UNA META COMÚN
Juan Manuel de Prada
En un artículo publicado en ABC hace casi cincuenta años, José María Pemán proponía como tema de meditación las dos colas simultáneas que por aquellos días se habían formado en Moscú, ante el mausoleo de la Plaza Roja donde se guarda la momia de Lenin—se celebraba entonces el cincuentenario de la revolución bolchevique--, y en Washington, ante el féretro del asesinado Robert Kennedy. Cuando ya parecía que Pemán se disponía a contraponer el régimen democrático y el régimen comunista (como hubiese hecho cualquier panoli), concluye: «Estas dos colas aparentemente irreconciliables se han dado cita en una meta común. Porque son como dos reptantes serpientes en el Paraíso, sólo que cambiando el mensaje tentador “seréis como dioses” por otro: “Seréis como los ricos y los hombres libres”».
Esta confluencia de intereses se logró durante cierto tiempo rindiendo un homenaje al sistema contrario: los capitalistas fueron los hipócritas de la justicia social; los comunistas, los hipócritas de la libertad humana. Pero llegó un momento en que la “meta común” a la que se refería Pemán exigía una simbiosis que puliese las aristas más torvas de ambos sistemas en una amalgama exultante y eufórica. Tal síntesis la proporciona la democracia, que exalta por igual la justicia social y la libertad humana (o, dicho más propiamente, sus caricaturas: el igualitarismo de hormiguero y la demanda caprichosa de sedicentes derechos), prometiendo a sus prosélitos que serán como dioses. Con razón podía escribir Gómez Dávila: «La democracia no es procedimiento electoral, como lo imaginan los católicos cándidos; ni régimen político, como lo pensó la burguesía hegemónica del siglo XIX; ni estructura social, como lo enseña la doctrina norteamericana; ni organización económica, como lo exige la tesis comunista. La democracia es una religión antropoteísta. Su principio es una opción de carácter religioso, un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios».
De ahí que la democracia, aunque consagre una sedicente “libertad religiosa”, en el fondo promueva el ateísmo, para favorecer la divinización del hombre. Por un lado, tolera creencias de toda índole (a las que denomina despectivamente “sentimientos religiosos”), de tal modo que todas valgan lo mismo (o sea, nada); e incluso, llegado el caso, potencia las creencias nefastas (así, por ejemplo, el Islam), aunque sepa que es como criar cuervos, para combatir la verdadera. Y, habiendo logrado que todas las religiones valgan nada, es natural que quiera erigirse en religión única, instaurando sus propios dogmas: soberanías, nacionalismos y demás cortes de mangas a Dios (y a la tradición histórica de los pueblos). «La democracia –añade Gómez Dávila-- no es atea porque haya comprobado la irrealidad de Dios, sino porque necesita rigurosamente que Dios no exista». El laicismo militante no es –como creen los panolis-- una perversión democrática, sino su más consecuente ortodoxia. Así, la alcaldesa Carmona, una demócrata fetén, puede decir sin empacho para justificar los sacrilegios de su escudera Rita Maestre: «Son actividades que iban encaminadas a una reivindicación feminista de la laicidad, de lo que yo creo que es el núcleo duro de la libertad de expresión».
La antropolatría que postulaban capitalismo y comunismo ha hallado, al fin, su simbiosis perfecta. Por supuesto, se trata de una antropolatría radicalmente egoísta, como se percibe, por ejemplo, en el sedicente “derecho a decidir” que reclaman los secesionistas catalanes. Sólo a los panolis les sorprenderá que en la reclamación se unan burgueses y antisistemas, dos reptantes serpientes con una meta común.
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