El Pueblo

La noción de “pueblo” es antigua, y su historia compleja. Nos encontramos, por lo que a nuestra cultura occidental se refiere, con los tres elementos que son, para todo, el fundamento de esta cultura: la Biblia, el Corpus Aristotelicum (con los complementos del resto de la filosofía griega) y el Derecho Romano. Para este último, el populus es el conjunto de ciudadanos (cives), que son todos aquellos que llevan un apellido romano, estén donde estén, y se integran en la “res pública”, es decir, la comunidad unida por un derecho y una gestión común propios. Para el pensamiento griego, el “demos” es el conjunto de los que componen una determinada ciudad local, y de ahí la idea “moderna” de que el pueblo es la población de un Estado- como ciudad ampliada- ; sólo que la identificación entre Pueblo y Estado resulta abusiva, y de ella depende el grave error de considerar que nada “público” hay que no sea “estatal”, porque sino, nos quedamos sin entender por qué se habla de “espectáculos públicos”, “venta al público” y también- lo que suele olvidarse- de universidades “públicas” pero no “estatales”. No podemos insistir en ello. En tercer lugar, el pueblo judío, que es el conjunto de los unidos por la Alianza con Yahvé, los circuncisos, el “Pueblo Elegido”.


De una cierta combinación de estos tres elementos procede el uso nuevo que oficialmente hace hoy el lenguaje católico de “Pueblo de Dios”. Su origen más directo es judaico, pero no se trata simplemente de una de tantas herencias del Antiguo Testamento, pues ese uso es reciente, sino que depende de cierta tendencia de mímesis democrática-estatal, a la vez que de aproximación al protestantismo. En efecto, si los protestantes hablan hoy de Pueblo de Dios, como los antiguos judíos, ello se debe a que ni unos ni otros forman una Iglesia, ya que sólo el Catolicismo reconoce que Jesucristo fundó una Iglesia visible, única y jerárquica. La personalidad jurídica, hoy, la tiene la Iglesia, y no el Pueblo el Dios, por lo que debe decirse que este término carece de significado jurídico, a pesar de que en los últimos tiempos se ha incurrido en el error de sustituir el adjetivo “canónico”, para designar el derecho de la Iglesia, por el “Derecho del Pueblo de Dios”. Por la misma congruencia que implica este cambio, es inevitable que se caiga en la posición protestante de negar un “Derecho de la Iglesia” y hablar de “Derecho eclesiástico”, es decir, de un derecho estatal para las distintas confesiones subordinadas al Estado. En este sentido, la experiencia de los canonistas españoles, influida por el protestante Sohm a través de la canonística italiana es, deplorablemente, muy ilustrativa.

Por lo que a la sociedad civil se refiere, cabe hablar de “Pueblo” para designar la sociedad que hoy se organiza como Estado, en un sentido más similar al de “demos político” griego que al del populus de la res publica romana. Y, en este sentido, tiene cierto arraigo en el pensamiento católico la idea de que Dios da el poder al Pueblo y que luego éste decide quién lo va a ejercer personalmente, y cómo, es decir, con qué límites. Esta idea me parece muy imprecisa y muy fácil de degenerar en la consecuencia de que es el Pueblo quien da el poder a los gobernantes y no se limita a retransmitir el que ha recibido de Dios. Este giro del pensamiento sobre el origen del poder político es del todo análogo al del absolutismo que reconocía el origen divino del monarca, pero lo independizaba de su primera causa, que es Dios. Se llega así a un absolutismo democrático.

Resulta interesante observar cómo algunos católicos, fundándose precisamente en aquella doctrina que ve una derivación del poder proveniente de Dios a través del pueblo, llegan a hablar de “soberanía popular”, pero luego, cuando el Pueblo hace uso de esa soberanía, por ejemplo, aprobando una ley contra el derecho natural, se indignan, sin darse cuenta de que ese abuso deriva de las premisas que ellos mismos empezaron por admitir. Así ha ocurrido recientemente en España con los que censuraron a cuantos, como yo, habíamos declarado la incompatibilidad de la “soberanía popular” con la ortodoxia católica, y luego se indignaron con la aprobación de varias leyes contra el derecho natural; aunque fueran “teólogos”, la Teología Política no era su especialidad. La doctrina de la “soberanía del Pueblo” es así tan incompatible con el Reinado de Cristo como el absolutismo monárquico.


Álvaro D´Ors. La Violencia y el Orden. 1987.

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