LA REFORMA CONSTITUCIONAL

JUAN MANUEL DE PRADA





A los políticos españoles les ocurre con la Constitución lo mismo que a los policías de las novelas de James Ellroy con las pelirrojas: les basta reparar en ella para ponerse cachondos y empezar a decir incongruencias. En contra de lo que la gente ingenuamente piensa, las constituciones no representan la soberanía popular, sino la voluntad ideológica de quienes las escribieron. Hasta hoy, la voluntad ideológica de la Constitución del 78 ha sido, a trancas y barrancas, el cínicamente llamado «consenso», que es el punto de encuentro de la gente sin principios; pero la cabra tira al monte, y la gente sin principios todavía más. Por eso andan todos queriendo reformarla.


Charles B. Luffman, en Un vagabundo en España, explicaba atinadamente: «En España, las reformas constitucionales no tienen otro objeto que apartar a una panda de granujas del poder para que lo ocupe otra cuadrilla de bribones». Y Gallenga, en Reminiscencias ibéricas, apostillaba con más razón que un santo: «¡Como si una Constitución en España pudiera tener más valor que el papel en que está redactada!». Y es que, en efecto, las constituciones son expresiones ideológicas veleidosas que no aspiran a ser expresión de un orden existente, sino que ellas mismas aspiran, en el colmo del engreimiento voluntarista, a erigirse en creadoras de un orden hecho de abstracciones y racionalismos fatuos que nada tienen que ver con la realidad histórica. Frente a una ley sustentada en el plebiscito de los siglos, que contempla la patria como una realidad viva, fundada en firmes lazos de sangre, las constituciones son artefactos ideológicos que se cagan en la realidad histórica de la patria, para construir abstrusas geometrías legales fundadas en quebradizos lazos contractuales; y como la voluntad del hombre moderno es caprichosa, a cada poco se impone la necesidad de la reforma.


Rajoy ha anunciado que acepta hablar de reforma constitucional en la próxima legislatura, ignorando aquella pregunta que San Ignacio lanzó a quienes le venían con proyectos dilatados más allá de quince días: «Pero, ¿acaso pensáis vivir tanto?». Los socialistas, por su parte, lo han tachado de irresponsable (le dijo la sartén al cazo) por tratar esta cuestión en «clave electoralista y de partido» (como si una cosa tan ideológica y adventicia como una constitución admitiera otro tratamiento); y, con la fatuidad pomposa típica de los peleles, han añadido que ellos serán los encargados de impulsar una reforma que traerá (risum teneatis) «futuro y esperanza a los españoles». Y, mientras peperos y sociatas forcejean en la falda del monte, los nacionalistas catalanes se suben hasta la cima y anuncian que, tras las elecciones autonómicas, redactarán (¡oh, sorpresa!) una Constitución «de todos los catalanes». En el fondo, los nacionalistas catalanes son los que actúan con mayor lógica constitucional, pues si una constitución es hija del contractualismo, nada más natural que los hijos se nieguen a asumir los contratos paternos y quieran construir un orden nuevo, ciscándose en el papel que escribieron sus padres, igual que antes ellos se ciscaron en el plebiscito de los siglos.


Azorín escribía en ABC hace más de cien años: «¿Quién hará más por sus pobres compatriotas en España: el que les de una libertad o el que les procure un sustento nutritivo, una casa higiénica y un traje limpio? ¿Será cierto que este pueblo quiere mejor que estas cosas la reforma de un artículo de la Constitución, es decir, un papel?». Pero Azorín no sabía que a nuestros políticos les ocurre con la Constitución lo mismo que a los policías de Ellroy con las pelirrojas. Se ponen fatalmente cachondos; y, con tal de meterle mano y mojar el churrito, están dispuestos a matar.







Histórico Opinión - ABC.es - lunes 10 de agosto de 2015