Aunque este artículo viene a complementar los ya referidos en el hilo titulado "El Régimen franquista no fue tradicionalista en lo político" y, por tanto, tendría su lógica cabida en ese hilo, he pensado que por la claridad de las ideas expuestas por el gran filósofo Rafael Gambra, merecía este su artículo destacarse en un hilo aparte.
El artículo fue publicado en la famosa revista católica tradicionalista VERBO, en su número 189-190, del año 1980, páginas 1223-1230.
-------------------------------------------------------------------------------------
SOBRE LA SIGNIFICACIÓN DEL RÉGIMEN DE FRANCO
Por
RAFAEL GAMBRA
En el pasado número de VERBO tuve ocasión de leer un erudito y bien estructurado artículo de Gonzalo Fernández de la Mora titulado España y el Fascismo. Tanto lo polémico del tema como la calidad de su tratadista me hicieron leerlo con avidez. Su lectura me ha inspirado varias acotaciones —aplausos y discrepancias— que me creo autorizado y aun obligado a resumir en estas mismas páginas, máxime viendo citado en apoyo de su conclusión mi libro Tradición o Mimetismo junto con el reciente de Raúl Morodo sobre los orígenes ideológicos del franquismo.
Anticiparé que en las dos primeras partes del artículo (Falange y Fascismo, y Régimen de Franco y Fascismo) experimenté una amplia comprensión y apoyo en lo que a su motivación e intencionalidad se refiere, aunque haya de expresar reservas en cuanto a las tesis sustentadas. Y que esta discrepancia se acentúa en lo que se refiere a la tercera parte o conclusión del trabajo, que podría titularse «Régimen Nacional y Tradicionalismo».
El término fascismo, al margen del completísimo análisis semántico que realiza Fernández de la Mora, ha llegado a significar en nuestros días «el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno» (al igual que la democracia ha pasado a significar «el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno»). Cuando hoy se quiere aludir al carácter cruel, criminoso, perverso de una persona o de un hecho se le califica, con toda naturalidad, de fascista.
Y, ciertamente, cuándo se aplica hoy con esta, resonancia el término fascista al Régimen de Franco la protesta surge espontánea, airada. Sobre todo si se considera qué la injuria se hace desde esta bendita democracia que padecemos, y que en los treinta y tres años de franquismo —una vez liquidada la guerra— se derramó menos sangre que en un solo mes de este glorioso «Estado de derecho». Incluso se siente impulsos de defender de ese dicterio al propio fascismo, aun en sus peores excesos de la guerra mundial. Habida cuenta de que comparar los llamados crimines del fascismo con los que ha cometido el marxismo en las cinco partes del mundo, es como comparar el lago de Sanabria con el Océano Atlántico.
Ahora bien, si resulta fácil eximir al Régimen de Franco del dictado de fascista en cuanto éste se emplee en ese sentido infamante, no lo es en absoluto si se dice fascista en su acepción originaria. Afirmar que el falangismo primero y el Régimen de Franco más tarde nada tuvieron en común con la inspiración fascista de los años treinta es ir demasiado lejos, con el riesgo subsiguiente de que «quien demuestra demasiado no demuestra nada». Por supuesto, si se apela al testimonio de sus propios autores o protagonistas ---José Antonio y Franco en estos casos— siempre se encontrarán protestas de originalidad y de no dependencia, pues que jamás se conoció protagonismo alguno que declare ser imitación o remedio de lo que se hace en otras partes.
Si por fascismo entendemos —como notas más salientes— los movimientos políticos que subliman e hipostasían una realidad histórica —la Nación, el Estado, la Raza— y que rinden culto a la persona de un Jefe, Héroe o Conductor como encarnación de aquella realidad, resultará difícil excluir del mismo al falangismo y al régimen franquista, al menos en su primera época.
En cuanto al falangismo —y a su paralelo las JONS— no fue la originalidad la más saliente de sus cualidades, por más que no faltase a sus fundadores vis creadora y espíritu poético. Pero si se comparan con los fascismos de la época, encontraremos la misma exaltación nacionalista —que hipostasía a España como unidad absoluta—, idéntico imperativo revolucionario, la misma simbología de camisas de uno u otro color y de brazos en alto, el mismo culto casi religioso-pagano al Fundador y Jefe Nacional, etc. etc.
En sus primeros años previos a la guerra, los falangistas eran comúnmente conocidos en España como «los fascistas», por sus propios afines. Bien es verdad que la psicosis y la presión pro-fascista era muy fuerte en nuestra patria como reacción contra la descomposición política que presidía aquella democracia republicana. Ya hubo intentos anteriores de canalizar esa tendencia fascista —como el «Nacionalismo Español» del Dr. Albiñana—, y la misma Acción Popular (democracia cristiana) sufrió un alto grado de «fascistización» en sus Juventudes (JAP) que iniciaron un más o menos tímido culto al Jefe (1).
Del alzamiento Nacional de 1936 es de lo que no puede decirse sin grave error que fuera fascista. Como fenómeno histórico muy amplio y profundo unió en sí diversas motivaciones, una de las cuales fue la psicosis fascista representada por el falangismo. Pero un movimiento sin más de tres años de historia no puede explicar los sacrificios y el denuedo de aquella cruentísima lucha. Fueron motivos religiosos y nacionales muy profundos los que pueden explicar la compleja realidad del alzamiento y guerra de España.
Cosa distinta ha de decirse del Estado Nacional que nació de aquella coyuntura bajo la égida de Franco y por iniciativa principalmente de Serrano Súñer. Pretender que su montaje no tuviera inspiración fascista es algo que no puede sostener seriamente nadie que tenga edad para haberlo visto o conocido por vivencias muy cercanas. No hablemos del Partido Único ni del culto al Caudillo, institución casi única en aquellos primeros años, ni de la escenografía uniformada del Estado, ni de los saludos a la romana y de las auras imperiales. Refirámonos sólo a sus instituciones concretas: el Consejo de FET era el Gran Consejo Fascista, los flechas (milicias infantiles) eran los «bolillas» italianos, la Obra Sindical «Educación y Descanso» era el «Dopolavoro» italiano o la «Fuerza por la Alegría» alemana, el «Auxilio Social» era el «Auxilio de Invierno» alemán, etc. Cuando en 1939, recién acabada la guerra, el Conde Ciano visitó España en nombre del Duce, en su despedida en Barcelona pudo hablar, sin protesta de nadie, de «los dos países fascistas que guardan el Mediterráneo».
Toda esta concepción totalitaria del Estado y su expresión descaradamente fascista subsisten desde 1937 hasta 1946. Durante la guerra mundial el régimen no fue neutral sino «no beligerante» dentro de la órbita del Eje a cuya propaganda sirvió la prensa y la radio nacionales. Sólo cuando resultó derrotada Alemania —en el discurso de mayo de 1946— dio Franco marcha atrás en sus posiciones pro-fascistas para invocar aspectos católicos y no-racistas que podían marcar distancias con los regímenes desaparecidos.
En mi experiencia personal puedo espigar un recuerdo muy significativo que, casualmente, me es posible documentar. Al término de la guerra de España (abril de 1939) entré yo como oficial de un Tercio de Requetés en Valencia, zona en la que existieron siempre bastantes carlistas. El, nuevo Estado creó allí un diario titulado LEVANTE, como órgano oficial de FET, es decir, del Partido Único; periódico que prácticamente monopolizaba la prensa de la región. Su nivel de «fascismo» (de mística imperial y de culto caudillista) era tal, que me hacía ruborizar ante aquellas gentes que conocían por vez primera la anhelada España Nacional y que miraban atónitos aquella realidad política que, a sus ojos, advenía con nosotros. Tales eran las cotas de demencialidad fascista que guardé —y conservo hasta hoy— una muestra, en la certeza de que constituiría en el futuro una pieza antológica. Se trata de un artículo —uno entre mil— titulado Franco, Franco, Franco: ¡¡Arriba la Revolución!! Lo firmaba Maximiano García Venero y apareció en dicho diario el 8 de agosto de 1939. Algunos de sus párrafos más inspirados decían así:
«Este español es el César, el Capitán de España. Es el elegido: el superhombre de la filosofía nietscheana. Es el que interpreta la voluntad telúrica e histórica de la Patria, recobrada a sí misma, instintivamente, biológicamente, después de un paréntesis de semi-agonía, de medio-muerte. Franco no se alza. Lo que se yergue —por encima de Europa, sobre el Mundo— el 18 de julio de 1936 es la misma España. A través de un hombre. De un Caudillo. De un Capitán. De un César. (...)
«La protesta de España resúmese en la fuerza portentosa, genial, impar y decisiva de Francisco Franco, Capitán primero, y después, César. Napoleón era un instrumento de la fuerza francesa. Como Bismarck lo era de la fuerza prusiana. Franco no es el instrumento: Franco es la fuerza misma. Sin el Capitán y César, España sería hoy, política y nacionalmente, polvillo sideral en el Mundo, colonia o protectorado (...).
«España es Imperio. O no es nada. España es la expresión histórica del Mundo. Es la clave del Universo. Es la cifra más elevada de la Civilización. España —¡hermanos!— es el pueblo entre los pueblos, la suprema Unidad espiritual del Universo (...)
«Por lo que Franco ha hecho, hace y hará —¡hermanos!— en él se resume la consigna que España sirve desde hace tres años. Disciplina, Lealtad, Unificación, Alegría, Servicio y Sacrificio (…)
«Son estas las horas de la grave, densa y maravillosa vigilia del César, del Padre, del Caudillo, del Capitán, de Franco, que nos conduce en la Revolución Nacional-Sindicalista, como nos llevaría José Antonio. De quien es hermano nuestro César en la Inmensidad y grandeza de la Historia de nuestra España Imperial».
Y si esto no es fascismo, ¿qué es fascismo? De esta o similar literatura pretendióse nutrir a los espíritus de la generación que crecía en aquella dura post-guerra, más necesitada que ninguna otra de una orientación religiosa, histórica, política.
Por supuesto, toda la prensa del carlismo, sus círculos, sus emisoras, etc., quedaron incautadas por el Partido Único desde 1937, y puestos al servicio de esta exaltación delirante (2). Y no sólo la carlista sino todo órgano de expresión de tipo tradicionalista, aunque se moviera en un plano cultural o histórico; buen ejemplo de ello fue la supresión radical de la revista Acción Española. Tal ayuno político, duró por lo menos diez años, período suficientemente largo como para haber borrado las huellas del verdadero alzamiento y haber «perdido la paz».
Y aquí llegamos a la sorprendente afirmación con que Fernández de la Mora concluye su trabajo, y respecto a la cual he dicho que mi discrepancia es mayor. «El Estado nacido el 18 de julio de 1936 y reemplazado en 1978 —dice— no se explica ni como un fascismo ni desde el fascismo; se explica desde el tradicionalismo español que en la edad contemporánea representan Balmes, Donoso Cortés, Menéndez Pelayo, Mella y Maeztu con su grupo de «Acción Española». Las raíces de esta concepción de la sociedad y del Estado pasan por los grandes juristas y pensadores españoles del siglo XVI y se remontan a los teóricos castellanos medievales».
¿Puede alguien descubrir en el Estado franquista —especialmente en su primera década—, dirigista, de una pieza en sus instituciones, antiforal, caudillista, una realización del tradicionalismo español? La conclusión parece inverosímil, pero encierra además un aserto de extraordinaria gravedad en sus consecuencias. Si se trata de historiar o de explicar ideológicamente un fracaso —porque fracaso ha de ser lo que así ha terminado, lo que, en expresión del propio autor, ha sido tan fácil desmontar con la simple desaparición de su Jefe—, ¿con qué fin se pretende involucrar en él nada menos que al tradicionalismo español desde su raíces medievales?
Voy a prescindir, sin embargo, de las innumerables razones que apoyan mi disconformidad con esa conclusión para fijarme en aquellas otras que podrían acercarme a ella, dado que, paradójicamente, Fernández de la Mora apela al testimonio de mi libro Tradición o Mimetismo (3) para avalar su tesis. En efecto, no puede negarse —y lo recojo en ese libro— que varias de la Leyes Fundamentales del Estado Nacional —sobre todo en su segunda redacción— recogen una inspiración tradicionalista, de modo especial en lo referente a la unidad religiosa, a la admisión de una «ortodoxia pública» y a la representación orgánica y corporativa. Principios generalmente no desarrollados por el franquismo y a menudo desvirtuados por una praxis contradictoria, pero que no dejaron de estar ahí y de ejercer una función al menos regulativa y levemente orientadora.
Esto, sin embargo, no desmiente la impronta fascista o totalitaria del régimen, hecho histórico de toda evidencia. Fue más bien efecto de una curiosa carambola doctrinal y práctica, en parte recogida en las últimas líneas del artículo que comentamos. Todo fascismo —he dicho— reivindica una realidad histórica —Nación, Raza, Estado— para después sublimarla e hipostasiarla como elemento primigenio. Generalmente fueron preferidas reivindicaciones remotas, que —según un consejo de Maquiavelo— pueden despertar entusiasmos confusos pero sin atar al gobernante actual con normas jurídicas o cuestiones de legitimidad. La Italia de Mussolini pudo reivindicar como propia la tradición del Imperio Romano porque Roma se sitúa en su territorio. La Alemania de Hitler reivindicó el germanismo remoto, la raza aria, exaltados antes por Fichte, Nietzsche, etc.
En España no resultaba posible reivindicar ninguna tradición precristiana. Nuestra latinidad era tributaria de Roma; nuestras glorias remotas, como Numancia y Sagunto, eran meramente locales y contradictorias entre sí en el motivo de sus luchas. No existía entre nosotros otra tradición nacional política que la cristiana de la Reconquista y de la posterior unidad y expansión nacionales.
Por esto mismo, la edificación de un orden político en España, aunque fuera sobre bases fascistas (y por exigencia de ellas), había de recaer forzosamente en la tradición política cristiana, única en nuestro pasado nacional. De aquí que, sin abandonar nunca en la praxis la impronta totalitaria del Régimen, su alta legislación asumiese una inspiración tradicionalista. Sin embargo, nunca reivindicó el Régimen esa inspiración por el tradicionalismo español mismo, sino sólo en función de las propias exigencias del nacionalismo. Más aún: cuando esa tradición contrariaba abiertamente a los supuestos unitarios del totalitarismo —como en la cuestión foral— era eliminada sin más. Incluso, siguiendo aquella consigna de Maquiavelo, impresa en el subconsciente de todo autócrata, la exaltación de la tradición patria procuró centrarse en el reinado de los Reyes Católicos, suficientemente lejano, y no en la continuidad monárquica del antiguo régimen hasta la Revolución que hubiera creado unos imperativos sucesorios. (Recuérdese que se hizo oficial el escudo de los Reyes Católicos).
En mi libro Tradición o Mimetismo recojo, efectivamente, esa indirecta influencia del tradicionalismo en las Leyes Fundamentales del Régimen. Acepto esta influencia como favorable, en tanto constituyó una restauración de la ortodoxia pública cristiana frente al régimen de voluntad general de la democracia. Deploro, en cambio, que la falta de desarrollo de aquellos principios malograse la praxis del Régimen y contribuyera además al desprestigio ante la opinión común de aquellas inmovilizadas instituciones. Quizá mi intención era la contraria a la que parece inspirar a Raúl Morodo en su libro, que es más bien buscar las raíces de aquel régimen para salvar de sus errores a nuestra renacida y fructífera democracia.
Fue Menéndez Pelayo quien evocó «aquella España —la que el mundo conoce—, única cuyo solo recuerdo tiene virtud bastante para retrasar nuestra agonía». Quizá sea ese solo recuerdo de la tradición española en las Leyes Fundamentales lo que permitió al Régimen de Franco subsistir durante casi cuarenta años, haciendo posible en ellos la reconstrucción, al menos económica, de nuestra patria.
(1) Recordemos el grito ¡Jefe, Jefe, Jefe! en la concentración de Mestalla, y la famosa consigna «el Jefe no se equivoca nunca».
(2) Está realizando una completa historia de las relaciones del Tradicionalismo con el Régimen de Franco Manuel de Santa Cruz en su obra: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español (1939-66), apartado 1288, Madrid, 1979, de la que han aparecido seis Volúmenes.
(3) Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1976.
Fuente: FUNDACIÓN SPEIRO
Última edición por Martin Ant; 19/01/2014 a las 23:00
Dejo a modo de apéndice el prólogo que Rafael Gambra estampó en la segunda edición de su clásico: "La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional".
--------------------------------------------------------------------------------------------------
Fuente: “La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional”. Rafael Gambra. 2ª Edición. 1973
Prólogo para el lector de 1973
El libro que tienes en tus manos, amigo lector, fue escrito justamente hace veinte años y publicado por la Biblioteca del Pensamiento Actual (Rialp) a fines de 1953. Agotado a los pocos años de esa fecha, no volvió a ser reeditado por razones que no son del caso, pero que no creo ajenas a la profunda evolución posterior a que se han sometido muchos grupos y personas.
En su título –«La Monarquía Social y representativa»– se unieron, por vez primera, los calificativos con que hoy se designa comúnmente (casi oficialmente) a la monarquía que, a título sucesorio, está prevista en las leyes españolas vigentes. Nunca antes de este libro apareció esta doble denominación.
Sin embargo, no quieras ver en este título un adelanto profético ni una influencia –que no sea verbal– sobre la realidad presente. Casi me inclinaría a incluir en este prólogo que escribo para ti, lector de 1973, esa cauta advertencia que se coloca ante tantas novelas y películas: «Cualquier semejanza con la realidad es puramente casual y ajena a la intención del autor».
Por otra parte, mirando al pasado y no al presente, pienso que esa advertencia pecaría tal vez de injusta. Trataré de explicarme. Aun a despecho de muchos partícipes en el “établishement”, seguimos viviendo sobre un suelo histórico y una legalidad que proceden del Alzamiento Nacional de 1936 y de la victoria del mismo en 1939. Una de las fuerzas políticas decisivas en aquel levantamiento fue, como bien se sabe, el carlismo. Y también, de un modo difuso y ambiental, el tradicionalismo no precisamente carlista, que, vivo aún en muchos corazones, determinó aquella reacción en sus más profundas y religiosas motivaciones. Este libro, cabalmente, trata de expresar para mentes de nuestra generación la esencia del tradicionalismo político –y del carlismo español– basándose principalmente, aunque no exclusivamente, en la obra de Vázquez de Mella.
De aquí que el legislador que más tarde quiso definir conceptualmente el régimen de la futura Sucesión monárquica haya tenido que recurrir a las mismas fuentes de inspiración que pusieron título a este libro. Toda vez que otras etiquetas políticas que actuaron también en el Alzamiento Nacional, aunque nuevas en su época, no serían de recibo en la actualidad (piénsese en los calificativos de fascista, totalitario, etc…).
Coincidencia, pues, de origen histórica y coincidencia terminológica. Pero nada más, por desgracia. La posteridad de este libro –sobre todo el último decenio– ha abierto un abismo de lejanía e incomprensión entre su contenido y la realidad vigente o prevista. Así, lo que cuando se escribió podría aún interpretarse como un proyecto para la elaboración de un futuro cercano, parecerá hoy a muchos extemporáneo, irreal o meramente teórico.
El Concilio Vaticano II, en su declaración de «libertad religiosa» (entiéndase de subjetividad religiosa), de evidente inspiración mariteniana, ha renegado de la doctrina tradicional de la Iglesia en materia política. Con ello se ha traicionado a la historia toda de la Cristiandad y dejado a la intemperie cualquier proyecto para la instauración de la sociedad y el Estado sobre bases cristianas, a más de privar de cierto aspecto sacralizado. La aceptación ciega e indiscriminada de esa «libertad religiosa» por parte de un Estado hace que el peso de la lógica le encamine al laicismo liberal o a la tecnocracia socialista.
¿Quién podría sospechar en 1953 que sólo diez años más tarde la parte más visible del clero católico se entregaría ardorosamente a renegar de la civilización, de la tradición y aun de la fe de veinte siglos de cristianismo en una inaudita autodemolición? ¿Quién concebiría que la España victoriosa en la Cruzada de Liberación se pondría poco después en seguimiento de esas corrientes, al servicio de su propia economía, sin reconocer otra finalidad nacional que el desarrollo o el «nivel europeo»? ¿Quién imaginaría el actual encarnizamiento de la prensa, la literatura, el teatro y el cine español contra todo cuanto recuerda la fe y el honor de su historia? ¿Cabría pensar que en el propio carlismo –cuya razón de ser fue la resistencia última en defensa de cuanto hoy se ve negado y difamado– surgirían voces muy altas en favor de su incorporación a este movimiento de apostasía general?
Con estas reservas dejo en tus manos, caro lector, este libro. En él verás, «lo que pudo haber sido y no fue». También lo que –por ser de nuestra común tradición– hubiera permitido la unión de todos los españoles en la fidelidad a su espíritu. Quizás te parezca un objeto ya remoto, antediluviano. No lo creas, sin embargo, «superado» por procesos «irreversibles», como dicen los hegelianos de nuestra civilización fáustica. Porque la tradición de la Iglesia siempre acaba rectificando sus aparentes contradicciones en la continuidad de la doctrina recibida. Y porque –bien lo sabes– después del Diluvio volvió a florecer la hierba y los pájaros de antaño tornaron a criar en sus nidos.
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores