González y la almeja Ming

JUAN MANUEL DE PRADA





UNA panda de investigadores manazas acaba de dar matarile a la almeja Ming, que era el bicho más carcamal del planeta. Al parecer, la almeja Ming –como cualquier dama que se precie– gustaba de ocultar coquetamente su edad, que el libro Guinness tenía fijada en 405 años; y los investigadores de marras, más desconfiados que burro tuerto, se empeñaron en abrirle las valvas de la concha, para mejor contarle los anillos (la edad de las almejas, como la de los árboles, se calcula por los anillos). Así fue como descubrieron que la almeja Ming había superado en realidad los 500 años; pero mientras hacían el prolijo cómputo la almeja Ming las espichó, para consternación de la comunidad científica internacional. Puesto que, dada su inverosímil longevidad, la almeja Ming podría estar un poco rancia, se ha decidido no emplearla para hacer caldo; en cambio, nos aseguran los expertos que, aunque ya esté fiambre, la almeja Ming permitirá «analizar los cambios climáticos que se han producido desde su nacimiento». Parafraseando a Shakespeare, podríamos decir –sin ánimo de ofender– que hay más cosas entre las valvas de una almeja que las que sospecha nuestra filosofía.
La almeja Ming, que tanto va a contribuir al conocimiento de los cambios climáticos, era islandesa. Y en España, ¿qué longeva criatura podría brindarnos enseñanzas tan provechosas? Muerto Copito de Nieve, sólo se nos ocurre Felipe González, su digno sucesor (por el pelo níveo y por el morro que se gasta), que si bien es un poquitín menos carcamal que la almeja Ming nos permite analizar los cambios climáticos del socialismo español, desde el congreso de Suresnes que lo entronizó hasta la conferencia que pronunció hace un par de días en Málaga, organizada por la patronal.
—Tenemos que cambiar de discurso, empezando por los próximos a mí –afirmó allí Felipe González sin despeinarse, haciendo las delicias de cientos de empresarios, y en alusión a sus conmilitones–. Sólo cuando liguemos la retribución a la productividad empezarán a creernos.
Y añadió que hay que permitir «variedad de contratos» para combatir el paro, junto a otras machadas sin anestesia tomadas del catecismo de la escuela de Chicago. Si la almeja Ming es un termómetro infalible para detectar los cambios climáticos, Felipe González es una brújula fetén para entender el papel desempeñado por el socialismo español durante las últimas décadas, que no es otro sino engatusar a las clases obreras con una farfolla retórica comecuras, mientras se obedecen al dedillo y sin rechistar las directrices de la plutocracia internacional. Nadie podrá decir, sin embargo, que Felipe González haya sido un chaquetero; pues, al parecer, ya viajó al congreso de Suresnes con un pasaporte que Carrero Blanco le proporcionó a instancias de la CIA, que lo consideraba el hombre idóneo para asegurar los intereses de la plutocracia, después de verlo fumar con parsimonia y deleite sibarítico un cohíba.
Felipe González esconde más secretos en su panza de jarrón chino que la almeja Ming entre sus valvas centenarias. Secretos que, por supuesto, nunca serán desvelados; porque, a diferencia de la almeja Ming, que tuvo la desgracia de caer en manos de unos investigadores manazas que no tuvieron rebozo en forzarle las valvas para averiguar su edad, González tiene la fortuna de contar con una fundación dedicada al estudio hagiográfico de su figura que, con rendido amor filial, se preocupará de evitar que hagan caldo con sus aspectos menos favorecedores. Porque si el caldo de la longeva almeja Ming sabe a rancio, el de Felipe González debe de saber directamente a cal.