Gustavo Bueno
(Publicado en el número 47 de la revista El Catoblepás
)
«Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.»

Constitución Española de 1978, Artículo 8.1


1. Mi parábola arranca de la vieja analogía entre una sociedad política (una Ciudad, un Reino, un Estado, una Nación política) y un barco. Sobre todo, un barco que se viera obligado a navegar continuamente en un Océano del que tuviese que extraer alimento y energía.

La analogía tradicional es tan profunda que el propio nombre, es decir, el mismo concepto de algunos de los órganos vitales del Estado, ha sido tomado del nombre, es decir, del concepto, de ciertas partes esenciales del barco: Gobierno procede de kybérnesis, eos = gobierno de la nave por medio del timón; el mismo término griego dará lugar a nuestra cibernética. Y la analogía, desde la época platónica, ha permanecido activa hasta nuestro presente, en el que millones de personas han llamado gran timonel al presidente Mao, y pequeño timonel a Deng Xiaoping, el renovador de ese gigantesco barco que llamamos China.
Reforzaré la analogía tradicional mediante la suposición de que nuestro barco es un «barco de Teseo», es decir, un barco al que hubiera que irle sustituyendo continuamente sus piezas deterioradas o envejecidas por otras nuevas. De este modo, cuando el recambio de piezas cumpliera íntegramente su ciclo, el barco resultante sería ya otro materialmente, pero conservando intactas su unidad y su identidad: sería el mismo barco, identificable en el conjunto de los barcos que navegan en el mismo Océano. Y el reforzamiento de la analogía platónica, cuando la aplicamos a un barco de Teseo, nos pone delante de la distinción fundamental entre el Pueblo y la Nación. También la Nación política, como el barco de Teseo, tiene que ir sustituyendo continuamente a los ciudadanos mortales que la componen, y cuando el recambio sea total, en cada siglo, la Nación política, aunque distinta de la Nación del siglo anterior (porque el Pueblo ya será distinto) mantendrá sin embargo su unidad y su identidad en relación con las otras Naciones de la Tierra.
2. En la nave –una ciudad flotante, que suponemos regida por una Constitución democrática– viajan algunos miles de personas, que trabajan en tareas cotidianas. También hay una relativamente importante fuerza de seguridad, cuya misión, por mandato constitucional, es «garantizar la soberanía e independencia del barco, defendiendo su integridad y el ordenamiento constitucional». (El barco puede ser atacado desde el exterior, y en su interior pueden formarse grupos levantiscos o elitistas, dispuestos a abandonar el barco si no logran del Capitán una distribución de la carga que favorezca sus intereses particulares, aunque ponga en peligro su estabilidad.)
El Gobierno de la nave –el Capitán, el Consejo Ejecutivo, la Asamblea de Representantes, el Consejo de Oficiales Letrados– dirige el barco, su rumbo, su economía, su justicia. El Gobierno no puede olvidar el carácter fáctico de sus tareas, pues facticias son las eventualidades con las que diariamente tendrá que enfrentarse en su navegación.
Ante estas eventualidades la Fuerza Armada deberá algunas veces intervenir, una vez que el Gobierno de la nave haya determinado, en nombre de la prudencia política, el momento y el lugar oportunos de la intervención.
3. Todo transcurre «normalmente», incluso cuando los eventuales ataques, externos o internos, que ponen en peligro el buen orden o eutaxia de la nave, hayan tenido que ser reprimidos victoriosamente por las Fuerzas Armadas, una vez que el Gobierno haya decretado su intervención.
Pero, ¿qué ocurre cuando sea el Gobierno mismo, a juicio de las Fuerzas Armadas (o de una representación significativa de ellas) quien pone en peligro la eutaxia del barco, imprimiéndole rumbos erráticos, redistribuyendo «asimétricamente» de modo imprudente las cargas internas de la nave?
Se dirá que esta hipótesis es absurda, porque si un Gobierno actúa de este modo, «poniendo en peligro de estrellar la nave contra los acantilados» (como observa Trasímaco en la República platónica), entonces no se le podrá llamar siquiera Gobierno. Sin embargo, esta hipótesis sólo es absurda en el terreno de los conceptos puros; pero en el terreno de los hechos nadie puede asegurar (salvo que considere al Gobierno, al modo hegeliano, como dotado de una inerrancia e infalibilidad casi divina) que un Gobierno, incluso una Asamblea, no puedan ser afectados en algún momento dado por un grave eclipse de sindéresis.
¿A quién corresponderá, en esta hipótesis, intervenir para evitar un deterioro irreversible, o incluso un naufragio?
Y es aquí donde nos sale al paso la cuestión central: la del nexo interno que media entre las Fuerzas Armadas (cuyo finis operis se define en función de la defensa de la integridad territorial y de la Constitución) y el mecanismo legal, el decreto del Gobierno, a través del cual debe poder comenzar el ejercicio de su finalidad esencial.
¿O acaso habrá que decir que el mecanismo legal para desencadenar el fin objetivo de las Fuerzas Armadas es tan esencial como este mismo fin objetivo?
Los formalistas legalistas estimarán que lo esencial en la democracia es el mecanismo legal, la «lealtad» y la «obediencia debida». Pero una estimación semejante equivale a desvincular el fin objetivo esencial, constitucionalmente otorgado a las Fuerzas Armadas, del mecanismo de su puesta en acción; desvinculación que no tiene efectos mayores cuando el Gobierno y la Asamblea gobiernan con prudencia, porque entonces, tanto si el Gobierno da la orden de intervención, como si no la da, la finalidad de estas Fuerzas queda plenamente a salvo. Pero lo que el formalista legalista demócrata fundamentalista hace es pedir el principio de la inerrancia del Gobierno. Con ello deja fuera de su campo visual las situaciones en las cuales el Gobierno ordena imprudentemente intervenir a las Fuerzas Armadas, o bien impide imprudentemente su intervención; con ello el formalista convierte a las Fuerzas Armadas en instrumento ciego del Gobierno, como si fueran mercenarias y no parte interna de la propia Democracia.
Y si un Gobierno decide, en nombre de un pánfilo pacifismo, no apelar jamás a las Fuerzas Armadas, pensando que en el Estado de derecho las leyes se cumplirán por virtud de su propio prestigio, será porque ignora del modo más imprudente que la fuerza de obligar de las Leyes procede en última instancia de las Armas. Y en este sentido dice Don Quijote: «Quítenseme delante los que dijeren que las Letras [es decir, las Leyes] hacen ventaja a las Armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.»
4. ¿Quién tiene la razón, en estos asuntos, el formalista o el materialista? El formalista, que parece creer que la historia política acaba con la Democracia, tendrá razón en el plano abstracto burocrático, desde su propio principio: Fiat legalitas, pereat mundus, y se rasgará las vestiduras cuando escuche un lejano ruido de sables, en el momento en el que cruje el barco. El materialista, que no cree en el fin de la historia, lleva la razón histórica y patriótica cuando se atiene a su principio: Fiat mundus, pereat legalitas.
En la Historia de España, ¿fueron formalistas o materialistas los amotinados en Aranjuez contra el Gobierno de Carlos IV?, ¿fueron formalistas o materialistas los Generales que en la Gloriosa se levantaron contra Isabel II y abrieron paso a la Primera República?, ¿fueron materialistas o formalistas quienes en 1934 se alzaron contra el Gobierno de la Segunda República, que había sido democráticamente elegido en las elecciones de 1933?
5. En cualquier caso, el General Mena ni siquiera hizo ruido con su sable. Simplemente advirtió, recogiendo un estado de ánimo muy extendido entre las Fuerzas Armadas, que éste ruido de sables podría producirse si el Gobierno no pusiera freno a los proyectos asimétricos del Estatuto catalán o de otros proyectos alentados por el Gobierno de Zapatero. El General Mena se jugó su carrera, como buen seguidor de Don Quijote; pero acaso con ello contribuyó al notorio repliegue del Gobierno sobre sus pasos iniciales. Repliegue escandaloso, aunque favorable a la eutaxia, por más que se intente disimular y maquillar para evitar la dimisión, de otro modo obligada por decoro, del Gobierno que puso en grave peligro la nave.