El Carlismo y las nuevas tácticas
Por Rafael Gambra
Tanto el marxismo como la ONU son, en su fondo ideológico, no sólo ajenos al Cristianismo, sino concretamente irreligiosos. Ello no supone que una y otra realidad históricas posean mandos e intenciones comunes. Es una simplificación falaz el buscar un solo principio de acción en todo aquello que, a lo largo de la Modernidad, ha contribuido a disolver la unidad católica de nuestra civilización. En la Edad Media, por ejemplo, la Cristiandad hubo de luchar principalmente con musulmanes y albigenses, pero nada de común podría reconocerse entre ellos.
Sin embargo, si bien no existe coordinación de mando ni de objetivos entre la ONU y los Soviets —e, incluso, cabe un conflicto entre ambos poderes—, su básica irreligiosidad (y acatolicidad, por ende) tienen un origen común, y cabe también una parcial coincidencia en su enfrentamiento con el Catolicismo o con el impulso religioso general en el hombre.
Uno y otro movimiento tienen su origen espiritual en el racionalismo y en la Revolución Francesa. La ONU representa hoy la evolución de tales principios a través de la pedagogía y la sociología norteamericanas, al paso que el Socialismo Soviético constituye simétrica evolución a través de Kant, Hegel y Marx, esto es, de la filosofía alemana.
La ONU aspira, a través de su organismo educativo (UNESCO), a difundir en el mundo un espíritu de mutua comprensión o acercamiento racionalista —y de culto al «nivel de vida»—, de forma que cada pueblo llegue a descubrir por sí mismo el carácter relativo, localista, de su modo de creer y de pensar, y llegue a abandonarlo como «superado» o caduco. La religión es para ellos un producto del «irracional histórico» llamado a disolverse ante una visión cosmopolita y una comprensión universal.
Para los Soviets, la religión ha sido un medio de dominación en fases pretéritas de la dialéctica histórica, y su supervivencia en los corazones o en las costumbres constituye un obstáculo para la edificación del Socialismo. De aquí que los Soviets la hayan combatido hasta aquí de frente, como de frente combatieron a la Iglesia sus antepasados espirituales de la Convención o del Terror.
Nuestra época ha conocido el momento en que uno y otro de los grandes poderes del mundo han llegado a la misma conclusión sobre el tratamiento eficaz para erradicar el fenómeno religioso. La conclusión era, por otra parte, fácil; y sólo el carácter apresurado y utópico de la Revolución le impidió llegar a ella antes de siglo y medio. Se trata simplemente de la observación de que instituciones como la Iglesia, basadas en la fe, no se destruyen desde fuera combatiéndolas, sino desde dentro: no por la persecución, sino por la penetración; no creando mártires, sino apóstatas, conscientes o inconscientes. La fe, es muy cierto, no desaparece jamás de los corazones humanos o de los pueblos por la extirpación sangrienta: la semilla de sus confesores la perpetúa y la acrece. Cabe, en cambio, valiéndose de técnicas apropiadas, sustituir la fe cristiana en las mentes y en los corazones por otra fe que se presente como una interpretación refinada de la misma, pero en cuya profesión los hombres, creyéndose cristianos, habrán dejado de serlo. Habrán perdido, incluso, la noción misma de religiosidad.
Fruto de este designio coincidente y de esa táctica de «colonización mental» es ese sucedáneo de religión que, bajo el nombre de «catolicismo progresista» se nos ofrece hoy por todos los medios de difusión. Vacua filantropía, mera teoría del progreso social o del desarrollo del hombre, no guarda con la fe y la moral del Catolicismo más que débiles semejanzas terminológicas que encubren una completa suplantación de contenido y de espíritu.
El Carlismo español —en su orden— es otro de los sujetos pacientes de esta misma táctica. El es, como se sabe, la supervivencia —consciente y defensiva— de la civilización y el orden político que inspiró el Cristianismo. Se apoya, por tanto, en una fe religiosa y en la lealtad a una tradición e instituciones patrias. Por ello mismo pertenece también a ese tipo de fuerzas históricas que no pueden destruirse de frente porque se crecen en la lucha y se multiplican en la persecución. Que pueden, en cambio, mostrarse vulnerables a la penetración solapada mediante los métodos de «trasvase ideológico inconsciente» que los Soviets principalmente han estudiado con minuciosidad. Por pasos insensibles, un creyente puede, sin conciencia de apostasía, llegar a destruir voluntariamente los símbolos y expresiones que su misma fe creó.
Asistimos así a fenómenos paralelos en la Iglesia universal y en el Carlismo español, condicionado siempre el segundo por el primero. Y así hemos llegado a presenciar en nuestros días un Catolicismo y un Carlismo socialistas, bajo los «slogans» marxistas del «cambio de estructuras», de la «desmitificación» y la «desalienación». Un catolicismo que hermana con la figura de Cristo a los Camilo Torres, Lutero King o «Che» Guevara. Un Carlismo que alinea a estos mismos líderes de la Revolución con sus propios héroes y mártires. Por intoxicación ambiental en unos, por mimetismo y coquetería intelectual en otros que juegan infantilmente a «avanzados», revistas y tribunas del Catolicismo o del Carlismo se convierten en portavoces gratuitos de la democracia laicista o del Marxismo. Todo ello unido a un relajamiento fomentado del principio de autoridad, esencial en instituciones o movimientos en los que ésta revista carácter monárquico y, en cierto modo, sacralizado. Lograr un Papa o un Rey marxista o, al menos, «social-demócrata», sería el designio máximo de esta táctica de pacífica auto-disolución del enemigo.
Catolicismo y Carlismo, que han resistido durante siglos —cada uno en su plano— a persecuciones y guerras de exterminio, ¿sabrán oponerse con éxito a esta nueva táctica demoníaca de intoxicación ambiental? La fe en un caso, y la esperanza en otro, deben darnos una respuesta afirmativa. Pero sólo un camino se abre para esa esperanza: la clara consciencia de lo que sucede, el sentido de lo que es propio y de los límites que lo perfilan. La consciencia también de los cauces de penetración del enemigo.
Fuente: Portavoz del Círculo Cultural Vázquez de Mella. Madrid, agosto-septiembre de 1969. Número 3. Páginas 5 y 6.
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