Érase una vez un bello reino en que casi todos sus ciudadanos vivían felices y contentos. Muy pocos estaban sin trabajo. La mayoría tenía lo suficiente para alimentarse y sus gobernantes, a pesar de sus fallos, intentaban hacerlo progresar y que sus habitantes fuesen más felices.
Las arcas del tesoro real tenían oro suficiente para hacer frente a los gastos inesperados que pudiesen sobrevenir.
Era considerado como uno de los mejores entre todos los que poblaban su contorno.
Éstos lo respetaban y lo tenían en consideración.
Su forma de gobierno era conocida como democracia. Era la menos mala de todas porque permitía a los ciudadanos cambiar de regidores cada cuatro años si los que gobernaban no lo hacían bien.
Hete aquí que se cumplió un periodo de gobierno y hubo que elegir a otros que dirigieran aquellas tierras.
Un suceso luctuoso y nefasto turbo la paz y la tranquilidad de los ciudadanos.
Además ocurrió que apareció un mago con mucha habilidad para embaucar. Tenía una chistera y una varita mágica y con ella sacaba toda clase de promesas que el pueblo se creía.
Sus cejas eran como las de Mefistófeles y si te miraba fijamente una inquietud embargaba tu ánimo, pues no podías saber si te amenazaba o te advertía.
La pertinacia de sus ofertas caló tanto en el ánimo de los pobladores que éstos lo eligieron como su próximo dirigente.
La mayoría de sus promesas no las cumplió, pero seguía con su chistera y su varita mostrando al público cosas nuevas para seducirlo.
Quería complacer a todos, pero no contentaba a ninguno, salvo a sus acompañantes.
El pueblo comenzó a sentir malestar. Las cosas empezaron a ir mal. Los trabajadores quedaban en paro, los tenderos tenían que cerrar sus tiendas porque no había quien comprase. Pero este gobernante, optimista sin razón, se negaba a admitir lo que sucedía. Él continuaba con su magia confundiendo y enredando a la gente.
Él se negaba a aceptar la realidad, aunque muchos, aún alguno de sus colaboradores le advirtieran que ese no era el buen camino, que el reino podría despeñarse.
El se mantenía en su torre de marfil en la que sólo respiraba ideas ilusorias, y llamaba traidores y malos ciudadanos a los que le decían que tenía que cambiar.
La situación del reino empeoraba a pasos agigantados, pero este hombre, optimista, sin motivo, no quería ver la realidad. Su tozudo empecinamiento le hacía creer que los equivocados eran los demás.
Los reyes de los reinos vecinos con los que tenía un pacto de hermandad y colaboración le advertían que ese no era buen camino que por él llevaría a su reino al precipicio. No les prestaba atención. Lo que él hacía estaba bien.
Pero un día el emperador, que tenía poder sobre todos los reyes de la tierra, lo convocó y cuentan que le dijo que tenía que rectificar su forma de gobernar.
Refieren que se desdijo de todo lo que había manifestado anteriormente, pero la carga más pesada de su nueva forma de actuar la hizo recaer, como siempre sucede, sobre los hombros de los más débiles a los que había prometido miles de veces que no los despojaría de sus privilegios.
Es una lástima que este cuento estuviese inacabado en las cuartillas que encontré, así que nos quedamos sin saber cómo terminó ese reino, si se recuperó o la miseria se apoderó de él.
Manuel Villegas Ruiz
Doctor en Filosofía y Letras (Gª e Hª)
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