Fuente: La Nueva España, 20 de Junio de 1980, página 27.




UNA ACLARACIÓN A LAS «MEMORIAS» DE FRAGA IRIBARNE


EL GOBIERNO DE FRANCO, LOS SEPARATISTAS VASCOS Y EL CARLISMO

EN 1969 SE IMPIDIÓ UNA ACCIÓN PATRIÓTICA EN VASCONIA Y NAVARRA



En mi plan de lecturas (muy retrasado por diversas causas) le llegó el turno al libro de don Manuel Fraga Iribarne «Memoria breve de una vida pública». Y en él encuentro que se me cita varias veces, dos de ellas en torno a nuestras conversaciones sobre una cuestión política de indudable importancia; y aunque ambas tuvieron lugar durante dos amables almuerzos en los meses de marzo y abril de 1969, lo tratado en ellas tiene hoy un interés y una actualidad tal, que justifica sobradamente el que once años después las puntualice y comente.

Para comprender lo que voy a decir aquí, resulta casi indispensable recordar que, meses antes, en diciembre del 68 y enero del 69, habían sido expulsados de España los miembros de la familia Borbón-Parma, acusándoles de extranjeros entrometidos en la política española. Su jefe, don Javier, era el que había dado, como regente de la Comisión [sic] Tradicionalista, la orden de alzamiento a los requetés en 1936 y puesto generosamente su no muy copioso peculio particular y el de su esposa a disposición de la causa para adquirir armas y pertrechos. Por lo visto, en 1936, don Javier no era «un extranjero entrometido en la política española»; pero en 1968, sí constituía un estorbo para los planes de Franco de elegir a su gusto y por sí mismo un titular para la Corona de España. Desde luego, el señor Fraga, que entonces no era jefe de ninguna Coalición Democrática, sino ministro servidor, complaciente y rápido a las órdenes del Caudillo responsable ante Dios y la historia, secundó, con todos los demás ministros, aquel acto, que nuestros tratadistas clásicos no dudarían en calificar de «tiranía» (¿verdad, señor Fraga?) y que desde luego constituía una incalificable ingratitud para quien había contribuido decisivamente a que la guerra se ganase y por tanto que los señores Franco y Fraga ocupasen el Poder. Entonces, esas cosas llamaban mucho más la atención que ahora, pues aún no se habían realizado los malabarismos y cambios de frente con los que muchos trocaron el honor y la lealtad por las ventajas del ejercicio del mando. Ésta es una dura pero irrefutable verdad: dura veritas, sed veritas.

Ante aquel acto de tiranía que negaba, además, a la familia Borbón-Parma su indiscutible derecho a la nacionalidad española, la Comunidad [sic] Tradicionalista me encargó a mí que redactase un documentado y razonado alegato histórico-jurídico en defensa de esos derechos, el cual, con abrumador testimonio de preceptos legales y hechos históricos, fue elevado a las Cortes y bastante comentado en los círculos políticos. Pero, lógicamente, no fue atendido, excusándose las Cortes con palabras que, por proceder de ellas, me atrevo a calificar de entre «cortesanas» y «corteses».

Aquella injusta, arbitraria e impolítica expulsión produjo gran malestar entre los carlistas e incluso hubo incidentes en Pamplona y otros lugares, lo cual, complicado poco después con la situación general cada vez más grave y alarmante del país vasco y resto de España, dio lugar a que el Gobierno decretase el Estado de alarma o excepción o como se llamase, y que varios carlistas notorios, entre ellos el director de «El Pensamiento Navarro», fueran desterrados, encarcelados o multados.

En vista de todo esto, el presidente de la Junta Suprema tradicionalista, don Juan Palomino, me encomendó que hiciese yo una gestión con el señor Fraga en relación con el carlismo y la situación general de España y en especial de Vasconia y Navarra. Se trataba de lo siguiente: nosotros sabíamos muy bien (y así se lo hacíamos ver al Gobierno «responsable ante Dios y ante la historia») que las cosas iban mal, muy mal, cada vez peor en esas regiones españolas; que el separatismo ganaba terreno día a día; que su brazo terrorista, la ETA, actuaba cada vez con mayor impunidad y ventajas (luego vino la tragicomedia del Consejo de Burgos) y que todo aquello suponía un peligro muy grave para la unidad y la tranquilidad de España. Que ante esa situación evidente, pero que el cerrilismo del Gobierno no quería ver, nosotros pedíamos patrióticamente que se nos dejase actuar con «cierta libertad» en Vasconia y Navarra: el carlismo conservaba aún allí fuerzas positivas y sobre todo grandes resonancias; pero el carlismo tenía que actuar como tal, nunca como un instrumento al servicio del Gobierno y de sus planes centralistas y sucesorios. Nosotros nos comprometíamos a no realizar una acción o crítica frontal al régimen franquista, pero de ninguna manera a figurar como sus acólitos. De ese modo nuestra actuación sería un importante contrapeso al crecimiento del separatismo-terrorismo, el único contrapeso posible en aquellas regiones, ya que ni «el franquismo, ni el liberalismo burgués, ni tan siquiera el marxismo internacional, tienen allí mayores posibilidades» (decíamos literalmente en un escrito). Nuestro plan creo que era, pues, un plan inteligente y patriótico al auténtico servicio de España.

Yo no tenía mayores relaciones con el señor Fraga. Había coincidido con él en algunos actos sociales o culturales; había estado él matriculado como alumno mío en la asignatura Historia de las instituciones del mundo hispánico, cuya cátedra desempeñaba yo en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Universidad de Madrid y en cuya disciplina le firmé un sobresaliente bien merecido, que él supo estimar; había yo leído el importante libro que él había escrito sobre el clásico Luis de Molina y el derecho de la guerra… y nada más. Pero cuando le llamé a su secretaría para pedir una entrevista, se puso él mismo al teléfono, estuvo muy deferente conmigo y me invitó a que almorzásemos juntos.

El almuerzo resultó muy ameno e instructivo. Duró cerca de tres horas y no sólo le expuse con toda amplitud nuestro plan político, sino que hablamos de variados temas más o menos relacionados con él, incluso del célebre compromiso de Caspe, y se dio el caso curioso de que el señor Fraga y yo habíamos leído las actas de aquel singular Tribunal.

Como es lógico, don Manuel no pudo dar una respuesta a mi proposición, puesto que ella tenía que ser estudiada por el Gobierno, o mejor dicho, por los señores Franco y Carrero Blanco, que eran los que resolvían estas cosas, según me dijo. Pero él, Fraga, inteligente y dúctil, comprendió nuestras razones y me prometió que las apoyaría en lo posible. El resultado de nuestra entrevista quedó, pues, pendiente de que los altísimos poderes decidieran. Incluso el señor Fraga me aconsejó que hablase también con lo señores Rodríguez Valcárcel y Solís, pero yo estimé más conveniente que fuese uno sólo, él, quien llevase la negociación o, mejor dicho, quien pusiese la propuesta carlista «a los pies» del supremo hacedor de la política de entonces.

Pasaron algunos días, bastantes, antes de que el señor Fraga me llamase y nos reuniésemos otra vez. Esta segunda sesión fue también amable, pero más breve. Don Manuel me dijo que el proyecto quedaba totalmente rechazado, entre otras razones, porque no favorecería los planes de Franco y de Carrero de nombrar oficialmente un sucesor; que, por otra parte, el Gobierno estimaba que nosotros exagerábamos la situación y los peligros de Vasconia y Navarra, y que, por lo tanto, nada había que hacer.

Pasaron más días y vinieron los preparativos para el Montejurra de aquel año al que asistieron unas ochenta mil personas (cien mil dijo la prensa privada, cincuenta mil los órganos del Movimiento y veinticinco mil según el señor Fraga ahora en su «Memoria»). Para repartir en ese Montejurra, yo redacté un folleto que titulé «Lo que es el carlismo hoy. Exposición de doctrina y soluciones tradicionalistas». Era simplemente una obrita de carácter doctrinal divulgador sin ningún ataque ni censura al régimen imperante, pues lo que nos interesaba era que pudiese circular. Yo traté de pedir apoyo a don Manuel Fraga, de cuyo Ministerio dependían los trámites oficiales de la publicación. Pero ya no me fue posible hablar directamente con él. No obstante, dejé mi petición en su secretaría. Imprimimos el folleto, pero el Ministerio de Información y Turismo no lo dejó circular. La edición fue secuestrada y llevada a los almacenes del Ministerio. Sólo se pudieron librar trescientos ejemplares que yo había sacado previamente de la imprenta. Por lo visto, don Manuel Fraga Iribarne no era entonces tan partidario de la libertad de expresión como lo es ahora que acaudilla uno de esos amasijos «democráticos» y oportunistas que tanto proliferan tras la muerte de Franco, el antiguo amo, a quien servían con reverencia y sin rechistar una gran parte de los «demócratas» de hoy.

Aunque no es necesario, pues bien a la vista de todos está, debo recordar aquí que en aquellas gestiones de 1969, nosotros teníamos toda la razón; el que no la tenía en absoluto era el Gobierno. Ahí está la situación de Vasconia y Navarra como un cáncer que viene corroyendo a España. Lo que en 1969 hubiese podido tal vez ser enderezado, resulta hoy dificilísimo y costosísimo de enderezar. Sobre los males y torpezas viejas, el régimen que sucedió a Franco no hizo más que acumular toda clase de tremendas torpezas nuevas. No creo necesario insistir sobre esto. Todos los españoles ven y sienten lo que está pasando en aquellas regiones, con deshonor y sangre para el Estado y la nación española.

Lamento que don Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo de Franco en 1969 y muñidor de cofradías «democráticas» en 1980, haya dado en su libro una cita tan frívola y fugaz a lo que trató conmigo hace once años. Según dice, yo le hablé de «hedonismo», de «apocalipsis» y de las «pretensiones de millones de carlistas indignados». Pero la exacta verdad, puedo jurarlo (y bien probado está que yo nunca fui perjuro ni oportunista), es la que acabo de relatar en estas líneas. Por eso me permito pensar y decir que si en todo lo demás las «Memorias» del señor Fraga son tan reveladoras y aclaradoras como en esto, resultarán sin duda muy amenas y pintorescas, pero carecerán del rigor y el valor de verdaderos testimonios históricos.


J. E. CASARIEGO