De nuevo habéis venido para llenar este templo con el homenaje de vuestra memoria y vuestra oración por cuantos reposan aquí, este año de manera especial por D. Francisco Franco, Jefe del Estado Español y fundador de este monumento, al cumplirse los treinta años de su fallecimiento. Cabe destacar hoy, como una de sus creaciones máximas, esta obra del Valle, que resume su espíritu como hombre y como cristiano.
Los elementos que integran el monumento nos remiten a los símbolos más eminentes de la historia española y europea, lejos de cualquier simbología personal o bélica. Una Cruz, una Basílica y un Altar, un Monasterio encierran el emblema de lo que ha sido el alma de España y de Europa, en torno a los cuales se ha configurado su perfil espiritual y sus hechos históricos más sobresalientes. A través de tales símbolos se quiso enlazar con ese pasado y al mismo tiempo trascender el impacto de nuestra guerra en la que, a la sombra de un conflicto nacional, se debatía el cambio de la identidad cristiana de los pueblos europeos. Algo que hoy vuelve a plantearse en términos apremiantes.
Pero el Valle evoca también la memoria de todos aquellos que, aquí o en cualquier lugar de nuestra geografía, descansan tras haber inmolado sus vidas por la causa de Dios o de España, o por ambas a la vez. En esa evocación común se recoge la voluntad de todos los que intervinieron en la creación del Valle de los Caídos al coincidir en el espíritu de reconciliación como finalidad fundamental del mismo.
Por eso, los primeros brazos que estrecharon, unidos, a los españoles de la contienda fueron los de la Cruz; los primeros sepulcros que les acogieron bajo el mismo mármol, fueron los de esta Basílica; las plegarias que se alzan en sufragio único por unos y otros son las que todos los días resuenan bajo esta cúpula.
El Valle no es el monumento a una victoria; es, mucho más, el lamento por una guerra y por los hijos de la misma patria, España, muertos en ella.
Aquí no hubo lugar para la discriminación entre las dos Españas. Esta Basílica, supuesto símbolo de la intolerancia, abrió sus puertas sin preguntar cuál era el color de las ideologías, o de las creencias o increencias religiosas de los que aquí recibieron sepultura. La sombra de la misma Cruz guarda el reposo de quienes, bajo banderas distintas ayer, se dan hoy la mano desde nichos contiguos, porque ni siquiera se consintió que su ubicación en la Basílica mantuviera la separación entre derechas e izquierdas, reservando lugares distintos para unos y otros.
Se nos habla de convertir el Valle en un Memorial. Si éste va a tener por objeto a las víctimas de la guerra, que son los verdaderos protagonistas, nadie va a imaginar un monumento conmemorativo más digno, ni esas víctimas, si pudieran opinar, iban a pedir otro distinto a él. Más bien, se removerían en sus sepulcros ante la perspectiva de ser arrancados de este seno materno que les cobija en la actualidad, o de ver profanada la atmósfera sacral de la basílica y del Valle, bastante más acogedora que los homenajes laicos que les prometen. Y si lo que desean es estudiar el origen de aquella contienda, que repasen los fines y la obra realizada por aquel Centro de Estudios Sociales que formó parte esencial de la Fundación del Valle, y que realizó a la perfección ese cometido, hasta que una orden gubernativa clausuró sus actividades.
Esta tarde ha comenzado en todo la Iglesia la celebración anual de la festividad de Jesucristo, Rey del Universo. Sabemos que en estos últimos siglos de apostasía creciente ha sido el Rey más discutido. Pero en esos siglos, en los pasados y en los futuros, y por la eternidad, Él es, porque así ha sido proclamado por Dios, Rey de reyes y Soberano de los señores, aunque Él no desee que su reino sea de este mundo, es decir, aunque deje el gobierno directo de los asuntos temporales a los césares de la tierra. Pero ello no anula la soberanía de Dios en ella: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, “me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, según las propias palabras de Jesús.
Siempre persiste el deber de obediencia del hombre y de las instituciones sociales a la ley divina y a los principios morales a fin de garantizar la dignidad, santidad y justicia del orden humano, lo que representa el máximo bien temporal de las sociedades. El que es Cabeza de la humanidad tiene el derecho absoluto a ser reconocido por los príncipes y las instituciones de este mundo. En ello está su gloria y su sabiduría. Cuando, por el contrario, la inspiración en el gobierno de la sociedad no se confía a Dios, se entrega inevitablemente al mal y a la mentira.
A la luz de este misterio de la realeza de Cristo, aceptada o negada, se comprenden algunas realidades de la hora presente. De igual modo que la acción del hombre contra la naturaleza provoca en ella las conmociones que conocemos, la acción contra el orden moral de la sociedad remueve también sus cimientos. Tal vez sea esto lo que explique que, en tan breve tiempo, una nación como la nuestra haya sido tan profundamente sacudida en sus fundamentos, tan metódicamente privada de sus elementos básicos de identidad, en su espíritu y en su cuerpo.
Hemos desembocado en una sociedad sin ley en la que los códigos divinos y humanos son burlados impunemente con el fin de modelar esa sociedad en la que quede consumada la ruptura con todos sus precedentes históricos. España vacía día a día sus venas. Cada día una nueva renuncia la despoja de una parte de sí misma, de su patrimonio espiritual e histórico, del orgullo de su identidad y de su nombre.
La historia de España, con su ejemplo emblemático y casi único de fidelidad a Cristo, al Evangelio y a la Iglesia, sostenida hasta ayer mismo, a pesar de sus fallos, era un desafío que había durado demasiado y que no podía ser consentido por más tiempo. Este pueblo se convirtió en objeto de la ira de todos los que han venido patrocinando una Europa laica y atea, y hemos comprobado cómo en distintos momentos se ha querido hacer pagar esta osadía, tratando de demoler su realidad espiritual, cultural e incluso nacional, para homologarnos al resto de los países que han roto con su tradición cristiana.
Debemos admitir, sin embargo, que esta crisis no se debe sólo a una oscura estrategia externa, sino que en ello han tenido también un parte importante nuestros propios errores e infidelidades presentes. A la amenaza de desintegración de la nación española ha precedido la quiebra de los pilares sobre los que se asentaba: los valores religiosos y espirituales, la vida y las convicciones morales, la familia, el respeto al Nombre y a la Ley de Dios, la identificación con la fe y el cristianismo: todo aquello que formaba parte de nuestra historia común. Ellos eran la roca sobre la que secularmente se sostuvo la realidad de España. Hoy hemos removido esta roca, un poco entre todos, y nos hemos quedado en el vacío.
Mientras España fue un pueblo de Dios, un pueblo en el que Dios era el primer servido, tuvo su bendición, y fue capaz de superar todos los peligros que amenazaron su existencia, desde el islamismo al comunismo. Hoy tenemos que repetir el lamento del profeta Baruc (3, 10-11): dirigido a su pueblo: “¿a qué se debe, Israel, que hayas envejecido tan prematuramente? Es que has abandonado las fuentes de la sabiduría. Si hubieras seguido el camino de Dios habitarías en paz para siempre”.
Aquí cabe recordar las palabras que Juan XXIII nos dirigió con ocasión de la consagración de esta Basílica en 1960: “nos complace alentar a los católicos españoles en su empeño de conservar íntegro y puro su fecundo patrimonio espiritual. La historia es testigo de que los altos ideales cristianos dieron cohesión e impulso a sus antepasados para las grandes empresas, y de que cuando decayeron tales ideales, se mermaron y debilitaron igualmente los lazos de unión, poniéndose en peligro su limpia y heroica trayectoria”.
España se reconstruirá no sobre alguna Constitución de papel redactada por hombres, sino sobre la constitución del Evangelio. El Evangelio suscita no sólo hombres espiritualmente nuevos, renacidos en el agua y en la sangre de Dios, sino pueblos nuevos renovados en la savia que da vida al mundo. Entonces un nuevo soplo del Espíritu hará surgir una nueva raza de místicos, de santos y de héroes, un nuevo pueblo que reconocerá la soberanía de Cristo, y será nuevamente un pueblo grande porque “el Señor será su Dios y Dios estará con nosotros”. No es una esperanza gratuita: las únicas realidades que tienen futuro son precisamente aquellas que hoy resultan despreciadas y excluidas, pero que llevan en sí el sello y la garantía de Dios.
“El momento es apremiante”. Estamos viviendo tal vez la mayor de las guerras de religión en la que debe ser herido no solo el edificio cristiano sino todos los soportes humanos e históricos que lo sustentan, comprendidas las naciones.
Pero no nos dejemos desalentar: el destino del Evangelio y del cristianismo, y también el de los cristianos, está bajo la protección de Dios, de su Madre y nuestra, María, de nuestros santos y mártires, los del pasado y del presente, de la oración, el sacrificio y la conversión de todos los creyentes, que no podemos limitarnos a ser testigos apesadumbrados de lo que sucede sabiendo que tenemos en las manos este recurso decisivo. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
Es hora de orar con una sola voz: “salva, Señor, a tu pueblo y bendice a la nación que ha sido tu herencia” (Te Deum), y de proclamar la realeza de Cristo: “la victoria es de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero que ha sido inmolado. La alabanza y la gloria y la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la fuerza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos” (Ap 7, 10-12).
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