Recogiendo el guante lanzado por Alacran, creo que podemos empezar como aperitivo sobre esta cuestión reproduciendo parte de un artículo de Don Miguel Ayuso que escribió con motivo del fallecimiento de Vicente Marrero en el que se recoge una polémica surgida entre el fallecido y Francisco Elías de Tejada a propósito del tema que aquí se propone (y que, por cierto, viene bien al pelo pues en él se recogen unos juicios sobre Menéndez Pelayo, algunas de cuyas frases han dado origen a este debate que aquí se plantea).

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Una polémica cultural y política


Si, por encima de juicios ceñidos, buscamos la singularidad intelectual de nuestro autor [Vicente Marrero], si penetramos en lo diferencial de su “peculiaridad”, si nos las vemos con su valoración dentro del pensamiento español, desembocamos en la escuela tradicionalista o, más ampliamente, si se prefiere, en el pensamiento tradicional. Esta conclusión, absolutamente pacífica e indiscutible en lo que tiene de adscripción, no los es igualmente en cuanto a la univocidad de las expresiones. Elías de Tejada se encargó de ponerlo a las claras en más de una ocasión, por lo que nuestro camino aquí debe comenzar transitando por esos senderos que nos abrió. Luego ya tendremos ocasión de ponderar sus juicios o de matizarlos por comparación.

En efecto, polemizando con Calvo Serer (en 1954) -con el Calvo Serer de Arbor y de la Biblioteca del Pensamiento Actual-, y dirigiéndose -conformé se indicó- a Vicente Marrero (en 1961) con motivo de la aparición de La guerra española y el trust de cerebros, vino a perfilar las relaciones entre cultura, política y cultura política o política cultural. Por encima de ciertos juicios que pudieran resultar excesivos, explicables por causa del origen polémico de los escritos y del talante de su autor, hay un agudo discernimiento de lo que significa en los respectivos campos mencionados la tradición española.

El texto de 1954 es de una importancia excepcional. Se trata del primer capítulo (“El menendezpelayismo político”) de La monarquía tradicional (1), donde, tras afirmar la valía permanente de la lección del polígrafo montañés, pone en tela de juego su estrella política. Menéndez Pelayo -viene a decir- redescubrió la olvidada tradición cultural española, pero no tuvo tiempo de ahondar en nuestra tradición política. El problema surge cuando se pretende trasfundir la savia de su saber en una actitud de política cultural o de política “a secas”, y ese tránsito desde abanderado de una cultura hispánica a abanderado de una política cultural, primero, y luego a gonfaloniero de un entendimiento a la española de la política de España, es cabalmente lo que recusa el profesor Elías de Tejada.

Porque don Marcelino nunca soñó levantar huestes banderizas políticas, bien seguro de la intuición de que su tarea era estrictamente cultural. Porque es sólo a la caída de la Restauración, en 1931, cuando, por obra de Acción Española, cuaja en una política cultural. Porque, sólo a través del engarce de este movimiento cultural con el alzamiento del 18 de Julio, el menéndezpelayismo que en sus orígenes fuera apenas bastión sabio, y que Acción Española cambia en política cultural, adviene al terreno puramente político. Ese es, a juicio de Elías de Tejada, el designio de Calvo Serer y su grupo.

Y de ahí un grave error, pues “una cosa será el legado de su concepción de la cultura española como sistema objetivo de verdades cristianas, inmutable y firmísimo frente a los asaltos de la extranjerización, y otra será su actitud política, que el propio representante de los menendezpelayistas actuales viene a disputar por accidental” (2). Máxime cuando, como es el caso, don Marcelino, que supo historiar como nadie tantas cosas -de manera incomparable en aquellas materias en las que puso sus manos-, no fue historiador del pensamiento político, ni de las instituciones políticas españolas. Lo que quizá sirva para exculparle de sus errores y desconocimientos en tales materias, pero evidentemente le inhabilita para ser tenido como maestro de las mismas. Pues, muy significativamente, confundió el carlismo con un absolutismo dieciochesco, de modo que “ignorando por la vía del estudio la tradición política nuestra y alejado de los portaestandartes de ella, la actitud de don Marcelino fue profundísimamente eficaz en lo cultural, documentada cual ninguna y creadora de un universo de verdades sacado titánicamente de las garras del olvido; pero en lo político quedó en intuición, en mera intuición” (3).

El segundo texto antes aludido, el comentario al libro de Marrero, tiene incluso un tono más duro. Dice así en su último párrafo: “Cuanto antecede proviene del capricho de dar de lado a los varones de las Españas clásicas, por mor de ese sarampión europeísta que anda corroyendo tantos buenos cerebros de hoy. La fortaleza del carlismo reside en algo que veo con pena no acierta el autor [Marrero] a calibrar en sus perfiles totales: en que no es mera continuidad dinástica, sino la continuidad de las Españas contra el absolutismo del siglo XVIII, contra el liberalismo del XIX y contra los varios ismos extranjeros del XX. De ahí que su libro dé esa descomunal preferencia a los autores de los últimos ciento cincuenta años, sin ir a buscar el agua de la gracia española en sus hontanares auténticos: los que manan de los siglos XIII al XVII. Es el error de don Marcelino en su brindis del Retiro el 20 de mayo de 1880, tomando por Tradición política española unas reglas sacadas del teatro de Calderón. Es el error que fuerza a Calvo Serer a estar pendiente del último librito del último escritorzuelo de París o de Viena, olvidando los Saavedra Fajardo y los Gerónimo Osorio. Es el yerro de nuestros regionalistas de la Lliga o del vizcaitarrismo Sabiniano, que traducen al catalán o al vascón ideas extrañas sin citar una sola vez los clásicos de Cataluña o de Euskalerría, vertiendo a nivel regional las propias ideas que Cánovas del Castillo ponía en la lengua de Castilla. Es la confusión de Maeztu no profundizando en la Tradición que intuía y yendo a buscar en el guildismo anglosajón los hitos de su trayectoria ideológica” (4).

Dos ideas nos han aparecido estrechamente unidas y ambas nos van a ocupar en las próximas páginas. Por una parte, señalar las limitaciones de la, por otra parte, obra gigantesca de Menéndez Pelayo. Lo que no cabe es pedirle a don Marcelino lo que no nos puede dar. De aquí surge la necesidad no de seguirle o de repetirle en política, sino de imitarle, trasladando a la historia de las ideas su afán en los estudios que llenaron su vida. La segunda es discernir la paja y el grano en los autores tenidos por tradicionalistas, viniendo así a la distinción entre tradicionalismo y carlismo. Al fin y al cabo, esta segunda resulta corolario de la primera, pues en cuanto acertemos en el planteamiento correcto tendremos el criterio que poder aplicar a una política cultural verdaderamente tradicionalista.

Son las limitaciones de una obra gigantesca las que Elías de Tejada pone de relieve en páginas muy sugestivas. Y escritas con la intención confesada no de destruir sino de apuntalar, de depurar los contornos de las intenciones: “Zapando sin cesar para aventar osamentas culturales, no tuvo tiempo para desenterrar normas políticas; lo único que hizo fue decirnos, eso sí, la manera en que habremos de proceder para desenterrarlas” (5). Creo que ese fue el camino que emprendió Francisco Elías de Tejada, rehacer “la historia de la tradición política española empleando los mismos criterios que don Marcelino empleó para rehacer las ideas estéticas o los orígenes de la novela entre nosotros” (6).

Algo similar ven en la figura, para él también muy querida de Ramón Otero Pedrayo. Y en un artículo escrito para homenajearle con motivo de su jubilación, le califica de redescubridor cultural del tradicionalismo gallego, aunque apunta que cayó en idéntico yerro al que sufrió don Marcelino medio siglo atrás, es decir, el de no entender la tradición política: “Sentó las premisas para la intelección de Galicia, tal como don Marcelino cavó los cimientos para la intelección de las Españas. Pero quedaron en Moisés políticos, oteando desde las cimas de su sabiduría el paisaje cálido de la tierra prometida en la que no llegaron a plantar sus pies de pensadores. Los actos de los dos no definen su entera condición histórica. Porque Menéndez Pelayo es mucho más que un canovista de 1890 y Otero mucho más que un galleguista de 1931. El porvenir ha de juzgarles por los méritos de sus respectivos tradicionalismos culturales y por el inconcebible fallo de no haber apurado las consecuencias reales que en ellos iban seminadas” (7). Francisco Elías de Tejada fue el Menéndez Pelayo de la historia y la tradición políticas e hizo realidad lo que un día planteó en hipótesis.

La segunda idea requiere una explanación más detallada. Por comenzar directamente, con las menores elusiones posibles, diré que a Elías de Tejada, y a los hombres del tradicionalismo último, debemos la prueba indiscutible de que el carlismo -se lo leíamos hace un momento- no es un simple pleito dinástico sino la continuidad de las Españas. Sólo a través del conocimiento y el fervor por la Ciudad cristiana, esto es la civilización forjada en la Cristiandad pre-luterana, prolongada en la Contrarreforma y en la civilización del barroco o española, puede penetrarse el sentido profundo de continuidad y de lealtad históricas que posee el carlismo y su pervivencia hasta nuestros días. No quiero decir con esto, que los pensadores del tradicionalismo anteriores carecieran de esta sagacidad o no comprendieran el significado de su servicio a la causa. Lo que tengo interés en aclarar es que nunca se había hecho tan palmario. Quizá de nuevo vuelva a acreditarse la proporción inversa en que se encuentran la obra teorizadora y la vivencia. Probablemente este hecho se vivió connaturalmente mientras el régimen tradicional se perpetuaba aun en simples jirones. Mientras que la empresa teorizadora, como saber de crisis, alcanza sus mayores frutos en un momento posterior. Los antiguos tradicionalistas no postulaban un designio político, sino que se aferraban a una realidad que precisamente la ideología trataba de desarbolar. Perdida la vivencia, va a cuajar la teorización (8).

Gambra, escribiendo de Mella, dijo que constituía un punto luminoso, tradicionalista y carlista, político teórico y político histórico, entre el tradicionalismo de la primera mitad del XIX, demasiado envuelto por la historia concreta, todavía viva en una situación imperfecta, y el tradicionalismo de este siglo, casi desarraigado de los hechos, envuelto en las brumas de una pasado lejano e idealizado (9). Quizá haya llegado el momento de un tradicionalismo ya puramente teórico, que por un lado facilita la captación doctrinal depurada de algunas realidades pero por otra puede llegar a hacer imposible la aprehensión del fenómeno carlista.

Debemos a Elías de Tejada, en este sentido, un esfuerzo notable por captar el núcleo último de inteligibilidad del carlismo, su originalidad dentro del pensamiento tradicionalista y sus diferencias con otros fenómenos políticos e intelectuales que habitualmente se le consideran cercanos. Esta es la realidad que hay que tener en cuenta para acertar al enjuiciar esta parte de su obra. Podremos quizá encontrarnos con excesos, injusticias, errores o desenfoques. Podremos disentir de algunas de las afirmaciones o concreciones. Pero lo que no deja resquicio a la discrepancia es la intención elucidadota que preside su labor. Y que es necesaria a la vista de tantas mixturas y confusionismos como han venido cercando este tema. Por otra parte, no es exclusiva de él la tarea, pues en ella puso a la obra a buena parte de su pronto volatilizada escuela. Además de los esfuerzos, paralelos a veces, concurrentes en otros, de otros miembros distinguidos del tipo de pensamiento que paradigmáticamente representó.

En un texto inédito del que sólo sabemos que pertenece a su larga etapa sevillana, y que situó al comienzo de la misma, a mediados de los cincuenta, titulado “El tradicionalismo político español”, hallamos materiales interesantes para introducirnos en el asunto (10). Pues, en su apurada síntesis -doce folios mecanografiados- y en su intención divulgadora, sin desmerecer la precisión doctrinal, se convierte en un instrumento privilegiado de acercamiento, de modo semejante a lo que ocurre con otro inédito, este al final de su etapa sevillana, pues es de 1977, y que lleva por rúbrica “Decálogo del tradicionalismo español” (11).

El primer epígrafe de aquél, se llama “Tradicionalismo y carlismo” y constituye un magnífico resumen de la historia dinástica y doctrinal del carlismo. De acuerdo con lo que es doctrina común entre los carlistas, y aparece refulgentemente en el libro ¿Qué es el carlismo?, en éste confluyen tres bases cardinales que lo definen, sin cuya interpretación no puede entenderse, y que son una bandera dinástica (la de la legitimidad), una continuidad histórica (la de las Españas) y una doctrina jurídico-política (la tradicionalista). Según ésta explicación el legitimismo, en un momento histórico concreto, viene a servir de banderín de enganche en defensa de la tradición cristiana de un pueblo ante el ataque de la revolución liberal (12).

Los últimos actos de esta historia nos llevan al alzamiento nacional del 18 de julio de 1936, con importante participación carlista, y a la problemática -desde el ángulo carlista- realidad del régimen nacido de la victoria en la guerra en que, con su fracaso como tal, desembocó aquel alzamiento. Elías de Tejada explica que los jefes militares “impusieron un sistema no acorde con los ideales del carlismo” y que “la actitud a seguir en relación al régimen de Franco provocó una escisión, integrándose en el falangismo caracterizados carlistas, como Esteban Bilbao y el conde de Rodezno (…), [aunque] la mayoría pareció seguir la línea de abstención política preconizada por Fal Conde”. Al presente, continúa, se inicia palpable tendencia a la aproximación: “Con lo cual la bandera de la intransigencia, antes siempre en brazos del carlismo, ha pasado a manos de determinados sectores juanistas, sobre todo el dirigido por Rafael Calvo Serer, quien postula una monarquía tradicional en la línea de los reyes liberales, descendientes de Isabel II. Este cambio y la dejación de la característica intransigencia simboliza la presente crisis del tradicionalismo político español y puede conducir a disociar la equiparación entre carlismo y tradicionalismo, identificados durante ciento veinte años” (13).

Este texto, bastante nítido y bastante ponderado, nos ofrece algunas claves. En primer lugar, en el pasado se ha producido una identificación entre tradicionalismo y carlismo. Pese a la existencia de autores que se salen de tal identidad. En segundo término, aparece un grupo que amenaza con quebrar esa antigua fusión, máxime cuando el carlismo parece aproximarse a un régimen contrario a la doctrina tradicionalista. Así, en la nota bibliográfica final, dice que “aunque ajenos al carlismo, mantienen la doctrina tradicionalista los escritores dinásticamente liberales del grupo formado por Rafael Calvo Serer, Angel López Amo, Gonzalo Fernández de la Mora, Eugenio Vegas Latapie, Jorge Vigón y demás continuadores de la estela de Maeztu”. Pero, en tercer lugar, aparece una clave que termina de aclarar el panorama, y es que “la significación auténtica del tradicionalismo político español se halla muy por encima de la ocasional contienda dinástica entre carlistas e isabelinos” (14). Repitiendo las ideas, conocidas, de que los carlistas son un grupo que, en la lealtad a una línea de reyes, sostienen los principios de la tradición; y que el tradicionalismo político español nace en el instante en que hace crisis el viejo concepto medieval de Cristiandad y brota la realidad nueva de Europa.

A la luz de las consideraciones anteriores no es difícil aprehender las razones de la polémica de Elías de Tejada con Marrero. Pues a fin de cuentas éste, a quien aquél apreciaba -como se demostró en su favorable recensión de El poder entrañable, antes del intercambio de pareceres, y ya después en el hecho mentado de apadrinar su tesis-, no dejó de jugar en política las cartas de la acomodación, principalmente al régimen de Franco, y en el fondo también a la dinastía liberal, pese a su apariencia tradicionalista. Quienes en la época peleaban en el seno de la Comunión Tradicionalista me han recordado en ocasiones esa doble cara finalmente resuelta siempre en un único sentido. Sino por lo demás parecido al de sus mentores y mecenas. Y en todo caso sin indecorosos travestismos ulteriores, que éstos -en honor a la verdad- tampoco hicieron, diferenciándose del tenor marcado por un poderoso instituto secular -aún más a la sazón-, en particular de algunos de sus miembros. Otra cosa es que la trayectoria de Elías, tan severo censor, también conociera de algún que otro vaivén. Como quiera que sea, y participando quien esto escribe de la posición más ultramontana, en el orden del pensamiento, Vicente Marrero está entre los más notables cultores del pensamiento tradicional en la segunda mitad del siglo veinte. Por ello, más que por la amistad que con él me unió, estas páginas in memoriam.

(1) Cfr. Francisco Elías de Tejada, La monarquía tradicional, Madrid, 1954, págs. 13-28.

(2) Id., op. ult. cit., pág. 20, donde se refiere a un texto del propio Calvo Serer.

(3) Id., op. ult. cit., págs, 24-25

(4) Id., recensión al libro de Vicente Marrero La guerra española y el trust de cerebros, Azada y asta (Madrid), febrero-marzo de 1962, págs. 8-10, 10. Puede encontrarse reproducido en Manuel de Santa Cruz, Apuntes y documentos para la historia del tradicionalismo español (1939-1966), tomo 23 (1961), Madrid, 1990, págs. 207-214.

(5) Francisco Elías de Tejada, La monarquía tradicional, cit., pág. 21.

(6) Id., op. ult. cit., pág. 27.

(7) Francisco Elías de Tejada, ”Ramón Otero Pedrayo”, Siempre (Madrid) n.º 1 (1958), s.p.

(8) Esta idea encontramos en muchos lugares de la obra de Alvaro d´Ors. Cfr. por ejemplo, “Sobre el no-estatismo de Roma”, en el vol. de d´Ors Ensayos de teoría política, Pamplona, 1979, pág. 56. Para una aplicación de esta tesis al problema concreto del regionalismo, cfr. Miguel Ayuso, “La evolución ideológica en torno al centralismo”, Verbo (Madrid), núm. 215-216, (1983), págs. 617-638.

(9) Cfr. Rafael Gambra, La monarquía tradicional y representativa en el pensamiento tradicional, Madrid, 1953, pág. 33. En realidad, todo el capítulo introductorio, págs. 7-33, tiene enorme interés al efecto.

(10) Cfr. Francisco Elías de Tejada, “El tradicionalismo político español”, pro manuscripto, Sevilla, s.f. Fijo la fecha a mediados de los cincuenta, quizá en 1955, habida cuenta de que cita su libro sobre la monarquía tradicional de 1954, así como por diversos comentarios circunstanciales, que vierte, concretamente los relativos a la operación del diario Informaciones y a la conjetura, como tal formulada, sobre la conversión del regente don Javier de Borbón-Parma en rey.

(11) Cfr., Id., “Decálogo del tradicionalismo español”, pro manuscripto, Sevilla 1977.

(12) Cfr. Id., ¿Qué es el carlismo?, Madrid, 1971, págs. 28-29; “El tradicionalismo político español”, loc. cit., folios 2-4.

(13) Id., loc. ult. cit., folio 3.

(14) Id., loc. ult. cit., folios 3-4. En cuanto a la enumeración de los tradicionalistas juanistas, mezcla autores de dos generaciones claramente diferenciadas y además de significación no exactamente idéntica. Entiendo, además que Eugenio Vegas estuvo siempre por encima de la intentona de Calvo.

Fuente: FUNDACIÓN FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA