruir a los fieles acerca de su responsabilidad en el orden temporal y recordar las condiciones del desarrollo humano, y los principios de la ley natural de la doctrina y moral cristianas, sobre todo en un país católico en vías de desarrollo”.

    Dejamos el pedestal vacío, sin el monumento a Barrera. Los españoles se marchan. El reconocimiento especial de la Iglesia católica en un país cristianizado por España no aparece en su Constitución. Anunciamos la retirada de Ifni. ¡Y encima nos aclamamos a nosotros mismos!

    Entonces, cuando el Tratado de París, Francisco Silvela se retiró de la política y Pedro Jover y Tovar se pegó un tiro. Los autores de “Reivindicaciones de España” dicen que Silvela tuvo la elegancia de retirarse, y que el tiro que se disparó Jover significó la protesta de “un español que prefirió la muerte al deshonor de su Patria”.

    Pero ni el suicidio es admisible, por noble que sea la causa que lo motive, ni a estas alturas puede ser aconsejable la dimisión. Lo que sí es aconsejable es que la liquidación emprendida, de seguir haciéndose, se haga con tono severo y adusto y no con los versos sonoros de una marcha triunfal.

    Blas PIÑAR

    Última edición por ALACRAN; 07/11/2023 a las 12:36
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    Re: Blas Piñar, contra la independencia a Guinea Ecuatorial dada por España (1968)

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Sobre el caos en la antigua Guinea española una vez dada la independencia

    Revista FUERZA NUEVA, nº117,5-4-1969

    COMO ESTABA PREVISTO

    Por Blas Piñar

    Quienes presionaron a España desde un alto organismo internacional, y quienes en nuestro país se mostraron dóciles a la presión, “condenando” a la independencia a dos provincias españolas situadas en el continente africano, tendrán que hacerse, a la hora en que escribo estas líneas (1969), muy graves reflexiones. Río Muni y Fernando Poo vivían felices. Habían alcanzado un nivel de vida envidiable. El contribuyente peninsular colaboraba en ese ritmo creciente de desarrollo con sumas importantes, por medio de la aportación presupuestaria directa o la compra de productos originarios de la zona a precios con prima, superiores a los del mercado internacional.

    La ventolera anticolonialista, saltando el mundo de las realidades y de los sentimientos, impuso su abstracta ideología, sus principios radicales, e inmoló al fetiche de la independencia, el bienestar, el orden y el progreso de la región querida y admirada, en la que, además, muchos españoles de raza blanca habían dejado esfuerzos e ilusiones, trabajo y esperanzas.

    Hubo que saltar por encima de la ley, desprenderse de tierras sobre las cuales ejercimos la soberanía, integradas, como provincias, en la unidad indestructible y constitucionalmente proclamada, de la nación española. Los guineanos eran españoles, tan españoles como los santanderinos o los madrileños. Los guineanos eran españoles, porque para nosotros el color de la piel no es un índice discriminador. Los guineanos, como yo mismo, eran españoles, “una de los pocas cosas serias que se puede ser en el mundo”.

    Esta españolía, de la que tantos hombres de Guinea se vanagloriaban, se puso sobre el tapete, se transigió sobre ella y, con ella, se jugó a los dados de una votación absurda y se comprometió antes en unas conversaciones diplomáticas.

    La independencia fue anunciada a bombo y platillo, con un lenguaje que me permití bautizar con unas palabras un poco hirientes: las de “triunfalismo liquidador”. Desde aquella fecha -un histórico 12 de octubre (1968)- han pasado muy pocos meses, pero los necesarios para que impere el caos donde antes reinaba la paz.

    Los discursos del presidente Macías, intolerables por su tono y por su contenido, las apetencias de poder de las distintas facciones, la situación difícil de las escasas fuerzas españolas que continúan en el territorio de las antiguas provincias, los incidentes multiplicados que se venían sucediendo con rapidez vertiginosa y con amplitud cada día más grave, han llevado a la Guinea Ecuatorial al estado de confusión que ahora nos toca lamentar y que resulta del todo imposible remediar.

    Los barcos y los aviones vienen atestados de gentes que huyen, abandonándolo todo, que llegan con lo puesto y dando gracias a Dios de haber escapado de un hervidero de pasiones en el que la vida carece de respeto. Los augurios facilones de un porvenir sonrosado se han hundido en un santiamén para los que amamos a Guinea, para los que hemos seguido con detenimiento las distintas fases de su “descolonización” y hemos procurado que nuestras advertencias fueran oídas, este descarrilamiento bañado en sangre, aunque no nos coge de sorpresa, da testimonio de cuanto habíamos pronosticado.

    El pronóstico, por otra parte, no era difícil. Hacía falta muy poca sagacidad para no prever lo que iba a ocurrir y, desgraciadamente, lo que ocurrirá de ahora en adelante. Ni demográfica, ni geográfica, ni económicamente era factible la independencia. Los ejemplos de otros países africanos, en los que lucha civil se ha hecho endémica o donde la inestabilidad política es el tono habitual de su conciencia histórica, deberían haber abierto los ojos a los instigadores sin piedad del desgajamiento de España de Río Muni y Fernando Poo, y a quienes negociaron y, en definitiva, lo impusieron entre nosotros.

    Sería aleccionador publicar los discursos de nuestros hermanos de color que durante las negociaciones en Madrid y en los debates de la ONU se opusieron a la independencia o presentaron fórmulas en las que, salvada la autonomía interior, ya reconocida por España, quedaba firme la soberanía o vinculación a la Patria, cuya unidad habían jurado mantener algunos de ellos como procuradores en Cortes o consejeros nacionales del Movimiento.

    España se doblegó; la maza internacional, ciega y aséptica, a la que no importan los hombres de carne y hueso, aun cuando hable en términos ampulosos de “la humanidad”, se impuso contra la voluntad de los guineanos y con la pasiva aquiescencia de los españoles. En nuestro más alto órgano legislativo se contaron con los dedos los votos de protesta, y los discursos grandilocuentes tuvieron como corona una salva de aplausos que quizá en estos días quemen la piel y la conciencia de algunos.

    A este paso, de España quedará muy poco en aquel rincón lejano en la distancia y próximo en el amor, del golfo de Biafra. Otras potencias que saben jugar con otro género de colonialismo se hallan al acecho o tienen ya sus cabezas de desembarco listas para apoderarse de lo que allí hicimos con generosidad y con largueza durante muchos años.

    Da pena escribir sobre algo que nos duele en carne viva y sobre todo, cuando una noble nación como la portuguesa sabe mantenerse firme (1969), despreciando los huracanes, que un día terminarán, de la furia descolonizadora.

    Los españoles que huyen de Guinea, los guineanos que aman a España, no obstante nuestro abandono, conocido con el nombre de independencia, se preguntarán asombrados y sin dar con una contestación adecuada: ¿Por qué? ¿Para qué?¿A cambio de qué?

    La ONU ha vuelto a “cubrirse de gloria”. España se ve envuelta en un asunto enojoso y de no fácil solución. Muchos españoles sufren a consecuencia de una política mezclada de ingenuidad y de indolencia. (…)


    Blas PIÑAR



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    Último mensaje: 19/01/2013, 12:42

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