LOS ENEMIGOS DE NUESTRA UNIDAD

JUAN MANUEL DE PRADA





QUEDÓ atrás la malhadada «consulta» soberanista catalana; pero será un hito en el camino que lleva a la disgregación de España, que no ha hecho sino comenzar. Si en verdad anhelamos la unidad de España tendremos que empezar por defenderla de sus enemigos, pues no es posible combatir ningún mal si antes no se han localizado sus causas; y mucho menos si las causas de ese mal son presentadas como remedios, como ocurre paradójicamente en nuestro tiempo, en que los remedios que se esgrimen contra el separatismo son precisamente los principales factores de la «desnacionalización» que padecemos. Tales factores son el régimen territorial consagrado en la Constitución del 78 y el europeísmo. Álvaro d’Ors –citado por el profesor Miguel Ayuso– lo profetizó hace mucho tiempo: «La crisis del Estado nacional, en todo el mundo, permite conjeturar una superación de la actual estructura estatal: ad extra, por organismos supranacionales, y a la vez, ad intra, por autonomías regionales infranacionales. Pero, por un lado, aquellos organismos se han evidenciado absolutamente vacíos de toda idea moral (…); y por otro, el autonomismo se está abriendo paso a través de cauces revolucionarios siempre desintegrantes que no sirven para hacer patria, sino sólo para deshacerla. Así, resulta todavía hoy que ese Estado nacional llamado a desaparecer subsiste realmente como una débil reserva de integridad moral, pero sin futuro».
En efecto, el autonomismo, lejos de acabar con la lacra del centralismo, sólo ha servido para multiplicarla. Por un lado, ha transferido las competencias estatales erróneas (es decir, aquellas que mejor hubiesen servido para fomentar el sentimiento de pertenencia a un proyecto común), multiplicando las burocracias autonómicas hasta la hipertrofia, para mayor gloria de la partitocracia expoliadora; por otro lado, ha aniquilado cualquier residuo de las antiguas libertades políticas de municipios y gremios, ha desbaratado el régimen tradicional de costumbres y fueros y lo ha suplantado por ideologías gubernativas nefastas (con frecuencia nacionalistas y siempre desnacionalizadoras) de las que han surgido nuevas concentraciones de poder, así como jóvenes generaciones de jenízaros, masas fanatizadas sin otro Dios ni otra patria que ese artificial ente autonómico con que les han tupido las meninges en la escuela, gracias a las transferencias legitimadas por la Constitución.
En esta coyuntura trágica, el moribundo patriotismo español ha sido rematado por la ideología europeísta, que ha usurpado las soberanías nacionales, convirtiendo los antiguos Estados en colonias controladas por burócratas extranjeros con el beneplácito de gobiernos nacionales lacayunos y dando absoluta prioridad a la economía, hasta reducir la política a la mera administración social. Naturalmente, la pérdida de la soberanía nacional, entregada definitivamente del modo más indigno en aquella célebre reforma constitucional del artículo 135, conlleva la abolición de la vida política, que así queda subrogada a organismos supranacionales que, a la vez que convierten a los Estados en pulgones nutrientes de los mercados financieros (mediante el pago usurario de la deuda pública), alientan la existencia de una «ciudadanía europea» que mata definitivamente la fibra patriótica, sólo subsistente a través de un patético e inviable «patriotismo constitucional», porque el patriotismo es amor a las cosas concretas con las que estamos vinculados y no adhesión a entelequias leguleyas con fecha de caducidad.
Si en verdad deseamos detener la disgregación de España, tendremos que empezar por combatir el autonomismo y el europeísmo.






Histrico Opinin - ABC.es - lunes 10 de noviembre de 2014