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El siguiente artículo es del Dr. Felipe Fernández Arqueo, publicado en la famosa revista Verbo en su número 49 en el año 1966.
Estoy de acuerdo en su crítica sociológica al totalitarismo (en su versión tecnocrática) del franquismo, así como la descripción correlativa que hace de cuáles deberían ser los objetivos de una verdadera política en consonancia con nuestra Tradición hispano-católica en materia social (siendo estos objetivos principalmente el respeto y fomento de las legítimas libertades forales de los españoles en sus actividades económico-sociales con la mínima o nula necesidad de tener que recurrir a la Administración gubernamental).
Sin embargo, como casi siempre ocurre en este tipo de análisis, falla en lo que se refiere a la forma en que mejor podría conseguirse aquéllos objetivos en materia social, pues es en todo análisis verdadero debe siempre tenerse en cuenta el aspecto financiero-contable para dar con la solución correcta a los problemas que, por otra parte, están perfectamente planteados por el Dr. Fernández en su análisis del totalitarismo franquista (en este caso particular, el análisis se centra en el aspecto de la Seguridad Social en materia sanitaria).
La estatificación de la medicina y la Seguridad Social
por el Dr . FELIPE FERNÁNDEZ ARQUEO
LA ESTATIFICACION DE LA MEDICINA Y LA SEGURIDAD SOCIAL
Un peligro general.—La disparidad de criterios entre los Colegios de Médicos y el Ministerio de Trabajo, que ha trascendido al público en los meses dé mayo y junio, no es la primera desde que la Seguridad Social se ocupa de la asistencia sanitaria, ni será, probablemente, la última. Una progresiva libertad de asociación y expresión permitirá seguir contemplando polémicas que se producen también en muchos otros países. La socialización de la mediana va a estar sobre el tapete durante mucho tiempo, y por eso nuestro comentario no irá ceñido a lo episódico. Esperamos interesar a nuestros lectores, no sólo porque ellos y los suyos son enfermos en potencia a quienes tarde o temprano la situación en debate afectará personalmente como tales, sino porque la socialización de la medicina es una parte de un todo más amplio y universal del concepto de la estructuración de la sociedad en su conjunto. Por ello, los miembros de profesiones liberales que se desinteresan de la socialización de la medicina, renuncian a las ventajas de defenderse fuera de su propia casa; si algún día se vencen total y definitivamente las resistencias actuales de los médicos, se habrán acercado otras socializaciones. Cada realización potencia a la ideología a la que debe la vida y la sitúa en condiciones de dar otro golpe en otro campo distinto.
Socialización y es tarificación. — Conviene, antes de seguir, hacer una puntualización semántica. Será más exacto hablar de estatificación de la medicina que de su socialización; este término es en la práctica igual que aquél, pero encubre su maldad a los oídos del gran público por su semejanza fonética con sociedad y sociedalizar; ha llegado a ser una palabra equívoca usada con dispar sentido en la traducción de documentos eclesiásticos y en la propaganda marxista y estatista. Recomendamos a este respecto un estudio de Rafael Gambra (1).
Usaremos, pues, la palabra estatificación, más precisa y centrada en el núcleo del problema.
I. Errores de los médicos. — Antes de examinar la cuestión a la luz del principio de subsidiariedad, y con un contexto amplio de lo que entendemos debe de ser la Seguridad Social, comentaremos algunos de los argumentos que han improvisado los médicos, más con urgencia táctica que con madura reflexión; a ver si mostrándoles su fragilidad se deciden a centrar mejor su defensa, que bien pueden hacerlo. La prensa ha recogido muy variadas opiniones de numerosos médicos; pero las que he podido leer han sido en torno a cuestiones accidentales, con planteamientos limitados y nada apodícticos. Consideraremos nada más estos cuatro puntos en que se apoyan, no con ánimo de estudiarlos, sino de mostrar, simplemente, lo discutibles que son: a) la Seguridad Social viola la intimidad del diálogo médico-enfermo; b) honorarios por acto médico; c) Ministerio de Sanidad.
a) El argumento de la intimidad del diálogo médico-enfermo debemos reducirlo a unas proporciones de sentido común. Muchas veces no existe esa necesidad de un diálogo íntimo: no la tienen en general la sirvienta que se clava una aguja; ni la señora que se va a extraer una muela; ni el estudiante que va a graduarse la vista, etc. Todos los días vemos enfermos que no se han molestado en aprender el nombre del cirujano que les acaba, de operar; ¿cómo descubrir en ellos un deseo insatisfecho de intimidad? Es cierto que en medicina interna, en ginecología y en psiquiatría hay problemas con una importante participación psicósomática, pero son minoritarios. Ese factor puede resolverse por el médico no elegido, y también el "libremente" elegido puede fracasar ante ellos. Los factores que hacen curativa la palabra del médico escapan, en su mayoría y casi siempre, al acto de elegir médico. Como pasa en política, esta elección no es ni tan libre ni tan razonada como , piensan los electores. ¿Qué capacidad de elegir médico tiene un bracero andaluz que llega a Madrid con un vocabulario de cincuenta palabras; qué intransferibles complicaciones su elemental espíritu? Cuando hace unos años el entonces ministro de la Gobernación dispuso, para disminuir las discordias de los pueblos, que en cada uno no hubiera más que un solo médico, nadie habló de estas tremendas violaciones que ahora atribuyen a la pérdida de la facultad de elegir.
b) Remuneración por acto médico. —• Esta es la petición más lógica. La anterior, más debería ser hecha por los propios enfermos que por los médicos. En la planificación de la asistencia sanitaria a los humildes se ha hecho gravitar sobre los médicos, practicantes, etc., una carga muy superior a la que les correspondería si se les compara con miembros análogos del cuerpo social. Es evidente que hay que echar un salvavidas a los necesitados, pero ese salvavidas lo han de pagar todos los españoles, no los fabricantes de salvavidas; a los panaderos no se les ha obligado a vender más barato el pan a los pobres. Se ha seguido la política perezosa de hacer lo más fácil. De todas maneras, el verdadero problema no es la cuantía de los honorarios del Seguro, sino que éste ha cegado las demás fuentes de ingresos. Su retribución debería de estar de acuerdo no sólo con el trabajo exigido, sino con el sustraído. Si así fuera, no habría mayor problema. Muchos desean y aceptarían un full-time decoroso, que libera de cuestiones impertinentes a los problemas técnicos, que son los que gustan todos los profesionales de resolver.
c) Ministerio de Sanidad.— Sería perjudicial porque en seguida se convertiría en un refuerzo del estatismo. No es un anhelo de la clase médica, sino de algunas personas. Hubiera bastado para eliminar esta inútil complicación de la cuestión haber lanzado el rumor de que el nuevo ministro no iba a ser ni médico ni abogado, sino un coronel de Estado Mayor. Señalados, de manera muy resumida, los errores de los médicos, debemos de revisar los de los estatistas.
II. Errores de los estatistas, — Se reducen principalmente a uno, pero gravísimo. Acusar a la iniciativa privada, a la sociedad en general, a sus cuerpos intermedios, a sus individuos y a los Municipios y Diputaciones, con la doble imputación de no haber hecho nada en esta materia y de ser incapaces de hacerlo. No impugnan directamente el principio de subsidiariedad, que silencian sistemáticamente pero difunden la creencia de que no se viola.
El Principio de Subsidiariedad. — No estará de más recordar aquí su formulación en la encíclica Quadragesimo Anno: "COMO ES ILÍCITO QUITAR A LOS PARTICULARES LO QUE CON SU PROPIA INICIATIVA Y SU PROPIA ACTIVIDAD PUEDEN REALIZAR PARA ENCOMENDARLO A UNA COMUNIDAD, ASI TAMBIÉN ES INJUSTO, Y AL MISMO TIEMPO DE GRAVE PERJUICIO Y PERTURBACIÓN PARA EL RECTO ORDEN SOCIAL, CONFIAR A UNA SOCIEDAD MAYOR Y MÁS ELEVADA LO QUE COMUNIDADES MENORES E INFERIORES PUEDEN HACER Y PROCURAR".
La cuestión queda, pues, centrada en averiguar si una eficaz asistencia sanitaria a precio asequible a todos los españoles puede ser prestada por individuos o asociaciones y comunidades menores e inferiores al Estado. En caso afirmativo, el Estado viola el principio de subsidiariedad. En caso negativo, los médicos no tienen razón en general, y sus reivindicaciones no pueden salirse de la esfera estrictamente laboral de sus relaciones con el Estado que les contrata, como los de cualesquiera otros productores con sus empresarios.
Historia próxima. — Los devotos de la actual asistencia sanitaria de la Seguridad Social presentan sus instalaciones y servicios rodeados de un nimbo mesiánico. Hasta que ellos llegaron, nadie había hecho nada; cualquiera creería que anteriormente al Seguro de Enfermedad, los menesterosos morían en las aceras, desamparados. Sin embargo, no era así: los hospitales municipales y provinciales prestaban asistencia gratuita a los pobres; de manera espontánea y eficaz, los médicos eran elementos de distribución de la riqueza, porque les atendían esmeradamente por una gratificación simbólica a cambio de acreditarse ante su clientela privada, que con sus altos honorarios les resarcía de ese esfuerzo y venía a ser así indirecta sostenedora de esa asistencia a los pobres. Las organizaciones obreras tenían en perfecto funcionamiento la asistencia a sus afiliados; por cierto, que las plazas de médicos en los servicios de la Unión General de Trabajadores de Madrid no se daban "a dedo", ni por favor político, sino por oposición. La clase media podía cubrir el riesgo de enfermedad en varias sociedades de Seguro Libre, competitivas entre sí, lo cual mantenía una emulación y autovigilancia eficacísima de sus servicios. Nada, pues, de mesianismo ni de redención en la actual Seguridad Social. La iniciativa oficial a niveles infraestatales y la privada han demostrado históricamente su capacidad asistencial.
Los supervivientes. — En el presente, esta capacidad se sigue demostrando en tres variedades de servicios sanitarios: Las sociedades de Seguro Libre que han sobrevivido a la estatificación y que tienen un fin mercantil, buscado y satisfecho de manera honesta, no solamente por las virtudes de sus gerentes, sino por la libre competencia entre ellas. Los servicios médicos de algunos cuerpos intermedios, como Colegios de abogados, ingenieros, etc., que no tienen un fin mercantil sino asistencial y son expresión de la vitalidad y celo por su bien común de esas asociaciones naturales. Y, finalmente, los servicios en que el Instituto Nacional de Previsión limita su función a inspeccionar unos servicios en los que los médicos, los sanatorios y sus clientes se entienden directamente y se eligen libremente; tales el Seguro Escolar y los Médicos de Empresa.
Aquella historia y este presente autorizan cumplidamente el ensayo de una desestatificación gradual, progresiva, a medida que las noticias de las nuevas actividades liberales siguieran confirmando la aptitud asistencial infraestatal.
Un problema mal resuelto que incumbe al Estado. — Solamente un punto puede parecer confuso. Las dificultades surgidas en la asistencia a los pobres de solemnidad en los hospitales municipales y provinciales. Tienen dos raíces: la actitud de los médicos y la congelación de los presupuestos. Los primeros, al desaparecer su clientela han tenido que revisar a fondo su economía, y de esa revisión nació la vivencia de la exigüidad de las remuneraciones que perciben en dichos centros; soportable y aun amable en los buenos tiempos, ha sido tomada en los malos como punto de apoyo para desenfocar en su provecho el remedio natural, una simple subida de sueldos. Han espoleado a los políticos, a los malos políticos, a improvisar los remedios más fáciles que han sido, en vez del aumento de emolumentos, involucrar en esos centros de asistencia actividades lucrativas heterogéneas y anárquicas, pero con el común denominador de ser agresiones al mercado libre, que es patrimonio de toda la corporación médica en beneficio de esa minoría de facultativos, de las instalaciones y del presupuesto; tales la asistencia a enfermos privados, accidentes de trabajo y de tráfico, etc. Por este fácil y vicioso método los hospitales municipales y provinciales se han desnaturalizado con el fin de eludir el aumento de su presupuesto.
Si esos Municipios y Diputaciones no hallaran personas particulares que atendieran a los pobres, y si esas atenciones sobrepasaran las posibilidades de su gestión directa, sería conforme al principio de subsidiariedad, muy de acuerdo con un orden social cristiano, que el Estado, en última instancia, se hiciera cargo de la asistencia a los desamparados e incapaces del cuerpo social. Pero sólo de la de ellos. En la práctica, parece difícil que se llegue a interesar la iniciativa privada en la asistencia dé ciertos sectores de población. Para ellos habrá que aceptar una estatificación de las prestaciones sanitarias, con todo el cortejo de limitaciones e inconvenientes inherentes, tan aireadas últimamente, y que son ciertamente un mal, pero un mal menor que el desamparo.
Dos grupos de población. — Por otra parte, el conocimiento directo de la realidad enseña que las deficiencias de esa asistencia legítimamente estatificada no son tan dolorosas para sus beneficiarios indigentes como se figuran, juzgando por sí mismas, personas de estamentos más elevados. A un empleado le puede, y le debe} molestar ser encamado en una habitación colectiva, no poder elegir a su médico, y que éste no le conceda unos minutos de conversación amistosa. Pero a un gitano nómada y analfabeto, esto le parece lo más natural del mundo; la mecanización de la asistencia le da resueltos pequeños problemas que él no sabe solucionar. Esa protección es buena para los estratos ínfimos sí los incorpora a su nivel superior. La sensibilidad frente a los defectos de la medicina estatificada puede señalar su techo de crecimiento; porque coincide, generalmente, con notas personales que deberían hacer conquistar una medicina mejor. No son los más pobres los que se quejan del Seguro de Enfermedad actual, sino cierta clase media-inferior, con elementos psicológicos embrionarios cuyo desarrollo debería fomentar precisamente esa clase de asistencia libre que intuyen y reclaman y el cual desarrollo está, inversamente, frenado por la Seguridad Social.
El disgusto en general de los asegurados, cuando es legítimo, indica que quienes lo padecen están fuera de su sitio; es un timbre de alarma que avisa que el Estado ha extendido demasiado su gestión. Distingue y acertarás, aconsejan los polemistas.
Las discusiones de estos últimos tiempos hubieran ganado claridad y sencillez de no haber incurrido los contendientes en el error de referirse a la población española como a un todo homogéneo e indivisible.
Unas cifras decisivas. — En un debate serio sobre estas cuestiones, los estatistas, pronto abrumados por la evidencia de la capacidad no estatal para prestar la asistencia sanitaria, se replegarían en esta afirmación: "Es verdad que la iniciativa privada puede garantizar la asistencia sanitaria; pero la que está prestando actualmente la Seguridad Social es superior". Escalón de repliegue de su justificación en el cual conocerían la derrota definitiva.
Este último planteamiento exige, para ser atendido, una publicación de balances detallados de los gastos actuales y pasados de la Seguridad Social en materia sanitaria. Nadie puede con rigor, mantener o rechazar aquella afirmación sin conocer previamente lo que está costando la asistencia médica estatificada. Sin este dato no es posible el diálogo. Y como éste va siendo una exigencia política y social contemporánea, esperamos para un futuro próximo precisiones muy precisas, valga la redundancia, de lo que cuesta una cama-día en una de las grandes residencias sanitarias, o de los gastos de quirófano por intervención en cualquier otro centro estatal de la Seguridad Social. En ellos habrán de estar incluidos, por supuesto, los intereses del capital invertido en las instalaciones. Hasta que esos datos no se publiquen y se ofrezca además una sincera posibilidad de verificarlos, no podemos saber qué, ni cuánto, ni cómo, ofrece la asistencia infraestatal por las mismas cantidades, ni podrá nadie establecer comparaciones.
Con todo, y a la espera de ese momento, un aviso quiero dar: no de una manera racional pero sí con una honda penetración psicológica en las masas, la propaganda estatista tiene a su favor unos elementos ajenos a la sociología que son el avance de la medicina y de las actividades que en este caso la sirven, como la arquitectura, los electrodomésticos, etc. Hay que desenmascarar este fenómeno y decir que si la mortalidad infantil ha descendido es más por la aplicación de plasma y de antibióticos que por la organización de los servicios; que si se hacen con éxito operaciones espectaculares que antes ni se soñaban, a los avances de la cirugía se debe y no a la Seguridad Social; si las instalaciones de ésta parecen cuando están recién estrenadas más atrayentes que centros privados de hace veinte años, es debido a la regla general de que do nuevo gusta más que lo viejo y a los nuevos materiales de construcción.
Un contexto ineludible. — La estatificación de la medicina tiene un contexto importantísimo que, desgraciadamente, también se omite al desplazar el debate de su eje natural. Decía al empezar que este asunto no solamente debería interesar a los miembros de otras profesiones, sino que les afectaba. Inversamente, los médicos deben salir fuera de la medicina para librarla de la estatificación. Deben estudiar el totalitarismo y luchar contra él en sus planteamientos generales y en otras manifestaciones concretas. Solamente se resolverá firme y definitivamente este problema cuando lo sean a la vez los demás que tienen sus raíces encadenadas con él, aunque parezcan superficialmente distantes y se funde un orden social cristiano.
Es curioso ver cómo esta idea acaba de ser formulada con nitidez por el presidente saliente de la Asociación Médica Americana en su discurso de despedida (Chicago y julio de 1966): "Para evitar que la profesión médica sea disminuida por esta ley, tenemos que movernos más activamente en política. Si queremos controlar o, mejor aún, anular la tendencia actual hacia el socialismo, nosotros, los médicos, debemos participar en la vida política del país. Debemos penetrar en las filas de los dos partidos y tener voz influyente sobre la propia organización de los partidos y sobre sus programas."
Es imposible exponer aquí, ni siquiera en esquema, la crítica del totalitarismo. Pero algo conviene decir de la protección a la masa y a la justa y saludable medida de la Seguridad Social. En su conferencia (2) recientemente pronunciada en el Colegio de Abogados de Barcelona, Juan Vallet de Goytisolo reconoce que: "El paro, los accidentes, la enfermedad, la vejez en las masas obreras desorganizadas — es decir, no encuadradas en gremios o hermandades que a través del mutualismo las preveyeran—, o cuando sus ingresos no les permitieran cubrir tales riesgos, dieron lugar a una justificada intervención del Estado."
"Este, sin embargo, tuvo en su mano diversas soluciones. Así, pudo haber impuesto obligatoriamente la necesidad de asegurar dichos riesgos y reservarse la vigilancia y alta inspección de su realización; pudo imponerla y además prestarla, ya él solo subsidiariamente o bien en competencia con las mutualidades y empresas privadas; o, en fin, reservársela monopolísticamente, como tiende a hacerlo. Y, en este supuesto se nota una constante tendencia a ampliar el ámbito del seguro desde los obreros más necesitados de protección a los empleados mejor remunerados e incluso al alto personal de las empresas: Tal vez lo haga así en busca de poder cubrir balances negativos con la percepción de más elevadas cotizaciones posibilitadas por las mayores remuneraciones
de los nuevos beneficiarios".
"Aquí está el punto clave de la cuestión. El Derecho "para proteger a la masa" se transforma en un Derecho que "masifica".
Por otra parte, la total absorción de la responsabilidad en el seguro lleva a su vez —como ha notado Savatier (3)— a disolver la seguridad en el impuesto, pues si el Estado asumía esta carga, lo lógico es que la cubriera del mismo modo que sus demás cargas, es decir, por los impuestos.
Pero, entonces, el peso de la seguridad puede llegar a resultar total. Tal vez quepa preguntar con Savatier si al contribuyente: “¿ La Seguridad pagada tan cara, no le parece la peor de las inseguridades ?"
Alfred Frish (4), aparte de insistir en los repetidos defectos de la medicina socializada (dificultad para la libre elección de médico, mayor gasto en medicinas, superior de lo que se ahorra con el abaratamiento de las remuneraciones de los médicos, y, especialmente, que "pone fin al diálogo confiado entre el médico y el enfermo, aumentando el aislamiento psicológico del individuo y perturbando el equilibrio de la sociedad") nos advierte que: "Cuando se acepta el principio según el cual los profesionales liberales pueden ser transformados en funcionarios, cuando el ciudadano se habitúa a la idea de que el Estado asume toda la responsabilidad de su destino, procurándole una seguridad total del nacimiento a la muerte, no debemos maravillarnos si después, desde el punto de vista político, el individuo se transforma de sujeto activo en sujeto pasivo..." Y pone el ejemplo de Suecia, paraíso de la seguridad social, donde "se observa una debilitación progresiva del dinamismo y del rendimiento al lado de un
desequilibrio psicológico del que dan fe la frecuencia de suicidios y la difusión del alcoholismo, fenómenos bastante dignos de preocupación. El bienestar absoluto se presenta más como un peligro que como un beneficio".
Hay que buscar el justo término equilibrado. Así lo ha precisado Erhard (5), advirtiendo que sus palabras de recelo respecto de un Estado provisor no deben de ser erróneamente interpretadas en el sentido de que pretendiera eliminar el seguro social... Por el contrario... "Lo que yo considero equivocado —dice— es que personas que por profesión y por vocación, así como por su posición en el proceso económico nacional, tienen el derecho y, aún más, el deber de la libertad, se afanen por ingresar dentro de lo colectivo, o mejor dicho, que se imponga y se fuerce a esas gentes a penetrar en lo colectivo". "La protección obligatoria del Estado tiene que detenerse, o debería detenerse, allí donde el individuo y su familia se hallen en condiciones de prover individualmente y con responsabilidad propia." Lo deseable es que el campo del aseguramiento colectivo "se estreche más bien que se ensanche."
(1) "La "socialización" de Juan XXIII y la de sus comentaristas", en La Estafeta Literaria de 15 de junio de 1962
(2) Juan Vallet de Goytisolo, "Derecho y sociedad de masas", pendiente de publicación en Revista Jurídica de Cataluña.
(3) Cfr. Savatier, "Les métamorphosés économiques et sociales du Droit civil d'aujourd'hui" (2.® edición, París, 1952) núms. 375 y sigs; páginas 246 y sigs., y núm. 399, pág. 363.
(4) Alfred Frish, "Seguridad Social, pero no demasiada", en Mercurio, dic. 1965.
(5) Lundwing Erhard, "Bienestar para todos" (trad. española de la 4." ed. alemana, Barcelona 1961), cap. XX, pág. 206 y sigs.
Fuente: FUNDACIÓN SPEIRO
Última edición por Martin Ant; 05/01/2013 a las 17:15
Editado por la administración: mensaje fuera de tema.
Última edición por Donoso; 05/01/2013 a las 22:57
Bien. Prosigamos con la política totalitaria franquista.
En el mensaje anterior hacíamos referencia a la política masificadora de la Seguridad Social. En este caso vamos a referirnos a la política de inflación llevada a cabo así como su efecto masificador en la comunidad política española. Para ello vamos a reproducir la siguiente Ponencia desarrollada ante el Pleno de Académicos de Número de la Real de Jurisprudencia y Legislación el 20 de enero de 1975 por Juan Vallet de Goytisolo, y publicada en la revista Verbo en su número 165-166.
Como en el caso anterior, mi opinión sobre el problema y la solución a la inflación son mejor explicados en el análisis económico de C.H.Douglas, pero los síntomas y efectos desastrosos que produjo la inflación en los españoles durante el franquismo son perfectamente señalados por Juan Vallet en su Ponencia.
REPERCUSIONES DE LA INFLACION EN LO RÚSTICO Y EN LO URBANO, EN LO INDUSTRIAL Y EN LO AGRARIO
POR JUAN VALLET DE GOYTISOLO
1. La prudencia, según Santo Tomás de Aquino (en su respuesta del a 1, q 47, II.- 11.) recoge de San Isidoro de Sevilla, consiste en ver de lejos, en ser perspicaz y prever «con certeza a través de la incertidumbre de los sucesos”.
No se trata, pues, de ser cauto, astuto, parsimonioso, componedor, pastelero, ni de saber salir del paso sorteando los problemas inmediatos..., sino de ser sagaz en la observación de la realidad, en captar la concatenación de causas y efectos, con visión larga y profunda, de modo tal que permita prever lo más conveniente para el bien común, que es la materia de la prudencia política.
En este somero estudio, consistente en repasar los hechos mirando hacia atrás, nuestro cometido es mucho más modesto, pues no tratamos de prever, sino de conocer, a través de lo ya ocurrido, observando las causas de los efectos ya producidos y cotejándolos con las pasadas previsiones —acertadas o equivocadas— e imprevisiones. Nuestra labor va a ser meramente empírica. Trataremos de operar como si fuéramos biólogos sociales, tomando específicamente como campo de experiencias el realmente comprendido por nuestros recuerdos, vividos en los últimos treinta y cinco años, dato que aproximadamente viene a coincidir con el tiempo transcurrido desde que concluimos nuestra licenciatura.
2. Notemos antes que, como ha subrayado Louis Salleron («Toujours l'inflation», en Itinéraires, 150, febrero 1971), una de las características del proceso inflacionario consiste en que destruye y transfiere para construir. Es cierto —como dice este sagaz economista— que la vida económica, como todo otro aspecto de la vida, es siempre destrucción con vistas a la construcción, siempre es consumo con vistas a la producción; pero mientras en la vida normal hay un ritmo y una proporción entre los aspectos destrucción y construcción, consumo y producción, toda proporción queda rota y desquiciada en los períodos inflacionarios.
Naturalmente, esa mayor destrucción es una deseconomía que fuerza una nueva, mayor, más rápida y más costosa construcción., que, a su vez, acelera el ritmo inflacionario en una articulación cada vez más difícil de dominar y, por ello, más tendente a la caída, provocando un alud.
Ese desequilibrio produce, a su vez, otro desequilibrio por las transferencias de riqueza a que da lugar. También Salleron lo ha subrayado.
«Las transferencias de riqueza continúan. Del pequeño al grande. Del más débil al más fuerte. Del individuo al grupo, y del grupo al Estado. No hay más que un automatismo: el de la construcción de Leviatán, que sorbe la sangre y la médula a todas las células vivas de todas las libertades”.
«La inflación destruye el capital de los individuos, de las familias, de las asociaciones, de las pequeñas y medianas empresas, para construir el capital del monstruo totalitario, que, armado de sus ordenadores, somete y planifica, atornillando la carne y el espíritu de la humanidad.»
Aquí no vamos a profundizar acerca de ese evidente influjo de la inflación en la destrucción de las libertades y, paradójicamente a la vez, en la hipertrofia del gran capitalismo financiero y en el desarrollo del socialismo, ya sea en beneficio del llamado capitalismo monopolista de Estado o de la lenta pero implacable transformación del Estado en capitalista único, que acapara así todos los poderes sociales: político, económico y cultural.
Tampoco insistiremos —ya lo hicimos otras veces, la primera hace casi quince años— en la antítesis de la inflación con la justicia. Durante la inflación se produce un forcejeo entre los distintos sectores sociales y entre los diferentes individuos, en el cual todos tratan de transferir a otros los efectos dañinos de la inflación, como ocurre en el juego de la mona con la carta de este nombre. El enriquecimiento y el empobrecimiento ya no depende del trabajo productivo y del ahorro, sino de la habilidad en este juego. Así se modifican todas las reglas de la moral en lo económico y, en general, en lo social, hasta llevar poco a poco a la pérdida de todo sentido moral y de lo objetivamente justo.
Vamos a limitarnos tan sólo a registrar las transferencias de riqueza, operadas por la inflación y por sus pseudorremedios, de unos sectores a otros y observar sus consecuencias sociales.
3. En el siglo XIV, Nicolás Oresmio, al proclamar la necesidad de que el valor de la moneda se mantuviera estable y la ilicitud de su alteración, que implicaba una inicua redistribución de la riqueza, salvó de esa ilicitud el caso de guerra.
En esta situación nos hallábamos después de nuestra guerra de liberación, y esa primera marea inflacionaria nos ofrece las primeras experiencias, matizadas por las circunstancias especiales, internas y externas, que la acompañaron y la consiguiente falta de oro, de divisas y de capacidad exportadora.
Los remedios empleados fueron las tasas de precios, de alquileres, de los cánones arrendaticios, la intervención de ciertos productos, de las importaciones y exportaciones, y el trato fiscal de los beneficios extraordinarios.
El estraperlo sorteó la tasa y el racionamiento de los productos alimenticios, y el dinero afluyó a los labradores. En cambio, fue efectiva la tasa de los cánones de los arrendamientos. La concurrencia de ambos fenómenos llevó a que muchos arrendatarios compraran las tierras que cultivaban e incluso otras de cultivadores menos fuertes. Sin embargo, es de notar que este fenómeno se produjo más allí donde la propiedad se hallaba ya dividida que en las regiones de latifundios en las que abundaba más el peonaje, y aun en aquellas, como consecuencia, a veces la propiedad se dividió en exceso, o los labradores fuertes dejaron sin tierras a los más débiles, que no pudieron pujar para su compra el precio ofrecido por aquéllos.
En la industria en un mercado intervenido, la tasas de precios y el estraperlo se contrapusieron de tal modo que su choque produjo una honda transformación con el carácter empresarial. Quien más tarde fue ministro y presidente del Consejo Nacional de Economía, Pedro Gual Víllalbí, lo explicó con referencia al empresario catalán.
«... hemos vivido una época de economía convulsa, los negocios se hacían a trompicones; además, en negocios de grandes cantidades había que moverse mucho y con riesgo. Los negocios se hacían teniendo que considerar la legislación que había enfrente, con tasas, racionamientos, fiscalías, sanciones. Esto operaba tanto en la concepción, en la mentalidad del empresario catalán, que éste se encontró con este dilema: tenía que renunciar a sus ideas y hasta claudicar en su moral, o su negocio iba a sucumbir, porque el comercio de estraperlo era fatal. Hay una consideración que nos la hemos de hacer todos, que es una lección histórica, fatal.»
Ello dio lugar a que varios empresarios de solera acabaran vendiendo sus fábricas a sus mismos encargados o gerentes, enriquecidos por el estraperlo efectuado por su cuenta y riesgo, o que aquéllos dejasen la dirección a la generación joven.
«En Cataluña, la expresión de "gerente joven" —sigue Gual Villalbí— tiene un significado y llegaba o iba en camino de tener una consistencia. Le» gerentes jóvenes se reunían., celebraban sus cenas, y así se iba constituyendo un cuerpo de gerentes jóvenes. El gerente joven, naturalmente, era el adecuado para llevar las empresas en nuestros días, pues aportaba a ellas el desenfado de la juventud y también, los atrevimientos consiguientes.
»Por estas razones, el empresario joven, el gerente joven, ha ido tomando una personalidad, y se fue haciendo un modo especial de conducir los negocios. Se ganaba en una hora lo que antes se ganaba en un año, y ante la evidencia de esto hubo de claudicar el empresario viejo. Esto hizo perder, en parte, en bastante parte, el espíritu
de prudencia, de cautela y el modo tradicional de conducir los negocios, que se han ido desvaneciendo.»
4. Quienes pagaron realmente la inflación fueron los jubilados y los pensionistas, en general, y también los propietarios de fincas arrendadas o alquiladas, que sufrieron la congelación de sus alquileres y cánones arrendaticios. Es especialmente revelador seguir el hilo de consecuencias que de las medidas antiinflacionarias desgranaron. Tratando de sintetizarlas y ordenarlas, podemos señalar como más destacadas:
a) La formación de un falso derecho (siguiendo la terminología que Rueff aplica a los surgidos del desorden causado de consumo por la inflación y por las medidas tendentes a frenar sus efectos sin atacar a sus causas) de los arrendatarios e inquilinos, derivado
del hecho de que el arrendamiento quedó convertido en el derecho de gozar de la vivienda o local por menos renta de la que conmutativamente le correspondería. Falso derecho cuantitativamente valorable por la diferencia existente entre el valor en uso de la vivienda o el local arrendado y el importe del alquiler tasado; y bajo otro aspecto, por la capitalización de esta diferencia. La primera diferencia provocó los subarriendos y convivencias, autorizados o disimulados, y la segunda, los traspasos y cesiones, aceptados o no, y las primas a la propiedad o a los administradores venales para que los consintiesen, y, además, invitó a conservar la vivienda alquilada o el local arrendado fingiendo ocuparlo, aunque no se necesite, cuando la ocupación es exigida para conservar el derecho, del que ya sólo interesa ese «falso derecho», correspondiente a aquella disparidad entre el valor de su uso y el montante de su contraprestación.
b) La desaparición del interés del propietario por conservar en buen estado los edificios arrendados, pues su «negocio» (identificado con su liberación de los «falsos derechos» de los arrendatarios) consiste en que la casa resulte ruinosa, especialmente si la regulación urbanística le permite edificar mayor volumen y, aún más, si la valoración fiscal del solar le impulsa a lograr la efectividad de ese valor. De esta última circunstancia hemos visto desgranarse consecuencias lamentables, como la pérdida para Madrid de uno de los más bellos paseos de Europa, el de la Castellana. No es preciso hablar de los edificios en ruina, ni de algunas catástrofes originadas al derrumbarse.
c) Durante bastantes años su repercusión en un alarmante descenso de la construcción (luego veremos cómo y a qué costa se logró salir de ese impase).
d) En definitiva, la tendencia a la desaparición del inquilinato, no sólo en las nuevas edificaciones, sino también en las de renta antigua, que fueron vendiéndose por pisos.
e) Y, a la vez, la deficiente construcción de las nuevas viviendas, que ya no se edifican como antes, como inversión duradera donde colocar lo ahorrado, sino como un negocio rápido. No interesa la solidez de la construcción, que otrora pensaba legarse a los nietos, sino su inmediata venta con la máxima ganancia. El índice de duración de los edificios nuevos lógicamente sufre reducción, a la par que la, falta de reparaciones en las casas antiguas, por unos propietarios a quienes no rinden, ha de repercutir también en que su duración se reduzca. Así se incuba un nuevo problema, que es endosado a las generaciones inmediatas.
5. Podríamos seguir enumerando consecuencias en lo industrial y en lo agrario, en lo urbano y en lo rústico, de esa primera etapa de la inflación, pero sólo enumeraremos la secuela que tuvo en la financiación del crédito correspondiente a la construcción, a las mejoras agrícolas y el equipamiento industrial Dejaron de interesar al público las cédulas hipotecarias, que por su renta fija y valor nominal sufren radicalmente la inflación. Primero se obligó a Montepíos y Mutualidades a que acudiesen a suscribirlas. Por fin las tuvo que asumir el Estado o impuso su suscripción forzosa, oficial u oficiosamente, a Bancos o Cajas de Ahorro, o bien estimuló la inversión privada mediante exenciones fiscales importantes.
Como epílogo de esa primera fase, interesa destacar que fue enorme la carestía de viviendas sufrida, especialmente en las grandes capitales, y la consecuente necesidad de promover la construcción de viviendas económicas, forzó la intervención del Estado y la habilitación del crédito preciso para ello, que, en contrapartida, sirvió de dispositivo para la explosión de la segunda etapa inflacionaria.
El Estado moderno se considera con capacidad y fuerzas suficientes y con la debida competencia para acometer, con medidas di-rectas o indirectas, toda clase de empresas, y entre ellas, sin duda, el de nivelar la oferta de viviendas con su demanda. Así el presupuesto se grava notablemente o aumenta extraordinariamente la emisión de cédulas para la construcción —de suscripción más o menos forzosa a través del ahorro privado depositado en cuentas corrientes o libretas de ahorro—. De este modo resulta siempre más difícil la estabilización monetaria, y las consecuencias de lesas medidas las sufre con mayor dureza el sector privado propiamente dicho, al restarle posibles
medios.
Si la inflación y la tasa de los alquileres arruinó a un estamento social, el de los caseros, pertenecientes a la conservadora clase media, en cambio, la intervención del Estado, estimulando la construcción con primas, préstamos a bajo interés y largo plazo, con exención de impuestos, ha enriquecido a otros en forma económicamente más gravosa a la nación y en proporción muy superior al beneficio que fue concedido a los antiguos inquilinos con el establecimiento de la tasa.
Por otra parte, la promoción y la protección estatal se verifican a ráfagas, por razones de oportunidad, que hieren la justicia. En efecto: El país se halla dividido, en virtud de esa protección, en unos propietarios duramente gravados por la contribución urbana y arbitrios municipales y en otros beneficiados en el 90%. Unos constructores disponen no sólo de las bonificaciones, sino del crédito a bajo interés y largo plazo, y otros se hallan completamente desprovistos de protección oficial, siendo así que en ocasiones tal diferencia de trato no depende sino de una pequeña distancia topográfica o de una insignificante diferencia cronológica. ¿Se ha pensado en que, aparte de la protección a las viviendas más modestas, sería tal vez mejor que el Municipio emplease en la urbanización muchas plusvalías, que pierde con las bonificaciones, y en que la protección de las nuevas construcciones no rigurosamente sociales fuese menor, pero indiscriminada, como la vieja Ley del Ensanche enseñaba?
Pero los dos más grandes peligros que pueden resultar de la intervención estatal, que, por otra parte, llega a ser necesaria en esa materia, son los siguientes:
1.º Que los ciudadanos se habitúen a no realizar esfuerzo importante alguno sin la orientación y ayuda del Estado y consideren normal que éste les facilite gratuitamente el capital que necesiten para construir o adquirir su propia morada.
2.º Que las medidas estatales que acompañan a la promoción o protección de viviendas beneficiosas para los sectores de la población económicamente más necesitados, al propio tiempo, les someten a éstos, a tan alto grado de dependencia de los poderes públicos, que plantea un grave problema político si los beneficiarios llegan a ser la mayoría de la población. El precio consiste en la pérdida de la libertad. Así Sauvy ha observado que en Francia:
«Si se penetra más profundamente en los arcanos de la legislación y de los reglamentos, se observa que los principales esfuerzos se han desplegada no tanto en favor de la construcción de viviendas como contra la construcción juzgada no ortodoxa.» Siempre, plutôt mourir selon les règles que d'en rechapper contre les règles.
6. Llegamos a 1959 con la convicción de que era precisa la estabilización. Algo antes, en Francia, Jacques Rueff había orientado y realizado esa política, de la que además era su apóstol, defendiéndola en escritos y conferencias, como la que pronunció el 8 de abril
de 1959 en la Casa Sindical de Madrid, con el título «El franco y Francia a partir de la reforma financiera de 1958». Esa inquietud nos llevó a estudiar el tema desde el punto de vista jurídico, que desarrollamos en octubre de i960 en el Discurso de Apertura de aquel año judicial en la Audiencia territorial de Las Palmas y, más ampliamente, en Revista Jurídica de Cataluña del mismo mes, con el título «La antítesis inflación-justicia».
Pero, tras la estabilización, no se hizo esperar, con el impulso del desarrolla apresurada y la ola turística, con el ingreso de divisas que habían de ser traducidas en moneda circulante, una nueva etapa inflacionaria, de cuyos beneficios hemos gozado en las capitales, pero de cuyas consecuencias dañinas ha venido sufriendo nuestra agricultura,
mientras nosotros sólo las comenzamos a notar.
Repitamos lo observado al principio. Toda construcción acelerada implica destrucción y transferencias, aceleradas también, que actúan a la vez como causas y efectos de una inflación, formando con ella un. conglomerado, o un círculo vicioso, risueño al principio, pero trágico al final.
Perdonad que me refiera, otra vez, al «Cuento chino» que a mediados del siglo XIX Federico Bastiat incluyó en Sophismes économiques, como ilustración frapante. Narraba el autor que un emperador chino ordenó cegar el canal que unía las grandes ciudades de Tchin y Tchan y construir, a una distancia de treinta kilómetros, una carretera paralela al antiguo cauce. Al poco tiempo, en torno a la carretera comenzaron a surgir fondas, hoteles, talleres, comercios y sucesivamente se construyeron pueblos y después ciudades. ¡La sabiduría del emperador fue por todos admirada y loada! Hasta que pudo advertirse que lo ocurrido se había reducido a consumar un traslado de riqueza y de la vida misma, que había existido en torno al canal, a los bordes de la carretera que le sustituyó como medio de comunicación. Y, aún, con todos los inconvenientes humanos y el consiguiente gasto que todo traslado significa.
El finado Raymond Berrurier, notario francés, alcalde que fue de Mesnil Saint Denis, secretario de la Sección francesa del Consejo de Municipios de Europa y vicepresidente de la Asociación de Alcaldes de Francia, en la comunicación, que presentó al Congreso de Alcaldes de Francia de noviembre de 1966, observaba que muy a menudo, en las comarcas «donde se esperaba el nacimiento de 'polos de desarrollo', aparecían, por el contrario, áreas de depresión, porque los pueblos ya existentes absorbían para su provecho propio todos los beneficios circundantes, produciendo inmensas áreas de depresión en toda Francia». Y así, concluía, «la dulce Francia, cuya riqueza, armonía y equilibrio han sido durante largo tiempo la envidia del mundo entero, ha sido revuelta por un desequilibrio ruinoso entre las ciudades superpobladas y las campiñas exangües».
Especialmente, ese fenómeno vacía el campo, falto de protección, que ve a sus antiguos pobladores marchar a la ciudad como obreros de industrias protegidas, mientras las tierras quedan incultas y poco después invadidas de maleza.
Se producen verdaderas deportaciones económicas y social, provocadas por la aceleración de la expansión industrial y por la disminución del bienestar agrario, frenado mediante importaciones de choque, dirigidas a impedir que el alza de los precios agrícolas sea paralelo a la subida de los salarios y precios industriales.
Esta transferencia del campo a la ciudad y a las nuevas industrias y construcciones, y en ayudas a éstas de lo descapitalizado en las aniquiladas, que es proyectada en forma precipitada y suele realizarse demasiado velozmente, va inevitablemente vinculada a un proceso inflacionario.
No afirmamos en modo alguno, como hoy suele asegurarse, que no es posible el desarrollo sin inflación. Esto no es cierto. Se tienen evidentes pruebas de la contrario. Jesús Prados Arrarte, en su reciente libro La inflación, recuerda algunas. En el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda los precios cayeron desde 1870 a 1895, pero el producto nacional bruto subió más en este período que en el siguiente 1895-1913, con los precios en alza. En U. S. A., el decenio que en relación al anterior acusó el máximo aumento per capita de dicho producto fue el 1879-1888, ya que creció en un 50,6 %, mientras bajaron los precios un 19,5 %. Después de la Segunda Guerra Mundial, Alemania Federal y Japón consiguieron los máximos índices de desarrollo con precios relativamente constantes, mientras muchos países iberoamericanos, que han utilizado deliberadamente la inflación como instrumento del desarrollo, han visto que el índice de éste se les reducía en relación al alcanzado en períodos anteriores.
No afirmamos, ni podemos afirmar, pues, que necesariamente haya correlatividad entre desarrollo natural y sólido con la inflación. Lo que decimos es que ese tipo acelerado y destructor de desarrollo forzado sí que va siempre ligado a la inflación, hasta que finalmente va siendo asfixiado por ella.
7. Aparte de lo expuesto, la inflación en el ámbito industrial tiene como inevitables consecuencias el desgaste y la malinversión de capital. Lo primero, porque, al estar valorado el capital en moneda sana, fácilmente los beneficios, obtenidos en moneda inflacionaria, parecen mayores si no se advierte que las sumas destinadas a amortización
y previsión no han de calcularse con relación a las cifras que fueron contabilizadas en moneda sana, sino traduciéndolas a su equivalencia con la de curso actual, tal vez incluso a la que se calcula para el momento en que se haya de reponer o de hacerse efectiva la previsión.
La malinversión es una consecuencia: en primer lugar, del aumento ocasional de consumo, producido por la inflación, y de la creencia en que este mayor consumo será permanente, y, en segundo lugar, de que, en cambio, se resta este capital de fabricaciones que tienen asegurado un necesario consumo real, pero que durante la inflación resultan menos rentables por sufrir implacablemente los efectos de las medidas antiinflacionarias adoptadas por el Gobierno. Así ocurre que industrias que realmente debieran haber crecido pueden quedar estacionarias, decrecer e incluso arruinarse, por haberse descapitalizado; mientras tanto se producía afluencia de capital hacia producciones de menos interés para los consumidores, o simplemente marginales en momentos de normalidad monetaria.
El fenómeno ha sido subrayado por Luis Olariaga: «Sacar obreros de la agricultura para incrementar el peonaje de industrias que sólo transitoriamente pueden mantenerse sin periclitar, no puede entusiasmar a ningún economista. Al ingeniero, al político, al sociólogo, puede bastarles con organizar empresas, con establecer industrias, con hacer cosas que se vean; mas para que el economista pueda dar su beneplácito es menester que las empresas que se crean tengan utilidad cierta para la defensa o para la vida económica del país, o arrojen productos exportables o prometan un rendimiento estable y ofrezcan con ello seguridades de perduración a las empresas. Lo demás es, sencillamente, amontonar cargas públicas en el asilo presupuestario estatal.»
Pero, además, hay otro hecho que no es posible olvidar:
Los bienes que existen en la tierra no son patrimonios de una sola generación. Tenemos verdaderos deberes con nuestros hijos, tanto mayores cuanto mayor sea el patrimonio que nos hayan legado nuestros padres.
La justicia conmutativa tiene en este aspecto una dimensión intertemporal.
Y, en este sentido, es evidente: a) que la inflación consume el ahorro líquido de las generaciones anteriores en proporción a la dimensión de la inflación producida (el ahorro pierde poder de in-versión al desvalorizarse con la inflación, y, en consecuencia, la gente va acostumbrándose a no ahorrar), y b) que, al producir descapitalización y malinversión de capitales, es natural que gravará terriblemente a las futuras generaciones, que tendrán que luchar para recuperarlo. Rueff lo ha dicho lapidariamente. «La inflación no sólo destruye el presente, sino el porvenir, cuya fuente ciega...»
De la inflación sólo se sale mediante la1 austeridad, a través de un período de deflación o cayendo en la catástrofe y, en todo caso, la generación que haya gozado en la euforia de los primeros años de la inflación habrá dilatado su problema, endosándoselo a la nueva generación, empobrecida en igual medida que la descapitalización o inflación sufrida.
No se olvide que la inflación indefinida es imposible, porque produce un movimento autodestructor.
La nueva generación pagará con su trabajo y sufrirá con su sacrificio lo que la anterior despilfarró, descapitalizó y malinvirtió. Después de haber escuchado hasta la saciedad la vanagloria de sus gobernantes, que presumían de haber elevado el nivel de vida, terminará dándose cuenta de que todo fue ficticio y que no hizo más que gastar los ahorros de las generaciones anteriores y empeñar e hipotecar a las siguientes.
Unos gobernantes con medidas dolorosas y antipopulares purgarán y harán purgar los éxitos ficticios de que se vanagloriaron sus antecesores, que los habrán obtenido a costa de la inflación.
El canciller federal Erhard fue rotundo al respecto: «La inflación nos viene sobre nosotros como una maldición o un hado trágico; es siempre una política desaprensiva o criminal la que la provoca.» Tiende a sustituir la seguridad familiar por la seguridad
social, consiguiendo, por lo menos, destruir la primera, pero sin alcanzar la segunda en forma efectiva, sino tan sólo de un modo ilusorio.
8. Pero veamos, al menos panorámicamente, algunos de los efectos mas visibles de la más fuerte y voluminosa transferencia operada en nuestro país en esa tercera etapa de inflación, en la que todavía vivimos, ahora cuando ya palpamos sus consecuencias dañinas, incluso en sectores que al principio resultaron beneficiados por ella.
Santiago Carrillo (Demain l'Espagne, pag. 184) no disimula cuan favorable resulta para el cambio político1, propugnado por el P.C., el empobrecimiento relativo sufrido por los campesinos, que durante la República se hallaban «bajo la influencia de la reacción»;
«Hoy han llegado a ser muy pobres, viven en condiciones peores que los obreros. Con diez vacas, hoy, se gana menos que un obrero industrial. Hay descapitalización en el campo en beneficio de la industria...» «Esta masa campesina, que en tiempo pasado representaba la base de sostén de las fuerzas de derecha en el campo, está en trance de convertirse en fuerza de apoyo de la democracia» (en el sentido, naturalmente, que se asigna a esta, palabra en. términos del P.C.).
Al lado de este hecho, las grandes ciudades crecen aceleradamente, multiplicándose los problemas de todo orden —polución, congestión de la circulación, delincuencia, drogas, etc.—, que inevitablemente provocan estas aglomeraciones, mientras el campo se despuebla, abandonándose los lugares, comenzando por los más agrestes. La multiplicación de incendios, la proliferación de los lobos y la irrupción de perros asilvestrados no son temas ajenos a este abandono. Se produce o aumenta la carestía de algunos productos que antes eran excedentarios... Hace poco se ha firmado con Fidel Castro un acuerdo comercial y crediticio, ventajoso para Cuba, a fin de poder adquirir
azúcar a precio más de cuatro veces más caro —sin contar el coste del transporte trasatlántico— del que hundió nuestra producción remolachera, antes sobrante.
Sin embargo, pesé a todos sus graves inconvenientes y peligros, hay una razón política que, hoy por hoy, hace casi, imposible el cese del crecimiento de las grandes ciudades. El bienestar de éstas preocupa más que el de los campos, aldeas y pueblos, aunque éstos representen la salud del país, mientras las grandes ciudades sean su enfermedad. La ciudad es el escaparate en el que se exhibe toda la obra de gobierno, contiene una masa capaz de alterar el orden público mucho más que todas las dispersas familias campesinas, y reúne unos intereses creados que forman núcleos de presión importantes.
Spengler (Años decisivos, § 16) señaló ya que en 1850, al suprimirse los derechos de importación del trigo, se sacrificó el labrador al obrero. Y Henry Coston (Les technocrates et la sinarcbie, capítulo V., in fine) subraya que en Francia, con referencia al Plan Hirsh, se afirmó que la elevación de la renta nacional no debía quedar neutralizada con un alza de los precios agrícolas. Así el labrador es sacrificado al industrial, al comerciante y al financiero.
Si se defienden con aranceles los productos industriales y se frena, pese a la depreciación de la moneda, el incremento de los precios de los productos agrícolas mediante importaciones de choque y si en contraste se favorece la subida de los sueldos en las empresas ciudadanas, el campo seguirá desangrándose y su sangre poblará los suburbios de las ciudades donde el emigrante piensa hallar otras posibilidades. Si
los líquidos de las explotaciones agrarias se incrementan y se prodigan las exenciones a las construcciones urbanas, el campo seguirá vaciándose y las ciudades creciendo. Si..., etc.
El campo se descapitaliza, la agricultura rinde al cultivador menos que cualquier otra actividad; y, para declararlo viable o marginal, su productividad se calcula en dinero al precio de venta de sus productos; no, como sería lo correcto, en calorías suficientes para alimentar una familia. ¡Los tecnócratas han calculado el mínimo óptimo de habitantes que el campo debe contener para que sus productos sean congruentemente rentables a los campesinos a la par que su precio resulta el mínimo para la población urbana, sin pararse a pensar que con igual razón aquéllos podrían pretender que el sector terciario se redujera también al mínimo y su productividad fuese la máxima, para que los impuestos y los costos de los servicios les repercutieran a los labradores lo míenos posible. Pero la mentalidad urbana predominante piensa en el campo como un lugar de recreo, propio, para veranear, cazar, hacer urbanizaciones, montar paradores... ¡Hasta que vuelvan, los tiempos de vacas flacas!
La inflación se halla íntimamente ligada a este fenómeno de transferencia de riquezas y hombres del campo a la ciudad, junto al que actúa como causa y corno consecuencia, en un endiablado círculo vicioso. Los problemas de la ciudad —vivienda, transportes, paro,
en especial— piden como solución fácil, aunque momentánea, el recurso a la inflación; los remedios empleados, para que ésta no produzca el alza de los artículos alimenticios, empobrecen y despueblan el campo, y, mientras éste se despuebla, crece la ciudad y se reproducen ampliados sus problemas.
Estos no se resuelven curando el pus de los suburbios si con ello se aumenta la hinchazón enfermiza de la ciudad. La curación sólo podría lograrse si se evitara el desequilibrio ciudad-campo y se lograse el mantenimiento de su estabilidad, lo cual, como condición imprescindible, requiere moneda estable que excluya las consecuencias
que inevitablemente dimanan de los pseudorremedios de la inflación.
9. Lo cierto es que en cuanto nos encaramos con el tema de las viviendas urbanas de renta o precio asequibles a la masa trabajadora, en momentos de inflación y de crecimiento vertiginoso de las ciudades, los problemas van saliendo, como las cerezas de los cestos, arrastrando otros: La vivienda económica requiere sudo barato, y la carestía de los solares, se dice, es fruto de la especulación del suelo. A veces quienes más insisten en el tema son los mismos que tratarán de lucrase después con la especulación inmobiliaria, consistente en beneficiarse en la venta de las edificaciones por la circunstancia de haberlas construido en sudo que fue comprado barato.
Aquí se busca un nuevo «chivo expiatorio». Si antes oíamos hablar continuamente de los abusos de los caseros o lo leíamos en letras de molde, hoy se hace correr la tinta o desahogar la boca hablando de la especulación del suelo. Al atacarla, se pretende a la vez —consciente o inconscientemente— que con el debe inflacionario carguen los propietarios de terrenos. No se tiene en cuanta que a muchos de ellos el crecimiento
urbano les ha destruido su paz o su modo de vivir, transformando sus tierras hasta ahora de cultivo en solares potenciales, motivo por el cual no sólo dejan de ser labradores, sino que o bien aceptan ser convertidos en presa de los verdaderos especuladores o, en otro caso, son presentados como enemigos del bien público si resisten las ofertas de éstos o recurren contra los planes urbanísticos proyectados. Se trata de pagarles con precios de ayer lo que luego se intentará vender con precios de mañana, que tal vez serán compensados a los futuros compradores con primas o bonificaciones que, a su vez, deberán ser enjugadas con una nueva inflación. Subrayemos, con François Saint-Pierre («Maîtrise des sols ou maîtrise des homes ?», en Aide au logement, 134, mayo 1974), que los verdaderos especuladores son quienes, anticipadamente bien informados del volumen edificable, fijado en una zona por el organismo estatal competente, compran terrenos agrícolas que casualmente (?) serán pronto urbanizados.
Hace años nos referimos a dos remedios generalmente propuestos para impedir la especulación del suelo. No vamos a repetir su enumeración ni su crítica. Sólo añadiremos unos párrafos del referido artículo de François Saint-Pierre, en los cuales analiza la conocida propuesta de estatizar o municipalizar el suelo, que luego los organismos adecuados adjudicarían a los particulares en exclusivo uso para la construcción efectuable conforme al específico destino de lo edificado. Habla de Francia y señala los previsibles resultados de esa fórmula: «Sólo los amiguetes podrían construir, mientras los otros no obtendrían los terrenos necesarios. Y si los distribuidores quisieran dar una razón, les resultaría muy sencillo decir a los demás: "Bien quisiera daros un terreno, pero no hay para todos." Con la atribución de los terrenos se recibiría la indicación de concertar la construcción con tal empresa o de encargarla a tal arquitecto, cosa que ya ocurre con las peticiones de autorización para construir; es decir, que las empresas no gratas quebrarían y los arquitectos independientes no podrían subsistir. Y, aún, en caso de no haber alojamiento para todos, sólo quienes se conformaran con la voluntad de los mandamases podrían obtener un techo para sus hijos. La esclavitud se reinstauraría poco a poco, comenzando por los más pobres.»
10. Nosotros repetiremos cuáles creemos que son los remedios posibles y eficaces.
Previamente recordemos que aquellos remedios de la inflación que, para paliar sus efectos en cuanto perjudican a las masas ciudadanas, frenan la subida de los productos alimenticios, dan lugar a que se despueblen los campos, y hacen huir a emigrantes hacia las ciudades, mientras que por los efectos expansivos, propios de la misma inflación
que no son frenados, estas ciudades crecen y se extienden. Esto ya de por sí hace subir la demanda de solares, tanto y tan rápidamente como se prevé que será aquella expansión. Por ello, como no es posible eliminar los efectos sin erradicar sus causas, si verdaderamente quiere resolverse el problema, hay que atajar al fenómeno actual que concentra la población del país en los grandes núcleos urbanos y hay que atacarlos en sus mismas raíces.
En primer lugar, es preciso, nada más, pero nada menos, mantener estable el valor de la moneda. Como ha observado Sauvy: «A falta de moneda metálica, a falta de moneda de papel sólidamente sostenida, los particulares buscan, muy naturalmente, otra sustancia y
la hallan en la piedra.» Si la mala moneda desplaza del mercado a la buena, el papel inflacionario hace fluir los ahorros hacia los terrenos.
No se trata sino de una aplicación de la ley de Gresham: la moneda mala quita siempre el puesta a la buena. Cuando toda la moneda es mala, la moneda buena es sustituida por otros bienes que asumen su función de ahorro. La tierra, que sustituye al metal precioso
y más aun si está urbanizada (que equivale a moneda de metal acuñada), tiende a servir de ahorro, en general más para evitar que lo ahorrado sufra los efectos de la depreciación de la moneda oficial que propiamente para especular.
Se dirá que también cabe equilibrar con la moneda desvalorizada los terrenos no edificados, despreciándolos, a su vez, con impuestos que agoten su valor o que lo reduzcan paralelamente. De conseguirse, nos tememos, que el fracaso sería mayor. Si no se hallaran otros sustitutivos de la moneda buena, el hombre dejaría de ahorrar, de prever, de ser responsable de su futuro y del de sus hijos. El Estado tendría que ahorrar por todos, que financiarlo todo, que ser responsable por todos; y todos seríamos esclavos de quienes asumieran las palancas de mando de ese Estado que se ocuparía de todo. Dependeríamos de ellos como el ganado de sus pastores y estaríamos guardados por sus guardianes como el rebaño por sus perros. En el mejor de los casos, podríamos aspirar a ser ganado bien alimentado, bien cuidado y bien educado. Tenemos ya muestras en diversas partes del mundo...
11. La privación, incluso potencial, de los instrumentos precisos para que su iniciativa pueda desarrollarse acaba desvalorizando al hombre. Elias Canetti (Masse et puissance, Gallimard, 1966, págs. 194 y sigs.) ha observado la correlación entre inflación monetaria y la masificación del hombre, y entre la concurrente desvalorización de éste y la del dinero.
«Tal vez se vacile en atribuir al dinero, cuyo valor es fijado arbitrariamente por los hombres, efectos generadores de las masas que sobrepasan en mucho su propio destino y que tienen algo de absurdo y de infinitamente humillante.» Con la inflación, el individuo «ha perdido su solidez y sus límites; es diferente en cada instante. Ya no es como una persona; ya carece de toda especie de dureza. Tiene cada vez menos valor...». «Se puede observar en la inflación una algarabía de devaluación en la cual los hombres y la unidad monetaria se confunden del modo más extraño. Son intercambiables...» «Y todos juntos están, entregados a ese mal dinero, y todos juntos también se sienten, como él, sin valor.»
¿Puede salirse de la inflación sin caer en la esclavitud, cuando el hombre está masificado?
El proceso comienza cuando se confunde el significado del bien común, y se le orienta; hacia fabricar más para tener más, en lugar de dirigirlo a ser mejores. Entonces las obras se consideran primero que el hombre. Lo que es para el hombre preocupa más de lo que es el hombre. En seguida surgen los aprendices de brujo que, queriendo edificar la ciudad ideal, la utopía, comienzan a construir la torre de Babel. Para conseguirlo es preciso falsear todos los valores y, naturalmente, también la moneda. Luego bastante será lograr dejarse llevar por la riada sin ahogarse. Los remedios, en general, lo van evitando, pero agravan la situación. Aún se piensa que del nuevo diluvio podemos salvarnos haciendo más alta la torre de Babel, es decir, ensanchando las urbes y volcando en ellas cada vez más dinero, aunque más despreciado, y concentrando más hombres fugitivos del campo, al que siempre más duramente se le echa en cara su retraso y lo arcaico de sus estructuras, lejanas al ritmo trepidante de los motores.
12. En la depreciación del hombre, que la inflación produce, tal vez lo más grave es su pérdida del sentido real de la justicia, que se sustituye por imágenes utópicas, incompatibles con la naturaleza real del hombre. Perdónenme que, para concluir, repita dos párrafos que consigné hacia el final de mi estudio «La antítesis inflación-justicia».
«En el precio que por la inflación debe pagar la sociedad al Estado, tal vez la prestación más grave sea la imposibilidad de justicia en materia económica...
»Cierto que hoy nos hallamos en un mundo que pretende supeditar el derecho y la justicia a la efectividad y la eficacia (añadamos que incluso llega a confundirlas). Pero precisamente contra este criterio debemos luchar. La técnica ha de estar al servicio del hombre y de sus fines, no viceversa. Conviene recordar aquel fragmento del diálogo Gorgias, en que Platón nos relata la réplica de Sócrates a su positivista contradictor Calicrates, cuando éste exaltaba a Temístocles, Cimón y Pericles: 'Ellos han engrandecido el Estado, proclaman los atenienses} pero no ven que este engrandecimiento no es más que una hinchazón, un tumor lleno de pobredumhre, porque de una manera descabellada estos antiguos políticos han llenado la ciudad de puertos, arsenales, murallas, tributos, y otras necedades semejantes, sin conseguir la \templanza y la justicia.'»
Conviene recordar que la historia nos enseña que, después, también. se arruinó Atenas y que perdió su libertad por muchos siglos...
De nada sirve que la sociedad se enriquezca si el hombre se desvaloriza. Su bienestar, su paz material, su cultura, incluso, resultarán efímeros si se desvaloriza su templanza, su fortaleza y su sentido real de la justicia, aunque la culpa arranque de que haya fallado la prudencia (en el sentido clásico del término) de los gobernantes en el momento en que pareció alcanzarse el apogeo. ¿Habrá, ahora, sucedido esto a escala mundial?
Como nuevos Prometeos, hemos querido robar el fuego a la Divinidad, pero no hemos hecho sino algo parecido a lo que Goethe narra, en Fausto —de aquel pobre diablo al que se le convirtieron en escarabajos las cuentas del collar que había tomado como perlas—, preanunciándonos así nuestra decepción final, tras el engaño de la euforia que en sus comienzos nos había hecho sentir la inflación, cuando Mefistófeles, disfrazado de bufón del rey, había ido convirtiendo todo lo que tocaba en oro, ficticio al fin.
APOSTILLA
Cuando leímos esta comunicación en el Pleno de Académicos numerarios, nos hallábamos en España en la enumerada como tercera ola inflacionaria a partir de nuestra posguerra. Hoy, tres años más tarde, sin haber remitido aquélla, nos hallamos en una cuarta, que parece mucho mayor, y en plena stagflation. ¿Qué sector pagará ahora los vidrios rotos de la inflación, aparte de pensionistas y aseguradas? ¿Quedará quebrantada la industria que en las fases anteriores se desarrolló? ¿Es de prever, especialmente, un trasvase del sector privado d sector público, por las consiguientes municipalizaciones o nacionalizaciones de empresas ahogadas por los precios políticos impuestos? Lo indudable es que la fuerza revolucionaria de la inflación resulta evidente en todos sus aspectos.
Fuente: FUNDACIÓN SPEIRO
La conferencia del sr. Goytisolo, de la cual extraigo este único párrafo para no extenderme en la cita, me suena a doctrina liberal.Los remedios empleados fueron las tasas de precios, de alquileres, de los cánones arrendaticios, la intervención de ciertos productos, de las importaciones y exportaciones, y el trato fiscal de los beneficios extraordinarios.
El estraperlo sorteó la tasa y el racionamiento de los productos alimenticios, y el dinero afluyó a los labradores.
¿Frente a la división cotidiana y amorfa de "izquierdas" y "derechas", por qué no dividimos el mundo entre liberales e intervencionistas y cada cual nos marchamos a vivir al lugar del mundo que mas nos guste?. A los que piensan que el mercado negro ilegal (el estraperlo, por ejemplo...) simplemente "sorteaba las tasas y los racionamientos" para permitir que el dinero fluyera libremente, en lugar de decir que el estraper lo robaba comida y recursos a los que mas la necesitaban, yo no los querría conviviendo en el mismo lado que el mío.
Sinceramente, pienso todo lo contrario de lo que opina el señor Goytisolo. Únicamente bajo una política de racionamiento se puede asegurar el mínimo indispensable para toda la población. En situaciones de emergencia económica es la opción mas justa y por tanto, desde un punto de vista político, también la mas cristiana. El Estado no puede confiar en la caridad... sino en la Justicia. Los estraperlistas deberían de haber sido fusilados al amanecer, pero lamentablemente, no lo fueron.
Ni tampoco voy a comentar nada sobre esa afirmación que hace este señor, según la cual antes de la existencia de la Seguridad Social y la sanidad públicas, los que no tenían dinero para pagar un tratamiento médico (es decir, los pobres), eran atendidos gratuítamente en los hospitales municipales y provinciales, que prestaban asistencia gratuita de manera espontánea, esmerada y eficaz por los médicos por una gratificación simbólica, y a cambio de acreditarse ante su clientela privada. Sencillamente, no me lo creo... ni es lo que me han contado en mi familia (le aseguro que mis abuelos vivieron y padecieron el enorme sufrimiento de ver a un hijo enferme y no tener dónde llevarle por no tener dinero...). Ahora va a resultar que la caridad y las casas de socorro municipales suplían al Seguro Médico Estatal que mas tarde nos regaló el Caudillo a todos los obreros. Por eso, como le digo, tantísimas veces mi abuelo nos contaba lo mal que lo pasaban, él y mi abuela, cada vez que alguien enfermaba en la familia... No sabe Vd. las veces que he escuchado contar en mi casa, y de boca de los que realmente sufrieron esa basura y toda esa pobreza que existía durante la monarquía de Alfonso XIII y durante la II República, en lugar de oir las palabras de todos estos ilustrísimos teóricos.
¡¡No sabe Vd. lo mucho que mis padres y mis abuelos celebraron la creación de la Seguridad Estatal franquista!!. Para ellos se acabaron todos esos quebraderos de cabeza a los que habían estado sometidos antes de que el Generalísimo (ese "socialista", que diría Esperancita... y va a ser verdad al final...) les diera dignidad también en la enfermedad, sin tener que mendigar la atención de un médico. Ah..!! y no piense Vd. que mi familia era especialmente pobre, simplemente mi familia era una familia obrera. Pero es que, en los tiempos de los que habla este señor, la mejor palabra con la que se podía definir cómo era la vida de los obreros, es solo ésta: POBREZA. De eso trataba la foto que había pegado en el correo que me fué editado en mi anterior mensaje, por "estar fuera de tema"... A ver qué pasa con éste ahora.
A ver si ahora va a resultar que la beneficencia construyó en España mas hospitales que el franquismo...
Lo siento, paso olímpicamente... Sinceramente, detesto la forma de pensar de este señor. Jamás estaré en el mismo lugar político donde estén éstos tipos. Prefiero que me llamen otra vez ROJO y tener que comprarme otra vez un pasaje a la extinta Unión Soviética.
Un abrazo en Cristo
P.D.: Rojo sí soy... en realidad lo soy por dos veces. Porque mi bandera es la ROJA- NEGRA y ROJA.
Última edición por jasarhez; 16/01/2013 a las 22:38
El siguiente escrito está tomado de la Revista católica tradicionalista Verbo, de su número 123 (págs. 315-318), del año 1974.
COFRADIAS, HERMANDADES Y GREMIOS
POR J . GIL MORENO DE MORA.
Es probable que las primeras asociaciones profesionales en la Edad Media tomasen el nombre de cofradía siendo acaso las de pastores pirenaicos las primeras. En todo caso la primera razón de reunión parece haber sido benéfica, de mutua ayuda, poniéndose bajo el patronazgo de un Santo y muy poco después realizar el fin de ponerse de acuerdo sobre problemas de pastos o mestas.
También se llamaron hermandades sin clara diferencia como las de pescadores, pero bajo el nombre de hermandad también se unieron caballeros (la de Santiago, origen de la Orden), ciudades, valles, nobles, como por otra parte oficios y letrados.
En todo caso, tanto cofradías como hermandades son apelaciones para uniones de carácter abierto, es decir, que en ellas podía ingresar todo aquel que lo solicitase y manifestase algún interés común. Sin embargo estas antedichas dieron luego lugar a los gremios cuya característica parece ser la de cerrarse de forma que se requería un examen de aptitudes para ingresar y esto si no se volvieron hereditarios en el sentido de que se reservaba el aprendizaje a hijos de miembros del oficio. El gremio parece ir más allá del carácter benéfico y dirimidor de litigios que tenían cofradías y hermandades y emprende una verdadera batalla contra el intrusismo, y por el control de la calidad, reglamentación del trabajo, defensa contra la administración o pactos con ella, etc.
Lo cierto es que hay momentos en que es muy difícil delimitar estas definiciones y que el tránsito de unas a otras más o menos rápido siempre tuvo lugar.
Lo que caracteriza estas asociaciones, o mejor dicho, corporaciones de oficio es su origen espontáneo en una necesidad natural de aquellos que se encontraban con los mismos problemas, lo cual se confirma comprobando que sus formas son muy variadas acoplándose los estatutos o fundaciones al contexto natural en que se encuentran. Desde muy pronto fueron un obstáculo para la arbitrariedad de reyes y señores cuando la había, y despertaron recelos profundos que causaron que varios reyes castellanos las prohibieran sin lograrlo. Y en ciertos casos su peso llegando a ser excesivo puso serias dificultades al ejercicio del poder del estado. No es de extrañar, pues la mejor de las cosas puede ser mal empleada. Sin embargo, la Edad Media y el Renacimiento nos muestra que estas corporaciones de oficios llegaron a asumir y resolver muy satisfactoriamente la vida del trabajo y la organización económica del Municipio, incluyendo sorprendentes realizaciones de seguridad social con seguros de paro, enfermedad, viudedad y orfandad, accidente que dados los medios de aquellas épocas aun podrían enseñar muchas cosas a los modernos seguros del trabajo, pues los conceptos de justicia, más presentes que ahora por no conocer la demagogia actual, llegaban a menudo mucho más lejos que los seguros pensados y realizados por funcionarios. Llegaron incluso a fundar universidades que no se llamaron laborales pero llegaron, como una de las de Barcelona, a ser verdaderamente buenas.
No es posible en un forum como este dar una historia prolija ni la cantidad de detalles verdaderamente impresionantes de estas antiguas corporaciones, ni es posible tampoco estudiar todo lo que de aprovechable como idea contienen.
Mas bien sería de interés centrar nuestro pensamiento sobre un punto, el siguiente: Hoy en día no existen estas corporaciones sino los sindicatos y aun con las grandes diferencias de país a país, es un hecho que la fórmula sindicalista adolece de alguna enfermedad, pues en todos los países hay problemas con estos sindicatos. Fuera de España los sindicatos no son simples asociaciones profesionales, y aunque normalmente desprovistos de poder jurisdiccional, son políticos en el preciso sentido de politizados, con lo cual es frecuente que una misma profesión y lugar conozcan varios sindicatos según las ideologías a que se afilien sus miembros. Con ello se quiebra la representatividad, pues ninguno puede hablar lícitamente en nombre de todos los miembros de la profesión. Aquí hay una diferencia importante con los gremios antiguos, pues ellos sí reunían a la totalidad de los profesionales orgánicamente. En España los sindicatos han tomado otra forma y conozco el problema de los del Campo que es de heterogeneidad pues, por ejemplo, el sindicato de la Vid reúne en una misma representación a los viticultores, los comerciantes, los exportadores, los destiladores, los fabricantes de licores, los cerveceros, etc., lo cual quiere decir que el presidente de este sindicato es como un abogado que represente a las dos partes en litigio, pues litigio hay siempre entre el productor que vende y el comerciante que le compra, siendo notable, por ejemplo, en el caso citado, que la mayoría de los componentes del sindicato es la de los interesados en que el productor venda barato, con lo cual ya se puede suponer cómo pueden encargarse de defender los intereses de la producción.
Por otra parte, los Sindicatos responden a una intervención de la administración que a menudo se reserva el nombramiento de los mandos sindicales muy diferentemente al espíritu gremial, en el cual sólo los miembros del gremio eligen a su máximo representante en forma compromisaria. Otra diferencia profunda está en la uniformidad que la Ley obliga para las organizaciones sindicales, lo cual las hace ser frecuentemente inadecuadas, sea al lugar, sea a la idiosincrasia de los hombres, y, por fin, estos sindicatos actuales siguiendo el molde de las administraciones francesas, son centralizados rígidamente complicando la burocracia sindical y encareciendo la vida sindical con ello. También la pertenencia a los gremios era libre, mientras que los sindicatos son obligatorios.
Pero, además, si se compara su función actual con la función de los gremios, constatamos la completa incapacidad de asumir la vida económica de los municipios, incapacidad de legislar, a pesar de que las Cortes tengan muchos procuradores sindicales y lo más claro es que los sindicatos actuales cuando no son para organizar algaradas políticas al servicio de quienes los controle, como sucede en Francia, ven su acción limitada a muy poco más que a informar si se les quiere escuchar y a encargarse del funcionamiento de la seguridad social. Por ejemplo, en las actuales hermandades de trabajadores la tarea que absorbe todo el tiempo del secretario es la corresponsalía del INP que, por lo demás, paga una verdadera miseria a estos empleados sin nómina aprovechando la buena fe que suelen aportar en defensa de los vecinos del pueblo.
El hecho es que en la actualidad ninguna administración encuentra serios problemas en dominar a los sindicatos mientras estos no lleguen como en Norteamérica a tener equipos de gansters a su servicio. Y el único recurso que les queda es el uso de la huelga y las reivindicaciones salariales y fuera de esto en occidente es escasísima la vida corporativa profesional. Menuda carcajada proferiría el Estado Moderno si los sindicatos, por ejemplo, reivindicasen el control de la calidad y la política de precios a seguir, o las obras públicas.
Nuestro mundo no es el de la Edad Media, y pensar que aquellas formas gremiales podrían tal cual resolver los problemas de hoy es soñar. Pero cabe la pregunta de cuál sería la actividad actual de los gremios si el absolutismo, el pensamiento revolucionario y, en fin, el Estado Hegeliano, que es inconfesado modelo de muchos, no hubiesen truncado la vida de aquellas corporaciones naturales. Gambra añade que la decadencia de los gremios empieza cuando Luis XIV los utiliza con fines fiscales, en la primera tecnocratización de los oficios. El Estado llega a vender los cargos gremiales. Los historiadores tergiversan el problema pues presentan a los gremios como defensores del absolutismo y al liberalismo como restaurador al abolir los gremios. No es cuestión de volver atrás sino de tratar de ver si el Estado en que se hallaría hoy el antiguo gremio por natural evolución en el tiempo no resolvería los problemas actuales de manera más satisfactoria que los actuales sindicatos.
El forum está esencialmente encaminado al debate y mi función aquí no es sino suscitarlo; ruego a todos se manifiesten sobre este tema y esta última pregunta.
Fuente: FUNDACIÓN SPEIRO
Uno de los sectores más castigados por las políticas de los tecnócratas de Franco fue el del Campo. Gran conocedor del mundo rural, el que fuera Presidente de la Cámara Agraria de Tarragona, Gil Moreno de Mora, resume de esta manera el resultado de la puesta en práctica de las políticas masificadoras llevadas a cabo durante el Régimen. Personalmente, creo que alguno de los comentarios expuestos por Gil Moreno de Mora necesitarían de cierta precisión o concreción para evitar alguna ambigüedad en lo que se refiere a la crítica que hace del Estado de Bienestar y de la Economía, pues ciertamente estos conceptos podrían reorientarse en un sentido económico tradicionalista no tecnocrático. Pero salvo estas salvedades meramente accidentales o secundarias, en general el artículo está muy bien.
El texto está tomado de la famosa Revista católica tradicionalista Verbo, nº 148-149, págs. 1107-1112, del año 1976.
EL CAMPO, HOY
POR J . GIL MORENO DE MORA.
Cuarenta años son período dilatado en la vida de un hombre y durante este tiempo no hay humano que sólo pueda hacer balance de lo activo, porque la congénita fragilidad, siempre sujeta a error, da también lugar a un pasivo. Balance es el recuento y la comparación entre el activo y el pasivo. De locos o angelistas sería componer un balance únicamente con los éxitos o sólo con los fracasos, porque tal postura, o cierra toda posibilidad a corregir los errores, o imposibilita la conservación de aquellos logros tan difícilmente conseguidos.
El pensamiento recto y honesto es aquel que, buscando siempre el perfeccionamiento, usa del discernimiento para distinguir los aciertos de los errores y, en consecuencia, se esfuerza en guardar y conservar los primeros y en corregir los segundos como dice la voz popular que es de sabios hacerlo.
El Campo ha sido uno de los capítulos de la vida española en el que durante cuarenta años menos aciertos y más errores se han dado, acaso por influencia de corrientes generales en Occidente, y seguramente por el predominio concedido a las gentes e intereses de aquellas ciudades que han crecido hasta ser "grandes Urbes". Las políticas del "Gran Madrid", del "Gran Barcelona", copiadas por Bilbao, Zaragoza, Valencia, Sevilla, etc., han sido auténticamente hostiles al Campo.
Para dar una idea gráfica tomamos unos datos del número 120 de la Revista Sindical de Estadística en el trabajo de Julio Alcaide Inchausti sobre la Renta Nacional (págs. 2 a 30). Los datos computan 1973.
Barcelona, Madrid, Vizcaya, Guipúzcoa y Tenerife suman el 30,4 % de la población, tienen el 40 % de la renta total y ocupan el 4,6% del territorio.
Pontevedra, Valencia, Alicante, Las Palmas y La Coruña suman el 15 % de la población, tienen el 13,9 % de la renta total y ocupan el 6,5 % del territorio.
Sumadas ambas partidas tenemos que diez provincias suman el 45,4 % de la población, tienen el 54,5 % de la renta y ocupan el 11,1 % del territorio.
Si se les suma Cádiz, Málaga, Baleares, Oviedo y Sevilla, que juntan el 13 % de la población, con el 12 % de la renta y el 8,8 % del territorio tenemos un conjunto cantábrico, levante, Islas y Madrid con el 59,2 % de la población, el 66,5 % de la renta y sólo el 19,9% del territorio. Dejando treinta y seis provincias con el 41,8 % de la población, el 33,5 % de la renta y el 80,1 % del territorio.
Barcelona, Madrid y Vizcaya tienen alrededor de 500 habitantes por kilómetro cuadrado.
Guadalajara, Soria, Teruel y Cuenca tienen menos de 12 habitantes por kilómetro cuadrado; veintinueve provincias tienen menos de 60 habitantes por kilómetro cuadrado y sólo catorce provincias superan los 100 habitantes por kilómetro cuadrado.
También sólo catorce provincias superan las 100.000 pesetas de renta per capita y dieciseis no llegan a las 75.000 pesetas.
Es de notar que Madrid, Barcelona y Vizcaya tienen menos del 7 % de su empleo en agricultura y pesca; Madrid tiene el 58,2 % de su población en el sector servicios, Barcelona y Vizcaya tienen el 56,94 % y el 53,88 %, respectivamente, de su empleo en la industria. Dieciocho provincias tienen más del 40% de su empleo en agricultura y pesca, doce provincias tienen entre el 30 y el 40 % en agricultura y pesca.
De lo que cabe deducir que ha habido una política contraria al sector primario produciendo desertización de más de la mitad del territorio y grandes concentraciones con favorecimiento de los sectores industria y servicios en poco más del 10% del territorio.
Con ello, probablemente, el Régimen ha dañado profundamente su más firme puntal, pues en los pueblos y las tierras estaban las gentes arraigadas, que tan sólo por serlo eran los verdaderos partidarios del orden y la evolución sin rupturas, en oposición a las desarraigadas gentes de las urbes proletarizadas y partidarias del desorden y de la Revolución, madre de todas las rupturas. Si ahora el país se ve presentar la cuenta de este error no debe extrañarse y menos aún aquellos responsables que hace años, en el anuncio del Primer Plan de Desarrollo, le dieron estado de doctrina oficial.
En aquellos tiempos fue adoptada desde las alturas del Estado la doctrina de la economía de consumo, puesta en manos de una tecnocracia rectora especialmente ciudadana. De modo inconsciente, el predominio de los valores económicos y materiales sobre todos los demás condujo a una dialéctica y una praxis que en su quintaesencia responde a las tesis marxistas, aunque los hombres del poder se hubiesen horrorizado si tal se les hubiese declarado, porque el materialismo de Occidente está próximo al de Oriente, único que con tales premisas conserva cierta lógica.
Verdaderamente fue un error de simple materialismo que en todo implantó la "Economía", el "Bienestar", como meta y medio supremo, practicando el hedonismo creciente de un pueblo que durante un largo silencio aséptico tampoco desarrolló ni fomentó ideas, doctrinas y pensamientos positivos que fueran antídotos de las ideologías materialistas. Y cuando gran parte del Clero, implicándose en lo político y lo social, abandonó los temas propios del espíritu, el movimiento deslizante ya no tuvo ningún freno y el español medio se recostó en la pendiente del placer, el dinero y el sexo que concretaron la aspiración hedonista.
El Campo se vació con el aplauso de los tecnócratas encaramados en sus estadísticas. Se vació de gente porque fue vaciado de contenido. No es lo peor que se le privara de rentas y se le forzara al endeudamiento actual desde lo alto del poder; lo peor es que en el pensamiento nacional se le haya desvalorizado sistemática y encarnizadamente. Disperso e indefenso a lo ancho del territorio, truncada su representación por los nombramientos a dedo y la anidación del sistema gremial, sin posibilidad de conflictividad brusca y ruidosa, reducido a signo externo de subdesarrollo, el adjetivo "campesino" dio en ser el más peyorativo en la valoración social. Controlados férreamente sus precios, privándoles de inversión en las subestructuras, reducido a nivel de vida fuertemente inferior al de cualquier suburbio urbano, no puede ya ofrecer atractivo alguno para la juventud, que al marcharse en masa deja hipotecado el futuro de la Nación en su mayor fuente de materias primas. Prácticamente se le obligó a pagar todo el costo del Desarrollo de los años 60 sin contrapartida ni propósito de dársela, en un criterio de Justicia social reservado en beneficio de otras actividades, criterio generalizado hasta en las jerarquías eclesiásticas diligentes en hablar de cualquier sector menos del rural.
Toda España ha sido cómplice de este proceso, toda la España de las ciudades que ha ayudado a su ejecución, desde el comerciante que se enriqueció con el valor añadido, el importador que contribuyó con las importaciones llamadas de choque, al industrial que se benefició de mano de obra fácil, pasando por el gobernante o funcionario que aprovechó la dócil mansedumbre natural del campesino y su indefensión ante la presión fiscal.
Durante muchos años y no sólo desde hace ocho meses, hablar del Campo ha sido predicar en el desierto de la indiferencia burlona. Cabe que ahora algunos sindicalistas profesionales, algunos políticos en busca de originalidad quieran explotar el filón de esta injusticia. Cabe que unos empleen esta bandera para acusar al Régimen o que otros la usen intentado derribar el poder. Ninguno es sincero ni está libre de culpas: ni los tecnócratas, ni los demócratas, ni los socialistas, ni los comunistas y los demás totalitarismos, ni partido alguno de los hoy en liza hizo nada por el Campo. Ninguno contiene propósito de equidad, ninguno ha empezado siquiera a elaborar una doctrina del Campo que le pueda devolver una dignidad social ya que no el dinero y el trabajo perdidos. Todos ellos han comido y bebido en su pan y en su vino el sudor mal pagado y las lágrimas no enjugadas del campesino, no renunciando al provecho que obtuvieron con su inmolación. Todos son culpables. ¡Ay de mi España! ¡Ay de mi Campo!
El porvenir es imprevisible, las ahogadas voces que desde hace años claman siguen desoídas. Las consecuencias se verán cuando desaparezcan los pocos que ahitos de desengaños y sufrimientos quedan en la tierra.
Sólo si en el más alto lugar de la Nación se despierta la consciencia de una deuda hacia el Campo, si con voluntad y método se emprende con urgencia la tarea de cambiar las mentes, no de los campesinos, sino del resto de la Nación, sólo si se ponen todos los medios para curar este mal, cabe una esperanza. De no hacerse así la Nación entera exclamará un día como el moro ante lo perdido: ¡Ay de mi Campo! ¡Ay de mi España!
Fuente: FUNDACIÓN SPEIRO
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