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Tema: Sociedad orgánica

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    Sociedad orgánica

    Sociedad Orgánica





    Por Edward Minton


    Reproducido con permiso de http://socialcredit.com.au/ .



    ¿Podemos redescubrirnos a nosotros mismos? ¿Podríamos entonces descubrirnos los unos a los otros? El tema de este ensayo es si estas cuestiones son tan disparatadas como pueden parecer a primera vista.

    En épocas anteriores las culturas crecían lentamente a lo largo de siglos de mano de los individuos, actuando como individuos y en asociación con sus compañeros. Pocas vidas dejaban de contribuir a esto en alguna forma. Podía ser una palabra, una frase, una observación, una idea, o una técnica, método, finura o estilo en agricultura, realización de herramientas, labranza, vestido, canción, juego, o algún otro aspecto de la vida. Siempre era democrático en el sentido de que aquello que se contribuía permanecía, pero únicamente en la medida en que aquéllos que formaban parte de esa cultura eligieran mantenerla y adoptarla.

    La cultura era orgánica; una destilación de aquello aportado por la gente viva por un tiempo.

    Nunca era estática, no más que lo que la vida puede ser estática, sino que cambiaba, normalmente aunque no siempre de manera lenta, con la puesta en el punto de mira del mundo natural y de la naturaleza nuestra.

    Eso cambió con una pérdida de inocencia. En lenguaje de hoy, cambió con la comprensión de que la gente puede ser artificialmente programada. Quizás esto sea más evidente en la práctica publicitaria. Una incesante repetición en todos los medios de comunicación durante dos años puede establecer el reconocimiento de una marca como si fuera un nombre familiar, aunque aquélla comenzara como una desconocida. No se cree que haya defensa alguna frente a esto, e innumerables miles de millones se gastan cada año sobre la base de que no la hay.

    Si Poncio Pilatos hiciera su famosa pregunta “¿Qué es la verdad?” a los ejecutivos de la moderna publicidad, ellos solamente podrían contestar: “¡Aquello que se nos ha contado la mayoría de las veces!”

    Los periódicos (y otros medios de comunicación) no están pensados para informarnos, para entretenernos, o para educarnos. Su intención es principalmente (y por tanto a menudo solamente) vender mercancías y, por supuesto, ganar sus comisiones por publicidad. Aquí no hay más que un ejemplo del esfuerzo por programar y capturar la cultura, en lugar de cultivarla y compartirla. Existen muchos más.

    En el campo de la salud, la investigación del cáncer es un ejemplo de ello. El apoyo de millones de personas y organizaciones caritativas se canaliza, en medio de instancias y publicidades, hacia el descubrimiento de una cura. Toda investigación, sin embargo, se confina dentro de límites estrictos. A menos que la “cura” resulte ser una droga o procedimiento patentable, no podrá haber ningún retorno o beneficio sobre la inversión.

    Las células cancerosas, por ejemplo, consumen dieciocho veces más azúcar que las células normales. Al menos una vez que se diagnostica el cáncer, parecería merecer la pena una investigación científica para reducir radicalmente el azúcar en la dieta así como aquéllos tipos de comida que el cuerpo humano puede convertir en azúcar. Esa investigación, sin embargo, nunca tendrá lugar excepto a un nivel alternativo o amateur. ¿Por qué? Porque incluso si se probara tener gran valor, y que trajera un beneficio para muchas vidas, no habría ninguna ganancia financiera para los investigadores. Es posible que ellos también hubieran echado su dinero por el desagüe; no hay ninguna cura patentable y vendible al final del túnel.

    La investigación en salud tiene dirigida su prospectiva a la obtención principalmente de un resultado financiero, siendo el “resultado en salud”, hablando con optimismo, únicamente el medio para la obtención de aquél.

    El medio ambiente constituye también un campo de batalla para la conquista de dólares. Cuando el movimiento medioambiental era minúsculo, aparecían en los principales medios de comunicación publicidades a toda página para la “Salvación de las Ballenas”. Salvar las ballenas es una cosa excelente, encomiable y sencillamente sensata, pero los anuncios eran pagados por las “Siete Hermanas” porque tenían un producto para reemplazar las aplicaciones especiales del aceite de ballena. Ese producto no podría competir, siendo más caro, hasta que las ballenas fueran “salvadas”.

    Hace algunos años pasé unas pocas semanas en la compañía de un tal Geoff MacDonald en el suburbio de Footscray, en Melbourne; era un ex-comunista que se había criado en una familia comunista, y que pasó su juventud en el Movimiento de Juventudes Comunistas. A pesar de haber roto con el comunismo, se encontró con un camarada de su juventud (llamémosle Tom) en un bar de Melbourne. Intercambiaron noticias sobre sus vidas.

    Tom había pasado una década en América y fue designado por el Partido para oponerse al uso de los químicos 24D y 245T, los famosos defoliantes de la Guerra de Vietnam. En los primeros años él y los suyos no consiguieron llegar a ninguna parte.

    Entonces un compañero entró por su puerta, dijo que le gustaba lo que estaban haciendo, y dijo que él podría ser capaz de ayudar. Siete millones de dólares y varios años después descubrieron quien era él. Era de la Mafia. Los policías se desesperaban con los tribunales de justicia, y estaban echando en el aire 24D para rociar y destruir sus almacenes de drogas. La Mafia contraatacó usando a los “idiotas útiles” (en términos de Lenin) del Partido Comunista.

    Aquéllos que están bien situados para importar y explotar el uso de madera barata producida por medio de una tala rasa en países medioambientalmente atrasados, siempre apoyan (léase, financian) y hacen campaña contra el medido y regulado aprovechamiento forestal en los países desarrollados. La competencia es un pecado. Incluso se ha de eliminar la tímida oposición de parte de producción hecha en áreas con salarios altos.

    Hubo un tiempo en que allí donde vivía la gente se encontraba a poca distancia de la comida, fibras para tejidos y materiales para la construcción, de los cuales se aprovechaban para autosustentarse. El 90% de la gente vivía en aldeas, conocían a las otras familias que había en el área durante generaciones, eran en gran parte autosuficientes, y constituían de esta manera una sociedad muy orgánica. Hoy en día se estima que la comida que los americanos contemporáneos comen ha viajado, de media, más de 2,000 millas.

    Durante siglos era difícil comunicarse con grandes números de gentes desde las áreas rurales, pero esto ya se ha terminado. Las modernas comunicaciones y transportes nos ponen en un grado tan estrecho de contacto a los unos con los otros como podamos desear, desde casi cualquier lugar. Así pues, ¿por qué estamos viviendo en grandes junglas urbanas congestionadas?

    La excesiva urbanización no es el resultado de una elección pública, ni tampoco ha sido decretado por el gobierno. En esto, quien manda es la política y la práctica financieras. Es más difícil conseguir un préstamo para construir una casa en un área rural, y el tipo de interés es mayor que en una ciudad. El nivel general de los precios de las casas viene determinado totalmente por los bancos, por su propensión a prestarnos el dinero con el que cada uno pueda pujar por encima de los otros con ese dinero. Constrúyase una casa en la ciudad y otra idéntica en el campo, y la primera alcanzará el doble de precio que la segunda.

    Hablamos de jardinería orgánica, de agricultura orgánica y de comida orgánica, pero quizás aquello de lo que más necesitados estamos es de una sociedad orgánica en la que vivir. ¿Cómo podríamos conseguir una sociedad orgánica? Una de las cosas que ciertamente implica es la de hacer que la descentralización de la decisión vuelva al individuo, de forma que las decisiones se hagan desde un punto de vista de aumento de la satisfacción humana en lugar desde el punto de vista de los resultados financieros.

    Una de nuestras dificultades está en que la gente imagina que las grandes decisiones se hacen mediante votación. Así es, pero no ciertamente votando en favor de políticos. La votación realmente importante se hace por todos nosotros todos los días. Y, sí, hay elecciones todos los días en todas partes.

    Existen dos tipos de papeletas electorales. Una se utiliza únicamente para realizar elecciones en política. La otra se utiliza para elegir cada día todos los productos y servicios de los cuales dependen nuestras vidas; por supuesto, estamos hablando del dinero. De las dos, la segunda normalmente es la que tiene más influencia, de ahí que estas elecciones nuestras con dinero merezcan una pequeña examinación.

    Cuando trabajamos largo y duro, la mayoría de nosotros decimos que estamos haciendo dinero. Hacer dinero es un delito criminal. Lo que realmente estamos diciendo es que estamos adquiriendo dinero. Adquirimos dinero de otros, quienes a su vez lo adquirieron de otros, quienes lo obtuvieron de otros de nuevo, pero en alguna parte, en alguna parte del camino de vuelta, alguien lo hizo o fabricó. Y realmente quiero decir que lo hizo.

    ¡Oh! ¿Te refieres a la acuñación? ¡No, no me refiero a la acuñación! Solamente de un 2 a un 5% de todo el dinero se hace visible representándolo en forma de billetes y monedas. El 95% no es más que un registro contable. Un registro que aparece impreso en un estado de cuenta bancario o que se mantiene en forma de blips magnéticos en los ordenadores, y ni la acuñación ni el gobierno tienen que ver lo más mínimo con su creación o inicial asignación en la sociedad. Es un monopolio privado compartido por unas pocas entidades y, por supuesto, lleva consigo la capacidad de poseer y/o controlar todas y cada una de las cosas que están a la venta. Fue en este punto –el control privado centralizado de la creación de nuestra oferta monetaria– en donde la sociedad orgánica murió. No es mi intención tenerla en estado de R.I.P.

    El 95% del dinero es creado por las entidades privadas, sin coste alguno en absoluto ya que no necesita estar visible, y lo hacen disponible para nosotros bajo la condición de que lo aceptemos como una deuda reembolsable y de que paguemos un interés, y, puesto que este es el verdadero origen de nuestras “papeletas” electorales económicas, ¿podemos realmente pretender sorprendernos de que no tengamos democracia económica? Tanto la risa como las lágrimas están completamente justificadas.

    Pero algunos de nosotros, de pie en el frío amanecer de está luz que se despliega, sabemos que no hay nadie más. Sólo estamos nosotros y no tenemos –afortunadamente más aparente que realmente– nada. Poner fin al omnipotente monopolio de la creación de dinero no es algo que requiera héroes. Requiere tontos. Si tú eres uno, o piensas que podrías ser capaz de aprender para convertirte en uno, por favor da un paso adelante. Lo nuestro consiste en una vida dedicada a deshipnotizar en silencio y pacíficamente a nuestros compañeros para que despierten a una nueva era hacia la democracia económica. Puesto que no va a haber ninguna ganancia dineraria personal con inmediatez en todo esto, su condición o naturaleza cae dentro del orden de los tontos.

    Los cambios que se necesitan para democratizar la emisión de dinero así como su distribución han sido desarrollados a lo largo de los últimos cien años, comenzando con C. H. Douglas en 1917. Aparece disponible en las librerías de www.socialcredit.com.au.

    El mayor problema en la economía hoy día (2015) desde un punto de vista medioambiental y orgánico, radica en que está de tal modo construida que se ve obligada a crecer continuamente, o por el contrario caería en una recesión y en una drástica disfunción. Crecimiento, crecimiento y más crecimiento es innecesario en un mundo desarrollado en donde la capacidad productiva ya es suficiente para satisfacer todas las sensatas necesidades. La dificultad está en vender la producción, no en hacerla. Es un problema de distribución, y este problema es de carácter esencialmente financiero.

    Si podemos asumir que hay en todo momento poder adquisitivo insuficiente en manos de los consumidores que les permita adquirir aquello que se les pone simultáneamente a la venta (existen pruebas disponibles de esto, pero no son para ser tratadas en este ensayo… véase la página web anteriormente citada), entonces los negocios se verán incapaces de vender una porción de su producto. Esto causará una contracción de la producción y el empleo, lo cual reduce el poder adquisitivo distribuido a través del empleo más todavía otra vez. Esto empeora la situación y trae otra contracción de dinero disponible para la compra de productos de consumo disponibles. En caso de no remediarse, este proceso continúa a través de las fases de recesión y después de depresión, hasta que la economía queda casi totalmente inoperable. Las consecuencias sociales de semejante estado son evidentes por sí mismas.

    Solamente se han hecho en todo el tiempo dos sugerencias acerca de cómo solventar este dilema.

    Una consiste en incrementar la oferta monetaria a través del incremento de deuda por los bancos. Esta emisión de dinero adicional puede ser para obras o servicios gubernamentales, producción de capital privado (ya sea para uso doméstico o exportación), o para préstamos al consumo. Estas deudas, pues, hacen crecer los impuestos futuros, fluyen dentro de los precios futuros, o incrementan los futuros reembolsos de las deudas privadas, respectivamente.

    Aunque de manera temporal –hasta que llegue el futuro– el poder adquisitivo en manos de los consumidores se incrementa. Esto ocurre directamente en el caso de los préstamos al consumo, e indirectamente a partir de los sueldos, salarios, dividendos, comisiones, servicios prestados por contrata, etc., que fluyen como resultado a partir de los préstamos gubernamentales y comerciales. Después de que el futuro llega, los impuestos incrementados, los precios y los reembolsos ayudan a reducir el poder adquisitivo del consumidor en relación con la producción disponible. De esta forma, nos vemos obligados a entrar en la siguiente vuelta de la puerta giratoria –con el fin de que así no nos coja la recesión– demandando más deuda y más crecimiento innecesario para incrementar nuestra inmediata capacidad para comprar ahora.

    La otra opción consiste en distribuir votos económicos (dinero) en la misma forma en que se distribuyen los votos políticos, esto es, libre de cargas y sobre la base de que todos obtengamos una parte igual, y en una cantidad igual a la deficiencia de poder adquisitivo existente al momento.

    Este reempoderamiento de la elección individual constituye el camino para la democracia económica. Su tendencia a reducir progresivamente toda actividad inspirada únicamente por la coacción de expandir la oferta monetaria a través del crecimiento, así como a implicarnos menos en aquellas innecesarias actividades decretadas por la asignación del dinero a ellas por nuestros amos del sistema bancario, permitirá que la fuerza motora en la economía sea la nuestra de manera cada vez más creciente, y dirigida a la satisfacción humana.

    El propósito de la sociedad orgánica es una creciente eficiencia en términos de satisfacción humana.


    Fuente: CLIFFORD HUGH DOUGLAS INSTITUTE

  2. #2
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    Re: Sociedad orgánica

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: Montejurra, Número 26, Mayo 1967, páginas 2 – 3.

    [Lo subrayado en el texto no es mío, sino que así aparece en el documento original]



    Monarquía Orgánica

    Por Raimundo De Miguel


    En el libro de Jaime de Carlos, «Instituciones de la monarquía española», nos encontramos con dos nuevos aspectos que considerar en su sistema: los de orgánica y responsable.

    La primera tarea de la Revolución triunfante en Europa, fue la de destruir todo organismo intermedio entre el individuo y el Estado, que por su arraigo social, pudiera significar un obstáculo para la arrolladora marcha de sus principios. Congruente con éstos, la única manifestación social concebible es la del Estado, al que se salta desde el individuo aislado y por su mera agregación numérica; toda otra asociación o grupo, es deformadora del «ciudadano» y opresora de su libertad. De esta manera, Sociedad y Estado se identifican en la democracia, mucho antes que en el socialismo.

    En efecto, al no existir otra sociedad que la política, todas las demás formas asociativas humanas, serán una concesión graciosa y vendrán impregnadas de la coloración política que el Estado quiera darles. En nuestro Código Civil, sólo tienen entidad jurídica las Corporaciones o Asociaciones públicas o privadas, «reconocidas por la Ley». Pero esa ley, es una elaboración del Estado, única Entidad subsistente «per se» y que, axiomáticamente, no necesita ser reconocida por nadie. No hay posibilidad de salirse de esta férrea lógica del uniformismo y la igualdad.

    Así, la acción política del Estado invade la esfera religiosa, propia de la Iglesia, y aparece el cesarismo laicista; la intimidad institucional de la familia, con el divorcio; la autonomía municipal, queda transformada en una dependencia administrativa de desconcentración de servicios locales; la vida regional se cuadricula geométricamente sobre el mapa, creando unidades semejantes cuantitativamente que se denominan departamentos o provincias; con la supresión de los gremios, se rebaja el trabajo a mercancía y surgen los fenómenos del capitalismo y el proletariado; la propiedad se desinstitucionaliza en beneficio de la clase burguesa que ha hecho la revolución; la cultura y la beneficencia se imparten desde los Ministerios… Nada que tenga espontaneidad social, goza de vida propia; todo es Estado, que por definición es una entidad política. Y políticas serán pues, desde entonces, todas las agrupaciones colectivas, hasta el punto de habernos acostumbrado con naturalidad a ver y juzgar las cosas desde el ángulo de nuestras propias concepciones de aquél carácter y al nivel totalitario del Estado.

    Es sintomático las continuas quejas que por doquier se oyen contra el Estado. Sindicatos, Ayuntamientos, empresas, particulares, todos se sienten incómodos, pero nadie se aplica a buscar el remedio dentro de la esfera –por reducida que sea– de sus atribuciones; todos remiten su apatía a soluciones que vengan de arriba: que se dicte un decreto, que se realice una obra, que se declare una exención o se conceda un prima, que se proteja o subvencione una actividad, que se ayude una iniciativa… En una palabra, cada día nos vamos entregando más en las manos del monstruo que hemos creado, olvidando que la verdadera solución está en la recuperación de las fuerzas sociales, que un día arrebató el Estado, para que éstas puedan actuar libremente y con responsabilidad, sobre los problemas que directamente les afectan.

    La «politización de la sociedad» es un gravísimo mal, porque deja indefenso al pueblo frente al Estado. Éste en definitiva no es más que un órgano, del que son titulares las personas –pocas, muy pocas– que ostentan el Poder; frente a ellas están las demás, la gran masa de gobernados. Cuando más grande sea el poder en manos de las primeras y más aisladamente se considere a los segundos, más fácilmente serán atropellados sus derechos. La lógica pide disminuir las facultades de arriba e incrementar la fuerza asociativa de abajo: contraponer dos realidades, Estado y Sociedad. Esto y no otra cosa es el «sociedalismo» de Mella; la manera de concebir la libertad que tenemos los carlistas, como muy acertadamente oí decir a D. Manuel Fal Conde.

    Este sistema es mucho más necesario en nuestros días, en que el Estado individualista democrático, ha sido rebasado por el Estado socialista, sea marxista o no. La consideración del Estado como única entidad social, tenía que llevar inexorablemente a la supremacía de aquel (el todo) sobre las partes (la persona). Así el mismo principio dejará de contemplar al individuo (democracia inorgánica) para volcarse sobre el otro extremo: el Estado-Sociedad (totalitarismo o democracia progresiva). En aras de un supuesto bien público habrá de forzar el igualitarismo social, con quebranto de la libertad personal que ya no cuenta. Todo está reglado, la educación, las ideas, las ciencias, las costumbres, los medios de difusión, los esparcimientos, la propiedad y la previsión, hasta la interioridad de la conciencia, por las técnicas de la persuasión psicológica o del adoctrinamiento político, y del matrimonio, como en las comunas chinas, máximo exponente del extremo al que puede llegar una sociedad esclavizada.

    No tenemos derecho a pensar que estas aterradoras consecuencias estén lejanas, porque cada vez el estado psíquico colectivo nos viene a enseñar cómo pueden resultar posibles las mayores aberraciones. Las variadas y progresivas manifestaciones del «gamberra» o el homosexualismo, son fenómenos reales, que nos parecían inconcebibles hace unos pocos años y que son exponentes de las crisis por las que pasa una sociedad descreída, soberbia y desinstitucionalizada.

    La igualdad que ha matado la libertad, abre las puertas al despotismo, porque siempre habrá necesidad de alguien que mande a los iguales. Pero si éstos han dejado de ser libres, vienen obligadamente a sucumbir ante el Poder.

    Pero aunque no se llegara a aquellos últimos extremos, siempre habrá que mantener una susceptibilidad especial en la defensa de los derechos de la sociedad, porque las circunstancias coyunturales del mundo en que vivimos, hacen necesario atribuir al Estado una serie de facultades que antes no tenía en su función de coordinación e impulso hacia el bien común. Si resulta preciso robustecer un extremo, para mantener el equilibrio y proteger la libertad es correlativamente necesario fortalecer los cuerpos sociales en todo aquello que les es propio y mostrarse extremadamente celosos de no ceder más que lo que resulte imprescindible.

    Es un error grosero buscar un remedio a esta situación, con el supuesto juego de los partidos políticos. El partido es hijo del sistema, que cree que la solución es política y que se desprende de una conformación predeterminada del Estado. Por eso opera sobre individuos, no sobre la sociedad. Es un instrumento para alcanzar el Poder y monopolizarlo, no para defender a la sociedad de él. Siempre hemos oído a los portavoces de los partidos políticos quejarse de los abusos del Gobierno contrario, pero jamás hemos visto que, conseguida su sustitución, hayan recortado aquellas atribuciones que se calificaban de abusivas, para reintegrarlas a la sociedad; por el contrario, las han aumentado, para acomodar mejor el gobierno a sus deseos y pretender perpetuarse en el mando. No han contemplado la realidad social, sino querido la implantación de su programa político, lo cual es substancialmente diverso.

    «En otras palabras (decía Robespierre, y la lección es primaria y autorizada) somos partidarios de limitar el Poder cuando éste no nos pertenece, pero desde el momento en que lo poseamos, nunca podrá ser éste demasiado grande».

    Otro francés (desengañado de la democracia inorgánica), Bertrand de Jouvenel, nos dice: «Mas las limitaciones prácticas no salen de la leyes ni de las instituciones del Estado, que es soberano y puede cambiarlas o sustituirlas a su antojo. La limitación no sale de los conceptos abstractos, sino de las instituciones vivas de la sociedad que tienen sus competencias propias desde antes que el Estado pudiera reconocérselas o arrebatárselas». «El Estado representa el Poder puro, y la sociedad orgánica las limitaciones del Poder».

    Sin embargo, la realidad social se va abriendo camino. Juan XXIII nos indica en la «Mater et Magistra» como uno de los signos de los tiempos la «socialización», de cuyo desarrollo espera «no sólo el perfeccionamiento de las dotes naturales del hombre, sino también la conveniente organización de la vida social: deseada estructuración… absolutamente necesaria para el pleno ejercicio de los derechos y deberes de la vida social». «Incrementándose por consiguiente las relaciones con que los hombres de nuestra edad se unen mutuamente entre sí, las naciones lograrán tanto más fácilmente su recta organización, cuanto más armónicamente se conjuguen entre sí estos dos principios: de un lado, el de la potestad que tanto los individuos como las corporaciones tienen de servirse de sus leyes, a salvo siempre la mutua colaboración; del otro, el de la intervención estatal que organiza y fomenta, conscientemente, la iniciativa privada».

    Esta construcción es consecuencia del principio de «subsidiariedad» que, recogido de la «Rerum Novarum», formula de manera magistral y definitiva Pío XI, en la «Quadragesimo Anno»: «Queda en la filosofía social, fijo y permanente aquel principio que ni puede ser suprimido ni alterado: … es injusto y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación del recto orden social, abocar a una sociedad mayor y más elevada lo que pueden hacer y procurar comunidades menores e inferiores. Todo influjo social debe por su naturaleza prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, nunca absorberlos o destruirlos. Conviene que la autoridad pública suprema deje a las asociaciones inferiores tratar por sí mismas los cuidados y negocios de menor importancia que, de otra manera, le serían de grandísimo impedimento para cumplir con mayor libertad, firmeza y eficacia lo que a ella sólo corresponde, ya que sólo ella puede realizarlo, a saber: dirigir, vigilar, urgir, castigar según los casos y la necesidad lo exijan. Por tanto, tengan bien entendido esto los que gobiernan: cuanto más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, quedando en pie este principio de la función supletoria del Estado, tanto más firme será la autoridad y el poder social, y tanto más próspera y feliz la condición del Estado».

    Este principio ha de regular «las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y las asociaciones intermedias». «Tales entidades y asociaciones deben considerarse como absolutamente necesarias para salvaguardar la dignidad y libertad de la persona humana, asegurando así su responsabilidad». (Juan XXIII, «Pacem in terris»).

    Pablo VI recuerda también, en su mensaje pascual de 1967, que la tradición doctrinal de la Iglesia se mueve «sobre el plano concreto de la vida humana, es decir, sobre el plano social».

    Veamos cómo entendemos este plano por el elemental procedimiento de tomar en nuestras manos una tarjeta de identidad. Para la democracia inorgánica, no cuenta más que el número estadístico, una cifra despersonalizada, censaria y pasiva. Pero el hombre abstracto no existe, el ser concreto que está detrás de ella, quien sufre y goza, quien vive y muere y tiene un alma que salvar, es algo muy distinto. Aún su rostro nos dice muy poco; lo que nos interesa son sus apellidos y su estado (la relación familiar), el lugar de su nacimiento (gallego, andaluz, aragonés…) y el de su residencia (de dónde es vecino), la profesión que ejerce (su cultura, su trabajo, su medio social) e incluso fuera de España, podríamos averiguar por este medio la fe que profesa. (¡Ah, de nuestra discriminación religiosa!). Éste es el hombre que se desenvuelve entre sus circunstancias vitales, las que inmediatamente ama y que constituyen su entorno de intimidad y de inserción en la comunidad política.

    Para poder considerar a los hombres de manera igualitaria, tenemos que recurrir necesariamente a sólo aquello que les es común: el número; pero habremos destruido a la persona al suprimir todo aquello que le distingue de los demás. Si les contemplamos en lo que les caracteriza, ya no es uno solo frente al Estado a quien vemos; es al conjunto de los que tienen los mismos intereses, que no pueden desarrollar aisladamente y que se agrupan para conseguirlo: estamos ante toda la riqueza asociativa de los «cuerpos intermedios» entre el individuo y el Estado. Es el «sociedalismo».

    «La soberanía social en todos sus órganos fundados en la familia; los complementarios, como el municipio, la comarca y la región; los derivativos, como la escuela y la Universidad, que deben tener la autarquía propia para dirigir su vida, forman esa escala ascendente que termina en una gran variedad; y al llegar a esa variedad surge una necesidad común de orden y dirección; pero sólo de dirección del conjunto de los elementos inmediatamente componentes del todo racional que son las regiones y las clases, y eso es lo que origina la soberanía propiamente política del Estado, complemento de la soberanía social».

    En la recientísima carta del Secretario de Estado, Cardenal Cicognani, a la XXVI Semana Social española, celebrada en Málaga, leemos:

    «Sin embargo, las instituciones intermedias habrán de ser tenidas en cuenta y normalmente consultadas en sus respectivas esferas, con el fin de obtener de ellas información y juicios de base sobre los que puede apoyarse una prudente decisión. En tal modo, lejos de oponer desde fuera tales grupos su fuerza a los poderes constitucionales, pondrán todo su influjo a su servicio para consolidarlos y colaborar con ellos. Éstos, a su vez, y en beneficio propio, sabrán respetarlos en su fisonomía propia y original, ni imponiéndoles innecesarias limitaciones, sino más bien considerando su pluralismo como un hecho al que se habrá de ofrecer cauce y protección. Aquí todavía es, en el diálogo abierto y sincero entre ambas partes, donde está el secreto de la más grande fecundidad: se trata de una vía excelente para la nación».

    Vía que es necesario y urgente iniciar y recorrer. Éste es el propósito del «sociedalismo jerárquico, idea que quiere restaurar la persona colectiva, las clases sociales, mermando al Estado y arrancándole muchas de sus atribuciones, para que sea ella, la sociedad entera, con todos sus miembros, la que pueda resolver la gran cuestión social que el Estado solo no podrá resolver jamás» (Vázquez de Mella).

    Pero este desprendimiento progresivo de las facultades que el Estado ha arrebatado a la Sociedad sólo puede efectuarlo la monarquía tradicional y legítima. Tanto porque la sociedad orgánica es por definición jerárquica, cuanto porque siendo consustancial con el sistema propugnado, su carácter de orgánico, es el único poder que al ceder atribuciones se fortifica en su funcionamiento y se asegura en su continuidad. Una monarquía orgánica jamás puede tener celos del desarrollo social, que no puede contraponérsele, sino que la completa y defiende.

    La monarquía orgánica resulta, pues, un mecanismo automático, garantizante de la libertad del pueblo.

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