Hombres nuevos (II)
Juan Manuel de Prada
La democracia plantea un problema acaso irresoluble, que es el de la representación política. A la gente se le dice que, a través del voto, elige a sus gobernantes, que estarán obligados por un mandato representativo a atender las peticiones de sus votantes. Pero lo cierto es que tal representación política nunca ha sido plena; y, en las democracias de nuestra época, puede decirse sin temor a la hipérbole que tal representación es casi nula, pues los gobernantes están al servicio del Dinero, que es el que les da las órdenes. Si la gente cayese en la cuenta de que no existe representación política, se podría desencadenar una revolución que aniquilase este contubernio del poder político y el Dinero; y para que esto no ocurra, se arbitra entonces una emplearemos la misma expresión que Platón utiliza en su República «sublime mentira» que haga creer a la gente que su voluntad es soberana y los gobernantes de desviven por atenderla. Así se crea el mito del hombre nuevo democrático, que, a diferencia del hombre nuevo de los totalitarismos, no surge tras un periodo de violencia revolucionaria, sino de manera pacífica, hasta alcanzar lo que Augusto Comte llamaba el «estado positivo de la Humanidad», que a su juicio (¡y tenía razón, el muy bellaco!) se lograría a través de la propaganda y la educación. En esta misma idea abunda Marcuse, quien señala que «la democracia consolida la dominación de manera más eficiente que el absolutismo», sin necesidad de recurrir al «terror explícito».
En un artículo anterior señalábamos que el hombre nuevo democrático era una mezcla del hombre-masa de Ortega, el hombre unidimensional del mencionado Marcuse y el hombre programado de Skinner. Detallaremos ahora un poco más el proceso que se sigue para lograr esta metamorfosis, cuyo fin último no es otro sino crear por sugestión el espejismo de que somos titulares del poder político, cuando en realidad solo somos sus felpudos. Para que tamaña sugestión cale en la llamada 'conciencia colectiva', es preciso actuar primeramente sobre las mentes humanas, logrando la desconexión plena entre sus estructuras intelectivas superiores (allí donde residen las funciones específicas del pensamiento, la capacidad de juicio y la responsabilidad) y los impulsos vitales, de tal manera que estos dejen de estar controlados por la inteligencia y se conviertan en meras expresiones de la voluntad. De este modo, mediante la desconexión de inteligencia y voluntad, se logra salvar el reparo fundamental que los partidarios de la aristocracia han hecho a la democracia, pues como atinadamente observaba Donoso Cortés, «si las inteligencias no son iguales todas, todas las voluntades lo son. Solo así es posible la democracia».
Una vez lograda esta desconexión, al hombre nuevo democrático se le infunde la ilusión de que sus deseos e impulsos vitales, puesto que son la expresión más 'auténtica' de su voluntad, deben ser atendidos por el Estado. Pero no hay organización política que pueda atender simultáneamente millones de deseos salidos de millones de voluntades: por eso el gobernante recto no atiende deseos personales, sino que procura atender el bien común; y por eso el gobernante degenerado, para infundir la ilusión de que atiende deseos personales, necesita que todas las personas deseen lo mismo, para lo que es preciso convertirlas en masa gregaria. Este proceso de masificación social, tan crudamente animalesco, era realizado en los regímenes totalitarios con métodos expeditivos y carentes de delicadeza, pero en las democracias se realiza con métodos mucho más finolis y recatados, mediante la exaltación de la igualdad, una golosina que a todos gusta, pues es el homenaje que la democracia rinde a la envidia. Esta utilización espuria de la igualdad como «camino hacia la esclavitud» o coartada para la masificación y uniformización de los pueblos ya fue vislumbrada por Tocqueville en La democracia en América: «Todo poder central que sigue sus instintos naturales ama la igualdad y la favorece; pues la igualdad facilita singularmente la acción de semejante poder, lo extiende y lo asegura (...) Se puede decir, igualmente, que todo poder central adora la uniformidad, pues la uniformidad le ahorra el examen de una infinidad de detalles de los que debería ocuparse si hiciera las reglas para los hombres, en lugar de hacer pasar indistintamente a todos los hombres bajo la misma regla».
Pero ¿cómo se consigue «hacer pasar indistintamente a todos los hombres bajo una misma regla»? ¿Cómo se alcanza la masificación social, requisito previo para crear el hombre nuevo democrático? Trataremos de explicarlo en un artículo próximo.
Hombres nuevos (II)
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