En el último correo de la agencia FARO se comenta un artículo de Jon Juaristi con motivo de la muerte de Carlos Hugo de Borbón-Parma:

El 29 de agosto en el diario ABC aparecía un artículo titulado "Carlismos", firmado por el conocido apóstata Jon Juaristi Linacero, epítome tanto de informaciones erróneas como de los complejos acumulados en la trayectoria de este tránsfuga permanente. En réplica al mismo envió una carta al director, aún no publicada, el Jefe de la Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, Profesor José Miguel Gambra
El artículo:

Columnas

Carlismos


Tras su muerte, sigue Carlos Hugo de Borbón-Parma suscitando controversia en lo poco que queda del carlismo

JON JUARISTI
Día 29/08/2010 - 04.09h

CARLOS Hugo de Borbón-Parma aceleró la implosión que el carlismo había comenzado a sufrir cuando ganó su última guerra, en 1939. El movimiento debía su longevidad a haber perdido todas las anteriores. Nunca alcanzó el poder, lo que le permitió sobrevivir en la pequeña política local como una alternativa inédita, mientras las camarillas que rodeaban a los pretendientes se extenuaban en conjuras domésticas que terminaban por lo general en anatemas y expulsiones. Por otra parte, la línea sucesoria carlista tuvo una mala suerte genealógica parecida a la de los Estuardo. La falta de descendencia de los dos últimos sucesores por vía directa de Carlos María Isidro de Borbón obligó a recurrir a la rama Borbón-Parma, que parte del carlismo rechazó, llevando a sus filas la querella dinástica.
Lo mejor del carlismo estuvo siempre en sus bases populares, que representaban la continuidad antropológica de la antigua España. Hubo, en efecto, una cultura carlista propia de determinadas regiones (sobre todo del norte) que mantuvo asombrosamente en vigor la unidad de religión, economía y moral pública, instancias que la modernidad separa y enfrenta. En ese complejo armónico que sus gentes llamaban tradición residía la fuerza del carlismo, pero también su debilidad, porque lo aislaba de una nueva civilización que implicaba crítica, pluralismo político y revolución en las costumbres.
Yo creo que Carlos Hugo de Borbón-Parma se dio cuenta de que la cultura carlista no resistiría el choque con la modernidad democrática, y quiso salvar de ella lo esencial, lo vivo que había en ella, dejando que lo meramente reaccionario se desprendiera como una cáscara fósil. Pero no acertó a hacerlo. Si se hubiera decidido desde el principio a aparcar el legitimismo y a organizar a sus seguidores en un partido democrático de inspiración cristiana, socializante sin estridencias y bien apoyado en un sindicalismo católico, el carlismo podría haber cumplido un papel importante en la Transición. Lo intentó tarde y precipitadamente, consiguiendo sólo que el movimiento se fraccionara en corrientes mutuamente hostiles.
Tras su muerte, sigue don Carlos Hugo suscitando controversia entre los grupos residuales del carlismo, todos ellos extraparlamentarios y sin recursos económicos, como tantos que pueblan la blogosfera. La más injusta y absurda de las acusaciones que los más rencorosos le han dirigido estos días es que nunca le importaron España ni el carlismo. Una sandez, se mire por donde se mire. Lo que pasa es que no tuvo instinto de líder político. Las muchedumbres que acudían a Montejurra le querían con delirio, y él a ellas, sin duda, pero le faltó un lenguaje claro. Manejaba clisés como el del socialismo autogestionario, difíciles de entender salvo para su círculo de universitarios antifranquistas, que se entusiasmaban con las teorías yugoslavas de Kardelic y los programas de la CFDT francesa, pero no sabían gran cosa del mutualismo tradicional español y ni siquiera habían leído a Costa. Se le tachó de marxista, pero nunca descendió de la superestructura a la política real. Faltándole condiciones, podría haberle asistido la caprichosa fortuna, lo que no fue el caso. Algún honor, con todo, se le debe.
Artículo

Carta del profesor Gambra:

Juaristi y el carlismo


Sr. Director: El ABC del pasado domingo 29 publica un artículo de Jon Juaristi titulado "Carlismos", donde analiza las actividades políticas de don Carlos Hugo de Borbón y le proporciona post mortem los consejos culinarios que le hubieran llevado a ocupar un sabroso puesto en la transición. Aplaude Juaristi su designio de aprovechar la masa del pueblo carlista y la elevada temperatura del horno durante el franquismo decadente, para cocinar un buen pastel con crema de socialismo, fina capa de regionalismo y churretón de progresismo por encima. Lamenta, sin embargo, que no supiera aprovechar esos sabrosos elementos en tan excelente ocasión y que equivocara el aderezo, poniendo el insípido legitimismo y la foránea especia autogestionaria, en lugar de añadir una pizca de inspiración cristiana, una brizna de democratismo y un sí es no es de sindicalismo, que es lo debería haber hecho.

El artículo, además de ofrecer un visión sintética del fracasado partido carlista y de su líder, pone de manifiesto la experiencia del articulista en la escuela de repostería política cuyo exponente autóctono más conspicuo fue Martínez de la Rosa, con razón apodado "rosita la pastelera". Tanto don Carlos Hugo como Jon han aprovechado los ingredientes de su despensa de manera similar. El uno, bajo excusa de aggiornamento, usó la autoridad que la legitimidad de cuna le deparó, para intentar el transvase ideológico del carlismo hacia su personal mejunje ideológico, lo cual sólo produjo escisiones y defecciones entre los carlistas. El pueblo carlista, mucho más crítico de lo que se piensa, le fue abandonando y él se quedó a solas con unos corifeos reclutados fuera del tradicionalismo. El fracaso acompañó a su deslealtad, por no decir traición, y así será recordado por la historia. El otro, con la excusa de sucesivas conversiones personales, ha empleado sus talentos para buscar el éxito a lo largo de todo el espectro político: desde ETA, a la que sirvió de correveidile con el falso carlismo, hasta el PP madrileño, pasando por el comunismo, el socialismo, el judaísmo y de qué se yo cuántos ismos más. Colmada de honores y prebendas, su vida no pasará, sin embargo, a historia alguna, a no ser que algún literato le dé por contarla y le granjee un merecido lugar junto al buscón don Pablos, a Guzmán de Alfarache y a Gil de Blas de Santillana.

Salvadas las distancias, ambos han confundido la técnica del gatuperio, para procurarse poder y honores con el noble arte del político. La política, enmarcada desde Aristóteles en la ética, debiera acomodar prudentemente a las circunstancias cambiantes de España los principios del saber político que nos ha legado el occidente cristiano. Legado que une al propio Estagirita con San Agustín y Santo Tomás y a los maestros de la escolástica española postrenacentista con los pensadores carlistas, que lo recogieron y enraizaron en las costumbres españolas.

Uno y otro no sólo aparentan desconocer todo eso, sino que se han mostrado incapaces de concebir doctrina alguna a la que servir, para bien de la comunidad, sin convertirla en objeto de chalaneo para otros fines. Los carlistas tenemos que agradecer las despectivas palabras de Juaristi hacia nosotros. Primero, porque otra cosa nos hubiera sonado a insulto, y, segundo, porque evidencia ese gusanillo de intranquilidad que sigue produciendo el carlismo. No tanto por nosotros mismos, que ahora estamos empequeñecidos (menos de lo que Juaristi cree), sino porque la doctrina carlista tiene tanta vitalidad intrínseca que ya tenemos por costumbre ver su esquela en los periódicos sin inmutarnos.