Sobre fines y medios
Es habitual que hoy en día se confundan los conceptos de 'efecto', 'fin', 'intención' y 'causa' debido al aparatoso abandono de la metafísica llevado a cabo por las cabezas pensantes del XIX y XX. Una de las consecuencias más desastrosas de ello es que se buscan como fines cosas que no son sino efectos, haciendo imposible su consecución. El problema -o el problema del que trato ahora- es cuando esos fines o efectos confundidos son de ámbito social, porque todos sufrimos las consecuencias de este desorden mental. Vamos a ver si con un ejemplo me hago entender mejor.
Pensemos en la gloria. La gloria es un efecto que sigue a las buenas obras realizadas en grado heróico. Si alguien se propusiese alcanzarla, debería antes darse cuenta de que sólo la podrá lograr practicando insistentemente y en grado heroico el bien. Si emprende el camino sabiamente, cuando se quiera dar cuenta ya no estará pensando en la gloria, sino en el bien. Y cuando se quiera dar cuenta habrá tenido que despreciar esa misma gloria que anhelaba encontrar para poder conseguir el bien en grado sumo y heroico. Y, paradójicamente, es no buscando la gloria sino el bien, como podrá encontrarla. Si, por el contrario, decidiese buscar la gloria prescindiendo del bien, sus acciones no buscarán aquello que da la gloria, sino que estarán presididas por la vanidad o el afán de hacerse notar o cualquier otra sandez, siendo incapaz de alcanzar, al menos, la verdadera gloria -aunque puede que encuentre cierto renombre o relumbrón barato que pasará rápidamente-. Se me ocurre como caso paradigmático del primer caso los santos: no sólo alcanzan la gloria del Cielo, sino la gloria de los hombres que los veneran; pero para alcanzarla tuvieron que olvidarse de esta misma gloria (la mundana, se sobreentiende) y buscar únicamente el bien, Dios. En el otro caso, por citar un ejemplo políticamente correcto, podríamos mencionar ciertos señores de la guerra en las Cruzadas, que buscando la gloria olvidaron el bien, y hoy son recordados por sus excesos; es decir, olvidando el fin, pretendieron alcanzar su efecto, consiguiendo absolutamente lo contrario.
Pues, mutatis mutandi, lo mismo pasa en el ámbito social. La justicia, la paz, el orden, el bienestar, la felicidad son efectos pero no fines que se puedan buscar en sí o por sí mismos. La política, cuando trata a un conjunto de efectos como si fuesen fines se encuentra completamente incapaz de realizarlos. Y, si encima, los engalana con un carácter utópico e irreal, más agrava el daño. Durante el siglo XX esta confusión se tradujo en la realización de sistemas ideológicos disfrazados de ciencias históricas que ya exaltasen la raza o la lucha de clases tuvieron como consecuencia horrores nunca antes vistos. En las democracias se trató de llevar a cabo este ideal con la exaltación de la libertad individual y los derechos, pero su resultado no ha sido mejor, ya sea por el sacrificio de unas personas en favor del bienestar de otras (la violencia económica, el aborto o la incipiente eutanasia), ya sea por la disolución del tejido social en nombre de la libertad (divorcio, gaymonio, competición económica, etc.).
Bueno, pero entonces ¿de qué fin son efecto estas virtudes de una sociedad sana? Pues no pueden ser sino efectos de la vida contemplativa, de la religión, de la verdad. Cuando la sociedad se ordena al fin último, que es Dios, todos los cuerpos sociales quedan como efecto rectamente ordenados; por la sencilla razón de que Dios todo lo ha ordenado a Sí mismo y lo ha ordenado bien. Fuera de ese orden no hay sino desorden, o en palabras de la nefasta teología de la liberación: estructuras de pecado. Y es que, en una comunidad política cuyo fin es Dios, no parece necesario estar compitiendo para llevarse la mayor parte del pastel económico; la economía se satisface con tener lo suficiente para vivir dignamente y poder dedicarse a la tarea más elevada de la virtud. En una civilización vivificada por la virtud de la caridad no hay lugar para la violencia a los más débiles. En una sociedad que recuerda los principios de la ley natural no hay lugar para construcciones artificiales repugnantes y violentas a la naturaleza humana y su dignidad. En definitiva, una civilización que se ordena a Dios es una civilización que busca su perfección.
Mores Maiorum
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