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Tema: La Monarquía de la reforma social

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  1. #1
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    Re: La Monarquía de la reforma social

    Cita Iniciado por Martin Ant Ver mensaje
    Ángel López-Amo ...estaba posicionado, desde el punto de vista de la política práctica, con los miembros de la dinastía usurpadora-revolucionaria-liberal. Así que, salvo ese pequeño inciso sin importancia...
    O sea, que después de toda la sarta de sermones, resulta que ¡"simpatizar con la dinastía usurpadora liberal" es "un pequeño inciso sin importancia"! (... salvo que lo haga Franco, claro).
    Y eso lo escribe el mismo individuo "coherente" que llama "incoherentes" a Menendez Pelayo, a Blas Piñar, a Lopez Amo... en fin.
    (¿quien me mandará entrar en hilos ajenos donde no se me ha perdido nada? )
    Última edición por ALACRAN; 18/02/2014 a las 10:29
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

  2. #2
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    Re: La Monarquía de la reforma social

    O sea, que después de toda la sarta de sermones, resulta que ¡"simpatizar con la dinastía usurpadora liberal" es "un pequeño inciso sin importancia"!
    Es evidente que me he expresado mal.

    Cuando hablaba de "inciso sin importancia" no me refería, por supuesto, al hecho políticamente lamentable de su posicionamiento a favor de los miembros de la dinastía liberal-usurpadora (aunque conjeturo que de no haber sido por su muerte prematura seguramente habría seguido el mismo camino que otros teóricos tradicionalistas juanistas que, como es obvio, acabaron desengañándose: Eugenio Vegas, Marqués de Valdeiglesias, Juan Balansó, etc, etc...); como digo, no me refería a eso, sino que me refería a esos últimos párrafos del texto que transcribo en donde el autor recoge algunas frases ambiguas y que yo intento aclarar con explicaciones y rectificaciones mías entre corchetes. Hablo de "inciso sin importancia" porque esas pocas frases ambiguas no alteran en absoluto el carácter genuinamente político-social tradicional del conjunto total del texto.

  3. #3
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: La Monarquía de la reforma social

    Aquí dejo a continuación otro texto sobre la misma cuestión, esta vez de la pluma de un legitimista: Rafael Gambra. Al final del texto hago también una aclaración entre corchetes sobre cierto pesimismo que se trasluce en los párrafos finales.

    --------------------------------------------------------------------------------


    Fuente: “Eso que llaman Estado”. Rafael Gambra. Ediciones Montejurra. 1958. Páginas 168 a 176.


    DIAGNÓSTICOS Y TERAPÉUTICAS

    (Epílogo a la versión española del libro de GUSTAVE THIBON Diagnostics)



    Fue Bonald quien escribió: “los hombres que por sus sentimientos pertenecen al pasado y por su pensamiento al porvenir hallan difícilmente hueco en el presente”.

    Puede ser éste todavía el caso de Gustave Thibon, de este luminoso pensamiento quizá inmaduro aún para ser comprendido y asimilado por la época que vivimos.

    Diagnostics, libro sorprendente, de título y contenido plurales, hace desfilar ante nosotros temas diversos, como la afectividad humana, el trabajo y el ocio, las clases sociales, el egoísmo, la centralización política, la moral y las costumbres… Cuestiones todas iluminadas por una nueva luz, captadas desde un ángulo enteramente inédito. El resultado de su lectura y meditación no es, sin embargo, plural, sino singular, profundamente único y medular: diríase que todos esos temas dispares confluyen, como los rayos que les iluminaban, hacia un solo foco superior: los diagnósticos han culminado, en la mente del lector, en un diagnóstico general y único de la época que vivimos, de la enfermedad profunda que padece el cuerpo social de que formamos parte.

    Tal vez ese diagnóstico general pudiera resumirse en esta conexión de ideas: Durante dos siglos sopló sobre esta civilización llamada occidental o cristiana el viento del racionalismo, el designio de ajustar la vida de los hombres y de los pueblos a los dictados de la razón especulativa. El apogeo de esta eclosión racionalista correspondió al siglo XVIII, que alguien ha llamado “el siglo verdaderamente amotinado contra Dios”; el XIX fue su prolongación, y nuestra época menguante o retorno. Pero los efectos sobre el cuerpo social de esta profunda perturbación histórica es ahora precisamente cuando llegan a su fondo o límite, situación de la que, por desgracia, no es tan posible el retorno como en el mundo de las puras ideas individuales.

    El espíritu racionalista ha hipertrofiado monstruosamente en la sociedad el papel del Poder público, ha borrado el carácter personal o concreto que en otro tiempo tuvo, y con él, sus límites y fronteras. Armado ahora con los símbolos del Bien y del Derecho, representante en teoría del Pueblo o de la Raza, el Poder tiende a identificarse con la nación misma a través del concepto equívoco de Estado, y, frente a él, cualquier idea de autonomía o de resistencia a su expansión pierde sentido y posibilidad. Esta nueva entidad anónima y totalitaria absorbe y a la vez corrompe a la sociedad, a todos y a cada uno de sus miembros y de sus grupos. Se nutre, como un gigantesco vampiro, de las energías de la sociedad y, al mismo tiempo, infecciona la sangre que deja por absorber. Los hombres, frente a este poder totalizador e impersonal, pierden el sentido de iniciativa y de responsabilidad, el amor a su trabajo y los sanos códigos del honor que regían las relaciones de unos con otros. “Así se realiza la síntesis de la opresión y de la corrupción; la vida se hace dura y, a la vez, malsana”. El crecimiento continuo del poder y de sus medios de opresión y de control resultarán perpetuamente insuficientes para restablecer el orden que no rige ya en las conciencias.

    Otro autor francés de hoy –Bertrand de Jouvenel– ha descrito en una obra impresionante –Du Pouvoir– el crecimiento ya ilimitado del Poder en la época moderna. Gustave Thibon describe la otra cara en los resultados de esta eclosión racionalista: sus efectos sobre la sociedad misma, sobre las actitudes y las relaciones sociales.

    Las costumbres constituyen la realidad humana en que las normas morales se encarnan y realizan socialmente; de ellas deben nacer posteriormente las leyes. En el obrar habitual de los hombres y en su convivencia social juegan forzosamente un papel muy escaso la pura decisión moral y el puro temor a la ley positiva, aunque su existencia resulte imprescindible. La vivencia moral debe ser el origen vivificante de un sistema de libertades y costumbres, y el recurso a la ley escrita ha de resultar siempre posible; pero la vida de los hombres y de los grupos, para ser sana, deber estar determinada por las costumbres. En siglos anteriores, una austera pedagogía velaba por el mantenimiento de las costumbres; y su decadencia, real o supuesta, era la constante preocupación de los antiguos.

    El moderno Estado racionalita, absorbiendo o destruyendo la vida de los ambientes y de las instituciones históricas, apoyándose siempre en el individuo-ciudadano, ha destruido las costumbres vigorosas, los espontáneos imperativos de convivencia y se ha convertido en organizador o “planificador” de la sociedad. La moral, actuando todavía por vía religiosa en muchas conciencias, viene a resultar ineficaz socialmente cuando actúa dentro de un medio sin costumbre donde, para cada decisión, habría que exigírselo todo a la voluntad individual y a la consciente influencia de los principios éticos. Más aún: ante la imposibilidad, por falta de bases biológicas y ambientales, de una sana conducta individual, las ideas religiosas y morales producen a menudo la insana conciencia del escrúpulo y del desequilibrio. Y cuando la moral deja de ser socialmente actuante por no hallarse encarnada en costumbres ni sostenida por ellas, tiene que ser la legalización positiva la que ocupe su lugar como reguladora del orden social. Una legislación cada vez más minuciosa, más opresiva, más caprichosa y cambiante.

    Para la mentalidad racionalista, y para su consecuencia el estatismo socialista, las reservas vitales de la sociedad, las creencias y las sólidas costumbres que engendraron una humana y estable convivencia, son “prejuicios inmovilizadotes”, “fantasmas del pasado” o “rémoras del progreso”. El socialismo nos ha dicho profundamente Thibon tiene la fobia del espesor. Su ideal es el de una sociedad fútil y vertiginosa, de apariencias brillantes, geométricamente planeada, centralmente manipulada: una sociedad de espíritus dóciles, libres y triviales, de mentes ágiles e inestables, vaciadas de convicciones y de imperativos profundos…

    Quizá nuestro país sea, contra lo que se cree, uno de aquellos en que la pérdida de las costumbres y resortes internos de convivencia han ido más lejos. La fe, todavía viva en muchos espíritus, palía en parte los efectos de ese fenómeno de “erosión” social e institucional. Pero si se juzga por la total ausencia de costumbres colectivas y locales, por el número de disposiciones oficiales que son diariamente necesarias a la regulación social, por la magnitud e intensidad del “recurso futbolístico”, cabría concluir que es el país del Occidente donde el proceso de individualismo y de trivialización de los espíritus se ha operado con mayor intensidad.

    ¡Diagnóstico amargo el de Thibon!: “Al término de esta revolución (o más bien de esta evolución) se encuentra el colectivismo estatista: el hombre es devorado en cuerpo y alma por un fantasma extraño a la naturaleza humana: el Estado técnico universal del futuro. El yugo desde fuera, el veneno enervante en el interior… El reflejo, el comienzo del infierno sobre la tierra…”

    ¿Quizá un diagnóstico inmovilizador como el de la enfermedad degenerativa que no tiene posible retorno? El mismo vigor de un pensamiento enteramente sincero y valiente como el de este libro, la flexible armonía de un lenguaje hecho para convencer, para engendrar la evidencia en el espíritu, parecen reclamar, tras de estas páginas, otro libro que se titulase, quizá, Terapéuticas. Una obra que tratase de los cauces posibles y los métodos viables de esa difícil “curación de la humanidad que exige una ciencia total y un amor total de la humanidad”.

    Salvador Minguijón, un autor que ha escrito en España desde hace muchos años de la democracia “como disolvente activo de las responsabilidades y de las costumbres”, pronunció en una ocasión estas frases altamente sugestivas sobre el imperativo terapéutico que todo diagnóstico –y éste más que ninguno– comporta: “Remedio necesario –decía– es el localismo cultural impregnado de tradición y fundado sobre una difusión de la pequeña propiedad. Este localismo sostiene una continuidad estable frente a la anarquía de los ideologismos que dispersa a las almas”. Idea ésta de un localismo espacial y temporal estabilizador muy semejante a lo que Thibon llama el “encuadramiento social”, y que se completa y explica en esta otra, también de Minguijón: “La estabilidad de las existencias crea el arraigo, que engendra dulces sentimientos y sanas costumbres. Estas cristalizan en saludables instituciones, las cuales, a su vez, conservan y afianzan las buenas costumbres. Esta es la esencia doctrinal del tradicionalismo”.

    Es decir, que tanto en el origen de las nuevas costumbres como en el de las vigorosas instituciones se encuentra la permanencia o estabilidad de hombres o de ambientes, sin cuyo concurso nada es posible en el mundo de las creaciones sociales. Esto engendró en el hombre de todos los tiempos el espíritu sanamente conservador, que es nota común a todas las sociedades históricas con la sola excepción del presente occidental. Para el español o el francés del siglo XVI, cualquier cosa era buena o conveniente en tanto que era “costumbre antigua” o porque “fue fundada por los antepasados y se practica de tiempo prescrito e inmemorial”. En cambio, las “novedades” o “alteraciones” eran universalmente reputadas por inconvenientes o sinónimos de desorden. El lenguaje castrense gira todavía sobre el concepto de “novedad”, que lo hace equivalente al fracaso, a la derrota o al retroceso; y el parte militar normal o satisfactorio consiste, como es sabido, en negar acaecimiento de novedad. En algunas zonas de España, la palabra “novedad” se usa aún como equivalente a muerte o accidente; es decir, que el anuncio de novedad en una familia quiere decir que se ha producido en ella una desgracia irreparable. Y cuando en aquellos ambientes era necesario sugerir un cambio como útil o necesario, se procuraba siempre presentarlo como “vuelta a la antigua costumbre” o “restauración de los buenos usos perdidos”.

    Claro es que el solo hábito o espíritu conservador en los hombres no basta para engendrar aquella fecunda estabilidad, como tampoco esta permanencia de los grupos y las relaciones sociales llega a crear por sí misma saludables costumbres e instituciones. Uno y otro factor son condiciones sin cuyo concurso se hace muy difícil la reestructuración del cuerpo social.

    Pero, aunque se contara con estos factores, sería necesario para lograr esa permanencia institucionalizadota la previa existencia de un poder independiente, estabilizador, capaz de realizar su gestión en un sentido opuesto al que su mera naturaleza de poder le imprimiría, a aquel en que viene ejerciéndose desde hace siglos. Un poder que, en vez de procurar su extensión indefinida y la anulación de cuantas trabas le oponga la sociedad, trate de recrear esas trabas buscando, en la permanencia y en la sana libertad corporativa, la formación de instituciones autónomas que encuadren al hombre y, a la vez, lo protejan.

    Diríase una misión imposible, contradictoria, la de un poder como éste que, en cierto modo, se niega a sí mismo, o que, más exactamente, trata de apoyarse en elementos y fuerzas de la sociedad que sólo a la larga resultarían sus aliados, pero que de momento serían un obstáculo y un peligro diario en su ejercicio. Y quizá lo sea. Pero si algún poder resultaría capaz de ese retorno liberador, de esta nueva estructuración de la sociedad, éste sería solamente el de la antigua Monarquía. Al menos, bajo su mandato, el respeto a la costumbre y al orden de la sociedad fue mucho mayor que bajo cualquier otro, y el progreso de su influencia absorbente se realizó, cuando lo hubo, a un ritmo infinitamente más lento.

    Son de Maurras estas palabras: “Sólo la Monarquía puede, sin peligro para sí, descentralizar y descentralizar ampliamente”. Poder estable, hereditario, asentado en el tiempo y no en el capricho o la oportunidad de grupos o de vencedores, no tendría inconveniente en conciliar lo que para una democracia o un totalitarismo resulta inconciliable: el poder y la unidad con la variedad y la libertad. Libre, ante todo, del yugo de la elección, no tiene necesidad del funcionario-doméstico, y tampoco peligra por soltar la brida a las variedades nacionales o corporativas. “Las libertades y franquicias por ella otorgadas suponen de sus beneficiarios el reconocimiento constante del poder unitario, personal y real que les defiende y les garantiza”. (Enquête sur la Monarquie).

    Pero quizá ninguno de estos dos factores de restauración social exista ya, por nuestra desgracia: El espíritu sanamente conservador ha sido extirpado de las mentes y de los corazones. La actitud humana, individual y colectiva, es hoy la diametralmente opuesta a este sentimiento, y en esto radica quizá la más profunda raíz patológica de la sociedad contemporánea. Las palabras nimbadas de atractivo son hoy para todos los espíritus las de “nuevo” o “revolucionario”. El cambio es acogido y festejado por el hecho de ser cambio. El pasado, la continuidad y la costumbre han dejado de evocar para las mentes actuales valor alguno de respetabilidad o de legítimo orgullo. Tal es el estado espiritual de las sociedades occidentales, con excepción de la británica, y más señaladamente que ninguna otra en las hispánicas, donde el proceso de decadencia social ha alcanzado grados más agudos.

    Y lo mismo, tal vez, puede decirse ya de las antiguas y prestigiosas monarquías. Nuestros abuelos conocieron la vigencia de aquel viejo poder, decadente sin duda, pero susceptible de reaccionar y revivir el orden que presidía. Nuestros padres poseyeron todavía el depósito de su continuidad, y con él, la posibilidad de restaurarlo. Nosotros corremos hoy el riesgo de perder incluso eso.

    En una sociedad sin costumbres e instituciones, a merced del absolutismo estatal, desarraigado de las almas el espíritu de estabilidad y conservación, sin un poder respetado capaz de recrear el arraigo institucional, ¿habremos de ver ya al hombre moderno, como dice Chevalier, cogido definitivamente en su propia trampa? Y convenir en sus palabras: “El monstruo Leviatán puede acentuar el sarcasmo de su sonrisa; ningún nuevo Teseo vencerá otra vez al Minotauro”. ¿Será, en fin, preciso asentir al veredicto amargo de Taine: “ningún hombre reflexivo puede ya esperar”? [Nota mía. Es evidente el estado espiritual de pesimismo con el que el gran filósofo Rafael Gambra escribió estos tres últimos párrafos. De todas formas basta echar un leve vistazo a la trayectoria pública posterior de esta gran figura política española para darse cuenta que el pesimismo destilado en los susodichos párrafos no pasaba de ser una simple tristeza coyuntural y pasajera; trayectoria política de apología, lucha y combate continuo por la solución social presentada, esto es, la restauración del Rey Legítimo en el poder político como paso previo a la consiguiente genuina restauración social española, y que coronó y culminó, como se suele decir, muriendo “con las botas puestas”, al desempeñar en sus últimos años la Jefatura Delegada de la Comunión, a las órdenes del Regente y depositario de la Legitimidad española Don Sixto Enrique de Borbón].

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