Tronos y cadalsos democráticos

JUAN MANUEL DE PRADA







PARA entender en su entraña más profunda la falsedad hipocritona de quienes ahora se escandalizan de lo que sucede en Navarra hay que empezar por explicar lo que la democracia es. No la democracia en el sentido etimológico de la palabra, ni la democracia de Pericles, ni la democracia de los manuales de ciencia política ni parecidas entelequias de pitiminí, sino la democracia vigente y rampante; y, entendiendo lo que la democracia es, tal vez la gente se diese cuenta de que el escandalete que ahora algunos llevan al cadalso es consecuencia natural e inevitable de los principios que previamente entronizaron.
Observaba Castellani que «democracia» es palabra de la que se hace un consumo extraordinario, repetida por politiquillos y tertulianos con imperturbable (bable, bable, bable) obstinación de maniáticos, a la que se adjudica «un valor más que mágico, como el de una fulgurada de magnesio, en cuyo fulgor uno ve la cara de Dios y al mismo tiempo no ve nada». Dios y la nada, fulgurando a la vez, es imagen que nos da una idea de lo que la democracia es; y Gómez Dávila, con la mordacidad impertérrita de un entomólogo, nos dice lo que no es: «La democracia no es procedimiento electoral, como lo imaginan los católicos cándidos; ni régimen político, como lo pensó la burguesía hegemónica del siglo XIX; ni estructura social, como lo enseña la doctrina norteamericana; ni organización económica, como lo exige la tesis comunista». Porque, como añade el gran ermitaño colombiano, «la democracia es una religión antropoteísta».
Y esta religión antropoteísta exige que sean inmolados ante su altar todos los bienes que al hombre le han sido procurados (sobre todo si se los ha procurado Dios), empezando por la propia patria, cuya integridad pasará a ser de inmediato subalterna de la «buena salud» democrática. Así, por ejemplo, se considera dogma de fe que «cualquier opción política es legítima, siempre que se defienda con procedimientos democráticos», aunque sea una «opción política» que establece la destrucción de la patria. Tamaño sinsentido provoca, en verdad, el repudio de la razón, pues es como encamarse tan risueñamente con un sifilítico, sabiendo que nos va a instilar –a nosotros y, de paso, a toda nuestra descendencia– las espiroquetas. Pero la religión democrática tiene las tragaderas muy anchas; y, además, no admite que nadie se atreva ni siquiera a cuestionar su imperio, ni que se resista a preservar ninguna forma o institución de bien común, cuando colisiona con su culto fanático. Y así fue como nos encamamos con un sifilítico; quiero decir, como aceptamos que unos señores que consideran premisa inexcusable de su ideario la destrucción de la patria española pudieran disfrutar de los sacramentos que nuestra muy opípara democracia reparte a manos llenas: municipios, parlamentos, diputaciones y el sursum corda, con las prebendas (mamandurrias) anejas. Y debemos recordar que este dogma democrático que admite todas las «opciones políticas», también las que anhelan la destrucción de la patria, es afirmado sin rebozo por todas las cofradías democráticas, a izquierda y derecha: las primeras con énfasis orgulloso; las segundas con timidez vergonzante, en lo que acaso lleven mayor culpa.
¿A qué viene, pues, escandalizarse de que los batasunos puedan votar y hacer alianzas, coaliciones y demás contubernios democráticos (misas negras concelebradas) en combinación con otras cofradías políticas? A esto se le llama poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Y quienes ahora se escandalizan y se rasgan las vestiduras son unos muy democráticos hipocritones (tones, tones, tones).