Despertad al León.
Desgraciadamente los hombres hemos perdido el sentido de la Tradición y la hemos transformado en una práctica piadosa y carente de espíritu , que prescinde de fuego y de vida . Hemos hecho de la Tradición algo probo, tranquilo y burgués.
¡De la Tradición! ¡Qué es un torrente salvaje que espumea de piedra en piedra, se arroja al abismo y llena el valle con su estrépito! lo hemos remansado en una presa gigantesca en la que las naturalezas amantes de la tranquilidad gustan de holgazanear; una presa en la que es posible pasear en barca sin el menor peligro. La hemos robado su fuerza y su ímpetu. ¿Cómo podemos entonces admirarnos de que estas aguas muertas no sean capaces de poner en movimiento ninguna rueda? ¿Y de que el caminante sediento desprecie esa masa de agua estancada y busque para su refrigerio cualquier riachuelo de montaña, poco caudaloso, pero claro?.
Hemos domesticado al león y, encerrado en su jaula, lo paseamos por la calle. Un conservadurismo que huele a sudor y habitación cerrada pregona sus excelencias, hermosuras y fuerza, mientras la masa de los hombres pasean despreocupados por barrios y ciudades. ¡Dejad al león que salte! por sí mismas se harán evidentes entonces su fuerza y la gracia de sus movimientos.
La Tradición es un hierro candente que derrama chispas. Lo hemos sumergido en agua fría. El fuego y las chispas han desaparecido, y como único recuerdo de su belleza queda ahora, sobre el hierro, una delgada capa grisácea.
La Tradición se ha convertido en un asunto de burgueses tranquilos y cómodos, a los que el ruido, la actividad, la originalidad y ,en definitiva, el torrente les molesta. Limpios, se sientan en su casa, en su confortable sillón, introducen los pies en sus cálidas pantuflas, mientras se regodean en sí mismos, con espíritu ausente.
Y es precisamente esta mentalidad burguesa la que encarna al más refinado enemigo de la Tradición, la que representa lo más opuesto imaginable al ser. En el mejor de los casos hemos relegado la osadía de la Tradición al campo de la moral, en lugar de dejarla en el campo de la acción, del ser.
De esta traslación ha nacido - y fue siempre así- el tipo del hombre moralizante, que ya no es hombre sino escrupuloso, al que ya no interesa la vida, ni el espíritu, sino la letra.
Quien reclama poco, no recibe nada; aquel que lo reclama todo, lo obtiene todo. Dios lo reclama todo.
<<Vosotros sois la sal de la tierra; pero, si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?>>
El Rincón de Don Rodrigo
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