SARNA CON GUSTO

JUAN MANUEL DE PRADA

DESPUÉS de conocer los gatuperios de la familia Pujol, o los enjuagues de los sindicatos andaluces, aquel artículo de Julio Camba en el que se explicaba el funcionamiento del Estado comparándolo con una central hidroeléctrica que reparte «luz» (esto es, sueldos, dietas, gratificaciones y demás mamandurrias) entre sus enchufados se nos antoja de una conmovedora candidez. Aquella España a la que se refería Camba era una España de holgazanes y golfos que andaban lampando y se arrimaban al poder para sustituir los harapos y la faz macilenta por el traje a la última moda y las mejillas sonrosadas. Aquella España, hija de Guzmán de Alfarache y Teresa de Manzanares, era todavía, aunque venida a menos (o a casi nada), hidalga y temerosa de Dios; y, ya que le había caído encima un régimen administrativo oprobioso y extranjerizante, gulusmeaba el modo de sisarle unas monedillas.

Pero, desde que Camba escribiera su artículo, aquel régimen administrativo oprobioso y extranjerizante que repartía monedillas entre los vivos se convirtió en religión ante la cual la «ciudadanía» (es decir, el pueblo lobotomizado por la propaganda) se prosterna gustosamente, facilitando así que los vivos la chuleen. El funcionamiento del Estado ya no puede explicarse como una central hidroeléctrica, sino más bien como un cónclave de rufianes, como hace Juan Antonio Zunzunegui (seguramente el mejor novelista español de la posguerra) en su novela Todo quedó en casa (título que viene como de molde a los gatuperios de la familia Pujol), donde un puñado de chulos discuten si hacerse concejales de Madrid, «que no se dejan ahorcar por menos de medio milloncejo al año, y tienen coche y otras gabelitas». A lo que el rufián más patriota del cónclave aduce melancólicamente: «Aquí ya casi todos chuleamos algo: o una mujer, o un cargo, o una colocación, o un municipio, o una provincia, o una región, o un sindicato, y el día, que lleva camino, en que todos chuleemos, ese día estamos perdidos… porque una nación convertida en una gigantesca casa de chulos no tiene nada que hacer. Es como una pescadilla que se muerde la cola».
Y eso es España hoy, una gigantesca casa de chulos, administrativamente organizada, con chulos municipales, provinciales, regionales, sindicales y todos los «ales» que la-Constitución-que-los-españoles-nos-hemos-dado (que es de tragaderas anchas) permite; una pescadilla que se muerde la cola, entregando toda su riqueza a una patulea de rapiñadores que la quitan de nuestras manos según sale de ellas. Esta organización rufianesca no se trata, sin embargo, de ninguna novedad sobre la faz del orbe (aunque, desde luego, sea triste ver sometida a su imperio a una nación llamada a los más altos designios), pues ya San Agustín la describía en La ciudad de Dios: «Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten, sino en bandas de ladrones? (…) Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo y reparten el botín según la ley por ellos establecida. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, fundar cuarteles, tomar ciudades y dominar pueblos: aunque se intitule reino, este nombre no se lo confiere la ambición depuesta, sino la impunidad lograda».
Si estas bandas de ladrones han logrado la impunidad para sus latrocinios es porque nosotros se la hemos dado; de modo que «no se queje el cadáver de los gusanos, porque él los cría». Ciertamente, siempre ha resultado traumático al pupilaje revolverse contra los chulos que lo sangran; pero sarna con gusto no pica.








Histrico Opinin - ABC.es - sbado 23 de agosto de 2014