Abusos de la estadística

JUAN MANUEL DE PRADA





SIENDO la democracia, como decía Borges, un «curioso abuso de la estadística», el Gobierno pretende reformar el método de cómputo para la elección de alcalde, pues de este modo al menos no se amodorran los algoritmos de los ordenadores que procesan los resultados electorales, ni se apoltronan los informáticos que los programan, hoy con la ley D’Hondt y mañana con la ley del embudo. Prueba de que esta reforma electoral o estadística no es demasiado grave es que los socialistas, haciéndose los ofendidos, dicen que «no se pueden cambiar las reglas del juego»; cuando lo que caracteriza los juegos (del parchís al fútbol, pasando por el sicalíptico juego de las prendas) es, precisamente, que sus reglas pueden cambiarse cuando le peta al que tiene la sartén por el mango.
Dicen que la reforma electoral la promueve el Gobierno para favorecer sicalípticamente sus intereses (que mañana serán los de los socialistas); pero resulta patético amagar (para luego tal vez envainársela) con una reforma electoral que lo hace quedar como una bola de losers que da por perdidas las elecciones antes de disputarlas. Dicen que la razón es el ascenso de Podemos, que podría aglutinar a una porción de votantes de la izquierda profunda, habitualmente abstencionistas; y que, con sus votos en el morral, podría embarcar a los socialistas en alianzas que dejasen a los populares in albis en el reparto de gabelitas municipales. Aquí podríamos recordar jocosamente a Foxá, que advertía que «querer combatir el comunismo con la democracia es como ir a cazar a un león llevando como perro a una leona preñada de león».
Lo que, dicho menos jocosamente, significaría que el juego democrático propende a crear una mayoría de izquierdas, según vislumbrara Balmes, cuando escribió que los partidos «de instinto moderado y sistema conservador» se convertían a la postre en «conservadores de los intereses creados de una revolución consumada y reconocida». Así lo prueba la sociedad española, que en menos de cuarenta años ha pasado de ser conservadora a ser cada vez más izquierdista. Y es que el alma de la doctrina política vigente no es otra sino la exaltación de la libertad como instrumento para el desarrollo de los instintos; solo que tal exaltación tiene una fachada seductora y una trastienda sombría: la fachada seductora son las libertades de bragueta, que es el cebo que emplean quienes manejan el cotarro para mantener a la ciudadanía lobotomizada y refocilándose en la cochiquera, mientras ellos hacen negocietes en la trastienda sombría, que es la libertad del dinero para multiplicarse y concentrarse en unas pocas manos, dejando a la mayoría a dos velas. En el reparto de papeles, a la izquierda le corresponde ser el paladín entusiasta de la fachada seductora y el reticente mantenedor (¡tampoco tanto, oiga!) de la trastienda sombría; a la derecha, por su parte, le corresponde ser el paladín entusiasta de la trastienda sombría y el reticente mantenedor (¡tampoco tanto, oiga!) de la fachada seductora. Inevitablemente, este reparto acaba convirtiendo a la derecha en el malo de la película, aunque haya colaborado intachablemente en el mantenimiento del juego o por ello mismo. Esta propensión del juego democrático no se soluciona, por supuesto, con abusos de la estadística ni reformas electorales (pellizcos de monja que no logran rectificar la deriva vislumbrada por Balmes), sino con la formación de una auténtica derecha social que derribe tanto la fachada seductora como la trastienda sombría, demostrando que ambas forman parte del mismo establo de Augias.
Pero eso nunca lo permitirán quienes manejan el cotarro. Una cosa es cambiar venialmente las reglas del juego y otra admitir contendientes intempestivos.






Histrico Opinin - ABC.es - lunes 25 de agosto de 2014