Revista FUERZA NUEVA, nº 580, 18-Feb-1978
El sufragio de los siglos
La incoherencia de los liberalistas carece de límites. Ya Vázquez de Mella indicaba que levantan tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias. La última prueba de tal proceder la acaba de ofrecer el diario “ABC”.
En el editorial titulado “Los poderes del rey” (1978), aludiendo a la enmienda del PSOE al proyecto constitucional en favor de la república, se lee: “Sólo la irresponsabilidad y la petulancia política pueden haber planteado en estos momentos una cuestión de tal naturaleza. Algunos dirigentes de un partido con el veintitantos por ciento de los votos en unas elecciones tratan de derribar a una institución que representa el sufragio de los siglos, la voluntad de varias decenas de generaciones que concibieron una España monárquica con indudable acierto, puesto que los dos ensayos de República hundieron el país en la miseria, en la anarquía y la guerra civil”, y el matutino de la calle Serrano reclama que no se permitan los debates sobre la forma de Estado y que frente al “chantaje” socialista se responda “con autoridad y sin concesiones”.
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Resulta completamente paradójico que ese diario, que tanto ha laborado en favor de la reforma política (1976) que atribuyó la soberanía a la voluntad popular expresada a través del sufragio universal, ahora (1978) trate de sustraer, precisamente a dicha soberanía popular, el pronunciamiento sobre la forma de Estado. Al parecer, el referéndum era válido para arrumbar los Principios del Movimiento Nacional y las Leyes Fundamentales (franquistas), pero no lo es para cuestionar la forma de Gobierno que se instauró gracias a tales Principios y Leyes Fundamentales. Se pretende mantener como única reliquia de ellos la Corona, pero, eso sí, vaciándola de la sustancia que los mismos le imprimían.
Incluso se apela al “sufragio de los siglos”, con olvido de que en pura doctrina democrática, ese tipo de sufragio no significa nada contra el sufragio universal, contra la voluntad mayoritaria actual del cuerpo electoral. Invocar primero la democracia y la soberanía popular, que “ABC” promovió, y luego acudir al “sufragio de los siglos” o a la “voluntad popular de varias generaciones” no es serio.
Además, si se alega el “sufragio de los siglos”, ¿por qué el mismo no se tiene en cuenta respecto a otras instituciones? Así, por ejemplo, la catolicidad del Estado. Si algo muestra la Historia es que tal catolicidad forjó la nacionalidad española e inspiró sus más gloriosas gestas, desde Covadonga hasta el Ebro, pasando por las Navas, Otumba, Lepanto, la Guerra de la Independencia… Eso sí que cuenta con el abrumador e inequívoco sufragio de los siglos y con la voluntad de más de un centenar de generaciones, la mayoría de las cuales ofrecería caudales de sangre generosa en defensa de dicha catolicidad, hasta el punto de que los reyes de la auténtica monarquía de España ostentaron, como su título más preciado, el de Católicos desde que el Papa Alejandro VI lo concediera a Fernando e Isabel.
Habrá que evocar al respecto las bellas palabras del más grande historiador patrio (Menéndez Pelayo) que, no por repetidas son menos válidas: “España evangelizadora de la mitad del orbe. España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio… esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de taifas. A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea…”
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No obstante, “ABC” no rompe ninguna lanza en favor de esta catolicidad avalada por un plebiscito clamoroso de los tiempos y de las generaciones pretéritas. Nada más que le interesan esa especie de plebiscitos que configuran a la Tradición para salvaguardar la monarquía democrática, que sólo se admitiera en España a partir de 1833 y bajo el imperio de dos Constituciones -1869 y 1876- y cuyo parecido con la verdadera monarquía española es pura coincidencia.
Además, posterga un principio básico, prioritario e indiscutible de la genuina democracia, en virtud del cual la soberanía radica en el pueblo de hoy, y que, si ése se determina, resulta estéril la invocación de la Historia. Ello sirvió como argumento para demoler el Estado anterior (franquista). De ahí que quienes aplaudieron la demolición y cooperaron a ella, fundándose en el dogma de la soberanía popular, carecen de fuerza moral ahora para oponerse a que se pronuncie el pueblo soberano sobre la forma de Estado. Aquellos polvos trajeron estos lodos. Los principios democráticos tienen su lógica y dinámica propia. Quiérase o no, desembocan en la república, y que conste que no la deseo ni la propugno.
La monarquía democrática conlleva un antinomia, y si subsiste todavía en algunas democracias, la Corona obedece al peso de un sentimiento que impide llegar a las últimas consecuencias de los postulados democráticos de libertad e igualdad: sentimiento que, guste o no, en España creo, y en verdad que lo lamento que ha desaparecido.
La monarquía se instauró porque Franco la preconizó. No porque el clamor popular la reclamara. No se olvide. Es una realidad con la que hay que contar.
Arturo POFA |
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