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Tema: La europeización liberal

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    La europeización liberal

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    Mas llegó un día en que esa fórmula europea fracasó también. En 1789, los mismos principios que en 1700 nos deslumbraron caen aplastados por la inexorable rueda de los tiempos. Europa condena ahora lo que antes nos enseñó por modelo incomparable. Un viento de revisiones sacude el tablado y la escena francesa alza el telón para sustituir, a la comedia pausada de pelucas y alejandrinos, el drama sangriento de la gran revolución.
    Entre nosotros, el cambio de la veleta europea casi coincide con el de la invasión napoleónica y con el despertar de una reacción antifrancesa, o sea contra Europa, en las masas populares. El poco sospechoso testimonio de Rico y Amat confiesa cómo la guerra de la Independencia fue llamarada patriótica, anhelo de volver a nuestra tradición peculiar: “La idea única que agitaba aquellas ardientes imaginaciones, que conmovía aquellas almas nobles y esforzadas, no era otra que la salvación de su fe, de su monarquía, de su independencia”. Es decir, el Dios, Patria, Rey de la tradición, que muy pronto enarbolará el carlismo cara al liberalismo, pues el propio autor liberal confiesa como “nadie podrá negar que los liberales de aquella época eran los afrancesados”.
    Empero, el confusionismo que ampara a lo extraño también sirvió aquí para desvanecer la posibilidad del retorno a la tradición política propia, ahora en que proporcionaba oportuna coyuntura el fracaso de la fórmula absoluta con que Europa nos deslumbró en 1700. El campo se deslinda en tres grupos: el absolutista, que Fernando VII impondrá con puño duro hasta 1833;el liberal, que encubre la nueva europeización bajo el engañoso pretexto de que, más que algo nuevo, era la restauración de las anheladas tradiciones peculiares, y el tradicionalista, ahogado entre el absolutismo regio y el equívoco liberal.
    El nuevo Macanaz que va a cometer el fraude de amparar bajo pabellón hispano mercadería política francesa es, para mejor logro del equívoco, un varón respetable, académico doctísimo e incluso sacerdote: Francisco Martínez Marina. Era el suyo un caso de espejismo, muy a tono con la ingenuidad de las ilusiones románticas, pero no por ello menos dañino, ya que desvió por segunda vez el rumbo de nuestras gentes del sendero de la tradición española. “Forma parte Martínez Marina- ha escrito Román Riaza- de aquella pléyade de españoles, los de las Cortes de Cádiz que pudiéramos llamar, que coinciden en un ideal político, pero que se alimentan al propio tiempo de una sustancia extraída de la historia española, de un tradicionalismo que no entiende la tradición… sino que por un fenómeno como de espejismo quieren ver reflejadas en las nuevas ideas todo un programa extraído de las páginas más olvidadas de la historia patria”.
    Martínez Marina atinaba en pretender volver a aquellas libertades que “con la desgraciada batalla de Villalar… quedaron sofocadas para siempre”; pero en sus Principios naturales de la Moral, de la Política y de la Legislación manifiesta que tales libertades consisten “en el establecimiento de una moral pública y de un derecho de naciones acomodado a la situación, circunstancias y luces del siglo”.
    Que la intención quedó burlada o que fue lograda plenamente, según juzguemos a Martínez Marina ingenuo o descastado, lo canta el artículo 29 de la Constitución de 1812. La representación en Cortes tendrá lugar, no a tenor de los criterios antiguos de las libertades concretas, sino sobre la base de la población, “compuesta de los naturales que por ambas líneas sean originarios de los dominios españoles, y de aquellos que hayan obtenido de las Cortes carta de ciudadano”.
    Entre ese grupo de liberales ingenuos que embarullaban la cuestión repitiendo el trágico equivoco del leguleyo Melchor de Macanaz, y la testarudez absolutista del Deseado Fernando, naufragó la posibilidad de un retorno a la tradición española en los primeros años del siglo XIX. Pero no faltó tampoco el aldabonazo de la conciencia nacional, aunque también fuese desoído: el diputado a Cortes por Sevilla, Bernardo Mozo de Rosales, nuevo marqués de Villena, por más que con fraseología algo distinta.
    Compete a Federico Suárez Verdeguer el mérito de haber analizado la valía del famoso Manifiesto llamado de los Persas, que Bernardo Mozo de Rosales, a la cabeza de un grupo de sesenta y nueve diputados realistas, presentó a Fernando VII en Valencia a su regreso en 1814. Contra los dos extremos del constitucionalismo afrancesado y del absolutismo igualmente afrancesado, el tan injustamente denigrado Manifiesto de los Persas es una llamada al retorno a la tradición, paralela a la que ciento trece años atrás verificó el marqués de Villena. “Recogemos nosotros este manifiesto- dicen los doctísimos historiadores Melchor Ferrer, Domingo Tejeda y José F. Acedo, al estamparlo en uno de los apéndices al tomo I de su benemérita Historia del tradicionalismo español- íntegro… pues bien meditado, ilumina horizontes para la comprensión de la marcha del pensamiento español, y al mismo tiempo suplirá la falta de aquellos historiadores que han confiado en que la dificultad de leerlo, por su extensión , dará ayuda a la falta de ecuanimidad que supone en ellos el omitirlo. Cuando se analiza la Constitución, cuando se habla de la cuestión foral de Navarra y Provincias Vascongadas, cuando se escribe lo que han de ser las Cortes al estilo español, cuando se especifica el concepto de la autoridad real, el “Manifiesto” llamado “de los Persas” demuestra que quienes lo escribieron… no eran unos domésticos de la monarquía absoluta que venía rigiendo en España, sino que a través de la confusión imperante pensaban en el retorno a las patrias tradiciones”.
    Tarea difícil sería precisar en menos palabras con mayor exactitud la importancia prestante del largo, pero luminoso escrito de Bernardo Mozo de Rosales, diputado a Cortes por Sevilla. En sereno contraste con el estúpido espejismo que encandilara engañosamente a Martínez Marina, los “persas” saben encerrar en una sola frase el modo de quitar la careta a aquel documento gaditano, servil imitación del europeísmo liberal de 1789. “Pero mientras” los diputados de Cádiz- dice el Manifiesto en su párrafo 90- “tenían a menos seguir los pasos de los antiguos españoles, no se desdeñaron de imitar ciegamente los de la revolución francesa”.
    Cara a la europeización liberal, los “persas” repiten idéntico grito acuciador al que profirió el marqués de Villena, en una continuidad en la propuesta de soluciones que delata la línea segura y firme del pensamiento tradicional, vivo a pesar de las extranjerizaciones oficiales: el retorno a las Cortes, en su forma suprema de las postrimerías de la Edad Media, esto es, antes de que el orden político de gobernación castellana fuese perturbado por las exigencias de una política de combate que trajo consigo el robustecimiento exagerado del poder real. En el párrafo 112 se ve claro la fecha tope de sus ideales: la Castilla anterior a la rota de Villalar; o sea, el regreso a las fecundas tradiciones de libertades concretas, incompatibles tanto con el desaforado absolutismo de la extranjerización dieciochesca como con la desenfrenada algarabía de la extranjerización liberal. Hablan “con arreglo a las leyes, fueros, usos y costumbres de España”.
    Es el Manifiesto de los Persas clarín de alerta destinado a clamar dolorosamente en el desierto. Fernando VII acepta su espíritu en el decreto del 4 de mayo de 1814; pero bien pronto reverdecen en su sangre los resabios absolutistas, ni más ni menos que en su bisabuelo habían aflorado para matar la solución a la española los resabios absolutistas de la educación de un vástago real formado a la sombra del Rey Sol. Por segunda vez, en la segunda encrucijada de las oportunidades de recuperar el hilo de nuestra tradición política, los pueblos españoles se ven arrastrados por la vorágine de una europeización contraria y engañosa, oscilantes entre la inicial conservación del absolutismo y la definitiva victoria de la extranjería liberal.
    Voces aisladas gritarán el dolor de esa ocasión perdida, muchas veces mutiladas de ideas y fecundadas por temblores intuitivos, al correr del siglo XIX. El carlismo militante y campesino, reacción popular y heroica de arreboles románticos; Jaime Balmes reiterando letra por letra las viejas tornasoladas doctrinas del jusconstitucionalismo de Mieres y Marquillas, preteridas hasta en Cataluña; Juan Donoso Cortés, seducido por el íntimo impulso de su condición extremeña, enarbolando bajo Isabel [II] la misma actitud cerradamente antieuropea que en el siglo XVIII alzaran en otros terrenos mis otros paisanos Forner y García de la Huerta; Ortí y Lara, aventando las pedanterías krausistas; Menéndez y Pelayo, redescubriendo nuestro patrimonio cultural, aunque ciego para las secuelas directas de su misma hazaña de desenterrador eruditísimo; los hombres del 98, buscando a palpar de manos nuestra esencia tradicional, bien que, los más, perdidos en las neblinas espesas de su positivismo filosófico o de su indiferentismo religioso… pero el mal inicial ya está hecho y las Españas irán andando de tumbo en tumbo, acurrucadas a ambas riberas del Atlántico, los Calvarios de las gentes que truncaron la continuidad de su existencia histórica.

    La monarquía tradicional. 1954


    La europeización liberal

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    Re: La europeización liberal

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    La europeizacion absoluta



    Los Austrias acabaron sin cejar en su empeño heroico de mantener a la Cristiandad propugnándola a usanzas castellanas. Mal empeño por demasía de idealizaciones y despego del suelo que se pisa; pero fue peor el remedio cuando, cansados del quijotismo a la heroica, fuimos intentando superarlo con el socorro de suplantarle por las tres fórmulas que sucesivamente han ido imperando en la Europa vencedora: el absolutismo del siglo XVIII, el liberalismo del siglo XIX y el totalitarismo del siglo XX.


    Cuando Carlos II signó su testamento, simbolizó a su monarquía católica e hidalga en sus palabras: “yo no soy nada”. Pero cuando Luis XIV dijo, sea cierto o leyenda, que “ya no había Pirineos”, proporcionó contenido a la vaciada monarquía: el absolutismo francés, entonces fórmula política de Europa.

    El remedio habría sido no caer en el deslumbramiento delante de la Francia todopoderosa, sino aceptar la fórmula del marqués de Villena cuando en 1701 pretendió la convocatoria de Cortes en Castilla para algo más que la escueta formalidad de la jura real. Era la tesis del marqués de Villena la solución hispana frente a la extranjerización; pasadas las etapas de violenta lucha y reconocida la victoria europea, restablecer las instituciones que oscureció la tensión constante de las armas. Quería Villena restaurar las Cortes, deshaciendo los errores que en política interna se venían cometiendo desde Carlos I, salvando a las Españas por la vía normal de su tradición. Aquel argumento suyo de “que era razón observase el Rey los Fueros” de Castilla, es la más antigua de las exposiciones del tradicionalismo español y representa contra la extranjerización absolutista lo que el Manifiesto de los Persas representó contra la extranjerización liberal: la línea exacta de la tradición política española.

    Mas Felipe V, educado en Francia, enamorado de las fórmulas que hicieran grande a su país de nacimiento, no podía consentir en el retorno a una tradición que no comprendía y que incluso era incluso opuesta a la educación que desde niño inculcaron al duque de Anjou. Para su mentalidad absolutista, francesa y geométrica, solamente resultaba asequible la estampa de una belleza política uniforme e igualitaria, debiendo diputar contrahechos y disformes engendros aquellos fueron tradicionales de una monarquía que indefensa le traía a las manos el miedo madrileño a los poderosos ejércitos de su abuelo. Por eso, en lugar de restablecer las libertades castellanas, sacrificadas en Villalar a la misión universalmente antieuropea que Castilla enarbolara, pero cuyo sacrificio era inútil desde el punto en que Castilla renunció a sus aventuras generosas, acomodó Felipe V lo excepcional de la Castilla del 1700 a sus prejuicios galos, y tuvo por mejor acuerdo transformar en absolutismo de sistema lo que fuera expediente necesario en la pugna bisecular con Europa.


    Es que Felipe V es ya un europeo sentado nada menos que en el trono de Castilla y sin la coyuntura de castellanizarse como dos siglos atrás se castellanizó Carlos I. Por eso, en vez de castellanizar a Castilla, la europeizó con arreglo al patrón de moda: el absolutismo francés. Y una vez amparada la extranjera mercancía bajo el pabellón castellano, consumó el fraude histórico extranjerizando a los pueblos de la Corona aragonesa so pretexto de castellanizarlos. El decreto firmado en el Buen Retiro a 29 de junio de 1707 es una de las fechas más trágicas de nuestra historia, por el equívoco que encierra al presentar el afrancesamiento como castellanización. “He juzgado por conveniente- dice Felipe de Anjou, europeo reinante en Castilla- así por esto, como por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo, abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios, prácticas y costumbres hasta aquí observadas en los referidos reinos de Aragón y Valencia; siendo mi voluntad que estos se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso y práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada”.

    A estos términos del decreto se acompasa su aplicación. Felipe V, muy lejos de atenerse al consejo del marqués de Villena, quién postulaba el retorno a la tradición política auténtica de las libertades castellanas, afrancesará y europeizará las instituciones de Cataluña, de Aragón y de Valencia. Lo que en 1707 decreta para Aragón y Valencia no será aplicado por hombres formados en el espíritu de las patrias libertades; sus inspiradores serán un francés y un afrancesado: el embajador de Francia, Amelot, y el archirrenovador Melchor de Macanaz, uno de los tipos más repugnantes de toda la historia que yo conozco, símbolo de la primera oleada de los absolutistas y escépticos “a la mode”, de aquellos cuyo fácil y vergonzoso destino va a ser, plaga de langostas ávidas, cebarse desde los puestos oficiales contra la carne maltratada de nuestras tradiciones populares.

    Macanaz es el comisionado, munido de plenos poderes, que va a asumir la funesta gloria de aplastar la tradición valenciana, al socaire de supuestas deslealtades al gobernante de Madrid, primer ejemplo de habilidad de la Anti-España que se repetirá después con frecuencia demasiada. Su Informe dado al Rey sobre el gobierno antiguo de Aragón, Valencia y Cataluña; el que se había puesto desde que se las sujetó con las armas y lo que convendría remediar, es el primer acta notarial de nuestra vergüenza y el primer testimonio solemne de cómo desde Madrid se empieza a amparar la europeización de las Españas. El párrafo 83 de este Informe subraya el inagotable odio del autor a las maneras de la libertad española; no contento con haberlas asesinado con violencia en los reinos de Valencia y Aragón, pretende matarlas en Cataluña; “y convendrá- postula a 27 de mayo de 1713- cuando se haya de reglar aquel Principado igualarlo lo más que se pueda en todo a los reinos de Aragón y Valencia, y bajo las mismas reglas que para esto se han notado”.

    Ya se hallan sentenciados a muerte los restos postreros de aquellas libertades catalanas, la expresión más elevada del buen gobierno de que hay recuerdo en memoria de los hombres; y están condenadas por un pedante afrancesado, traidor rabioso a la más nobles de las causas de la historia. Lo que de Aragón se restablece en 1711 o de Cataluña se mantiene por el decreto de 16 de enero de 1716 es el derecho privado; del derecho público, nada, nada de aquel derecho público que es milagro y pasmo incomparables. Así fenecía, al socaire de castigo a una rebelión, el más libre de los sistemas políticos que la historia ha conocido y la más alta cima de la perfección gubernamental de todos los tiempos. Tras de haber desvanecido en 1648 los ensueños universales y cristianos de Castilla, la Europa vencedora va a entrar en nuestro seno para aplastar las libertades aragonesas.

    Desde 1700, la lucha de las Españas contra Europa ha cambiado de campo de batalla. Ya se pelea en el interior. Ya no somos un manojo de pueblos que pretende perpetuar los estilos propios, sino que en nuestras minorías rectoras se suscita la rivalidad meritoria en la europeización, el anhelo de sacudirse el polvo de la historia propia.

    Ya no luchamos fuera por imponer el “ordo christiano” contra el mecanicismo internacional; hacemos guerras dentro de la órbita de las alianzas y de las contraalianzas. No lidiamos movidos por ideales de fe; peleamos por pactos de familia, para contribuir al bienestar de la Casa de Borbón, agradecidos al beneficio de habernos afrancesado. Y en el interior, la moda francesa arrasará nuestros residuos de hispanismo; los “navíos de la Ilustración” repartirán entre los grupos intelectuales más selectos de América la semilla europea que será el descrédito de nuestro maravilloso quijotismo, o enseñarán doctrinas rousseaunianas o montesquieuanas, sin acordarse para nada de las libertades nuestras, que un jurista traidor y un embajador francés han acabado de extinguir.

    El pueblo se opondrá hasta el final, pese a que se prohiban los autos sacramentales, a que se expulse a los hijos de Loyola por enemigos de las Españas, que, sin embargo, encarnaban contra los ministros masones de Carlos III; a que la Corte sea un pequeño Versalles en los escándalos como en los vicios. De mi tierra de Extremadura, la tierra bronca de los conquistadores, saldrán los paladines: en el teatro, García de la Huerta; en la polémica, Forner. Aquí, en el rincón menos europeo, la tradición tenía sus teóricos; pero la ola avasalladora de la europeización ganaba adeptos día por día.

    Durante el siglo XVIII contemplamos dos Españas frente a frente: la que quiere volver a sus maneras tradicionales y la que quiere ser tal cual es; la popular y la oficial, la hispana y la europea. Todavía el padre jerónimo Fernando de Zevallos piensa en 1776 que la grandeza de la monarquía anda ligada a su color católico; pero al doblar el cabo de 1800 las clases ilustradas se hallan europeizadas por completo y emprenden la tarea de derruir la España tradicional en cada uno de los pueblos españoles; en Cadiz, votando la Constitución de 1812; en tierras americanas, renegando de la unidad de las Españas. Porque el estallido que hacia 1810 disgrega en veinte pedazos el coloso imperio castellano no fue ruptura entre pueblos, sino conjunto reniego del pasado. Tanto se renegaba de la tradición común de las Españas en la iglesia gaditana de San Felipe Neri como en los conciliábulos de Caracas; unos y otros, a ambos lados del Atlántico, aspiran a una europeización, a acabar con la herencia de Castilla para copiar las maneras seductoras de Europa. El viento barre las orillas tronando con tempestad revolucionaria; y en aquel vértigo de traiciones colectivas, acunadas en la política borbónica oficial del siglo XVIII, tanto traicionaban a las Españas los europeizantes de Quito como los europeizantes de las Cabezas de San Juan. La fragmentación se produjo porque, al desaparecer los pilares espirituales de la empresa antieuropea, la unidad en la fe y la lealtad al rey, aquella unidad de las Españas carecía de razón de ser y cada pueblo se dejaba arrastrar por el señuelo telúrico de la estricta geografía.

    Todos cuantos males cayeron diluvialmente sobre nosotros provinieron de haber desoído los consejos del marqués de Villena, de no haber restaurado las tradiciones políticas de Castilla, vigorizando las de los demás pueblos peninsulares y establecido análogos regímenes de libertad foral en las Américas. Por el contrario, se afrancesó Castilla, se suprimió lo que quedaba de vida libre en los reinos aragoneses y ni se pensó en educar a los súbditos americanos en nuestra tradicional libertad; todo el empeño de Felipe V, duque de Anjou sentado en el trono de Castilla, fue, por el contrario, lograr que las anchuras de las Españs se abrieran al veneno de la europeización en boga: el absolutismo de Luis XIV.


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