Hace tiempo leí “Rebelión en la granja” de Orwell. Ahora escribo sólo desde el recuerdo, porque no tengo el libro a mano para verificar si mi memoria falla. En el libro, los cerdos, reclamando igualdad, convencen a los demás animales de la granja –que no eran de muchas luces aunque desarrollaban pasablemente su trabajo– de que se rebelaran contra los hombres y así todos pudieran llegar a tener una vida en la que accedieran con igualdad a todos aquellos bienes que los hombres gozaban en su vida. El resultado, como recordará quién leyó el libro o como adivinará quien no, fue que los cerdos terminaron por hacerse del poder de los hombres, pero no finalmente para mejorar la condición de vida de sus congéneres, sino para someterlos a una aplastante tiranía bajo la cual los animales distintos de los cerdos no tenían casi nada, salvo igualdad en la miseria.

La igualdad fue una bandera política a la que se recurrió hasta el hartazgo en las delirantes décadas de los ‘60 y ‘70. Se quería igualdad de condición económica, igualdad de educación para todos –muchos recordarán aun la Escuela Nacional Unificada de Allende–, hasta la igualdad en el vestir fue muestra de progresismo –comunista por cierto–, como lo revelan las fotos de la China de Mao post revolución cultural. Los que se opusieron a esa igualdad, también la alcanzaron pero con seis palmos de tierra encima de sus vientres. Fue la igualdad de las tumbas, de las fosas comunes.

Eran años en los que toda diferencia parecía venir, para las afiebradas mentes ideologizadas de entonces, de las estructuras económicas capitalistas que consagraban la explotación del hombre por el hombre. Así, donde los campeones de la igualdad triunfaron, quisieron suprimir de raíz toda fuente de desigualdad, pero como donde había personas, familias y cuerpos sociales intermedios había diferencias, hubo que suprimir personas, familias y cuerpos sociales intermedios. Como ellos eran causa de diferencias, entonces ellos eran el problema. No es que había que revisar si la diferencia era natural y positiva. No es que si era negativa, había que tolerarla para no dañar otros bienes. ¡No! Era diferencia y por eso, abominable hasta el extremo de su implacable eliminación. Y por supuesto también su causa lo era, por lo que, entonces, también había que borrarla del mapa.

La fiebre de esos años pareciera haber pasado, pero aun hoy se escuchan algunas sirenas que cantan la igualdad, tentando a los hombres para que dejen su mundo real y se vayan detrás de lo que al final no son más que quimeras, pero que, presentadas como lo óptimo, terminan no solo por impedir que el mundo real sea mejor, sino que también inducen a destruir lo mucho o poco que de bueno pueda haber. Y si por un lado están las sirenas convencidas de su cantar, por el otro no faltan los que sin creer demasiado el cuento de la igualdad lo siguen declarando como un objetivo político de importancia. Hacen de él un fetiche que dicen adorar, pero que en la vida real suelen ignoran. Sin embargo, no deja de ser preocupante que sigan repitiendo el verso de la igualdad una y otra vez, pues entonces, cuando alguien los apunta con el dedo señalando su hipocresía o su frivolidad al no traducirlo en hechos concretos, para que no se diga, están dispuestos a cederle espacio en las políticas del Estado a esa igualdad, enterrando un poco más las posibilidades concretas de solucionar los problemas reales.

¿A qué viene todo esto? Es simple. Hace poco leí un canto de una sirena. Era, como el de hace décadas, un canto febril, delirante, simplemente enfermo de ideología. El canto venía en una columna dominical que se publica periódicamente en un cuerpo de reportajes de un medio de prensa. El problema es que la sirena ha tenido influencia en las políticas educacionales de Chile y cantaba la igualdad –desde su rectoral y desigual sillón– precisamente en relación con la educación. Este ámbito es quizá, hoy día, aquel en el cual más ha pervivido la idea de que la igualdad es un fin que se debe perseguir. Probablemente porque el gran público imagina que quien se oponga a ella está por perpetuar injusticias o por mantener inculta a una gran masa de gente. Eso, desde luego, es lo que las sirenas quieren que crea ese público. No voy a argumentar ahora para mostrar lo grosero de tal falsedad que, por lo demás, ustedes, estimados lectores, adivinarán con facilidad. Simplemente quiero limitarme a mostrar que si realmente queremos superarnos en educación, el camino no va por donde señala la canción del marino animal.

Permítanme, para conseguir ese sencillo objetivo, comenzar recordando la canción que me tocó escuchar. La canción decía: “La derecha piensa que la buena educación depende, en una medida importante, de la elección familiar. Es la vieja idea de Friedman: si usted tiene un mercado abierto de proveedores educativos y deja a la gente escoger, los padres sancionarán las malas escuelas y matricularán a sus hijos en las de mejor desempeño. Esta idea inspiró parte importante de los anuncios educativos de Piñera. Parece una idea sensata, pero a poco de analizarla se descubre un error. Como la literatura muestra hasta el hartazgo, la familia es una de las principales causas de la desigualdad escolar (puesto que la familia transmite redes, capital cultural, habitus y ese tipo de cosas). ¿En virtud de qué la causa de un problema podría ahora, repentinamente, transformarse en la solución? La famosa frase del Parsifal —la mano que inflige la herida es la misma que la cura— no se aplica desgraciadamente en educación”.

Estas líneas parecieran contener varias ideas implícitas. Trataré de hacerlas explícitas. Familia y educación –aquella a la que la sirena quiere llevarnos– son incompatibles. La educación tiene como valor principal la igualdad. La familia es causa de desigualdad. Un camino posible sería suprimir la familia. Así se suprimen las redes, el capital cultural, los hábitos (no estoy seguro a qué se refería la sirena con habitus, pero es igual). No sé si eso esté en la mente de la sirena. Supondré que no. Pero si la sirena no se opone a la existencia de la familia, pareciera que al menos, para que la educación que ella tiene en mente funcione, hay que inmunizar al sistema educacional –a escuelas, liceos y colegios– de la mala influencia que ella ejercería sobre él. Pero si es así, ¿se trata entonces de que los padres entreguen a sus hijos a un sistema que los educará con independencia de lo que ellos mismos desean para sus hijos? Es para no creerlo, pero es nuevamente el ideal comunista que creíamos desaparecido. Y su perfecta implementación sería, para no creerlo, la Escuela Nacional Unificada. ¿No sería más cuerdo suponer que las diferencias personales que provienen de las familias a las que cada niño o joven pertenece son, en general, una riqueza que hay que aprovechar y no un mal que hay que extirpar? Es cierto, puede ser más difícil educar así. ¿Pero no será que se trata de la única verdadera educación posible: multifacética, flexible, enraizada en el hombre y la familia reales y concretos? ¿No será mejor aquella educación que padres y profesores pueden ofrecer precisamente porque asisten al niño o joven real, con todas sus diferencias, positivas y negativas, intentando corregir los defectos y fortalecer las virtudes? Es cierto, la educación empapada de igualdad la puede dar un funcionario estatal que no requiere conocer y encariñarse con su alumno concreto, pues se trata, precisamente de imponerle un molde general que, por definición, debe prescindir de las diferencias naturales que él trae de su familia. Es más fácil. ¿Pero saldremos del limo en el cual estamos empantanados por esa vía? ¿O será que, como en arena movediza, con cada movimiento que hagamos nos hundiremos más?

La educación consistirá, según los deseos de la sirena, en la imposición de un molde, a todos por igual, que tiene una etiqueta que dice “hombre perfecto”. ¿Podría la sirena explicar cómo será ese hombre nuevo educado en la igualdad? ¿O las familias tampoco tienen el derecho de saber qué es lo que va a hacer la institución de enseñanza con sus hijos y tiene que confiar ciegamente en que ellos simplemente estarán mejor? ¿Podría la sirena explicar por qué es mejor ese hombre educado en la igualdad que aquel otro en el que la familia ha puesto su sello?

¿No será que en educación hay que hacer el trabajo –el duro trabajo–, de una buena vez, de que escuelas, liceos y colegios, de la manera más integrada posible con las familias, busquen la manera de educar de forma que todos los niños y jóvenes alcancen el máximo que cada uno de ellos puede dar? Es que, dirá la sirena, no todos pueden alcanzar la misma altura y eso es injusto por desigual. Pero nosotros podemos preguntar ¿por qué es injusto, señora sirena? Si seguimos la milenaria definición de justicia, ésta consiste en darle a dada cual lo que es suyo. Y en el terreno de la educación, lo que es de cada estudiante es lo que corresponde a sus capacidades. Desde ellas hay que intentar que cada uno vuele lo más alto posible. No porque alguno pueda algo menos que otro, habrá que limitar a este último para que no sea diferente. Así, igualdad suena a mediocridad y envidia. ¿O es que por la envidia de algunos hay que igualar a todos por abajo?

No se trata de eso, alegará la sirena. Se trata de que la menor capacidad económica de muchas familias no impida que sus hijos reciban también una buena educación. Y nosotros podremos replicar: Señora sirena, usted no aludió a eso en su canto, pero si de eso se trata, estoy completamente de acuerdo con usted. Un paso para lograr eso, aunque no el único, por supuesto, es que las familias al menos puedan elegir el establecimiento educacional al que concurren sus miembros.

José Luis Widow Lira