Texto proporcionado por el camarada argentino Cruz y Fierro a través del Foro Santo Tomás Moro :

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"El pensamiento politico del P. Julio Meinvielle" (H. Verdera)

Texto de una conferencia que tuve la gracia de presenciar el anio pasado.


Cita:
Altar Mayor - REVISTA DE LA HERMANDAD DEL VALLE DE LOS CAÍDOS
Nº 105 – Febrero de 2006

EL PENSAMIENTO POLÍTICO DEL PADRE JULIO MEINVIELLE
Por Hugo Alberto Verdera [1]

I. Introducción

Resulta innegable la evidencia de la conformación de un denominado «nuevo orden mundial», expresivo de un concepto de «globalización», que involucra una cosmovisión omnicomprensiva de lo humano. Este proceso, como no podría ser de otra forma, abarca significativamente la política contemporánea. Esta nueva y mundial cosmovisión exige, al pensamiento católico en particular, respuestas válidas para estos nuevos «signos de los tiempos».

En primer lugar, el actual proceso de globalización encubre una serie de cambios radicales en las esferas económica, social y política. Pero el instrumento básico para su consolidación es esencialmente cultural. Porque es por la penetración cultural que se busca lograr el objetivo de una crisis de identidad, la desarticulación de las economías nacionales y el retroceso de los mecanismos de protección social que respaldan la solidaridad nacional, encuadrándose en una marcada ofensiva ideológica. De este modo, las referencias culturales de los pueblos -y sus sistemas de valores- son agredidos por la penetración cultural del modelo dominante y los valores asociados a este modelo.

Los elementos constitutivos de ese modelo cultural globalizado apuntan a la constitución de modos de vida que promueven el capitalismo mundializado y el sistema de antivalores que lo respalda. Este modelo cultural, promovido por el capitalismo y su principal centro de impulsión -los grandes grupos estadounidenses con proyección transnacional-, agrede hoy, con propósitos hegemónicos, a las sociedades del mundo occidental, buscando destruir, no sólo la identidad cultural de cada pueblo, sino también, y sobretodo, imponer una cultura sustitutiva de la originaria de occidente, cultura que promovió y constituyó los valores de solidaridad y los principios éticos que la respaldan. De este modo, el nuevo modelo tiene bien claro que el enemigo es «el mensaje evangélico y las exigencias éticas» que el mismo implica para la vida del hombre en sociedad. En otros términos, el objetivo es la sustitución de la «cultura católica».

El Padre Julio Meinvielle vio, con objetividad y plena lucidez, que el cristianismo «no ha de vivir pendiente del momento de la historia sino del fin de la historia», lo que implica aceptar que es el fin el que le da el sentido, porque para el cristiano la historia no significa un eterno retorno, sino que tiene un fin y está signada en sus etapas culminantes por el designio divino que le fija un sentido [2]. Bien ha señalado nuestro querido y recordado Carlos Sacheri que «Meinvielle fue ante todo un sacerdote de Cristo y un teólogo eminente». Toda su producción, más de veinte libros que jalonan una vasta trayectoria intelectual, involucran un auténtico apostolado testimonial, que remarcan como eje central una perspectiva esencialmente teológica y sobrenatural. Ello le permitió exponer la antropología totalitaria radical e intencionadamente falsa, que hoy se centra en la conformación de un «nuevo orden mundial», última fase del proceso de descristianización de occidente.




Es un hecho que el hombre contemporáneo ha sido formado en una cultura relativista y acrítica. El rechazo al esfuerzo de la reflexión, de la discriminación, le hace víctima fácil de cualquier error, blanco fácil de toda mentira. El resultado es que el hombre moderno lo cree todo y no cree en nada. Ello ha facilitado la irrupción de un pensamiento único, global, débil, acrítico y relativista. Por eso es terriblemente vulnerable a manipulaciones y abusos. Ya no se quiere conocer y vivir la verdad, se abandona el discernimiento, la crítica, el criterio para asumir que lo que vivimos es lo real, que lo que nos reiteran los medios de comunicación es verdadero, que todo y todos tienen la razón menos el papa, la Iglesia y la doctrina de Cristo. Ya Pablo VI, en 1971, enfatizaba que «el proceso de secularización que afecta a nuestras sociedades de forma radical, puede parecer irreversible. No es solamente el hecho de que las instituciones, los bienes, las personas se sustraigan al poder o al control de la jerarquía de la Iglesia: ¿qué puede ser más normal, en efecto, si se piensa en las tareas humanas de suplencia que la Iglesia se ha visto obligada a asumir en el pasado? Pero el fenómeno, vosotros sabéis, llega mucho más lejos, en los planos cultural y sociológico [...], la historia, la filosofía y la moral, muestran tendencia a tomas como única fuente de referencia al hombre, su razón, su libertad, sus proyectos terrenos, fuera de una perspectiva religiosa que no es compartida por todos. Y la misma sociedad, deseando permanecer neutral frente al pluralismo ideológico, se organiza independientemente de toda religión, relegando lo sagrado a la subjetividad de las conciencias individuales». Y el papa veía a «esta secularización, que implica una autonomía creciente de lo profano», como «un hecho característico de nuestras civilizaciones occidentales», y que ha posibilitado la aparición del «secularismo como sistema ideológico», al que toma «como objetivo, como fuente y como norma de progreso humano, y llega hasta reivindicar una autonomía absoluta del hombre ante su propio destino. Se trata, entonces, se podría decir, de una ideología, un nuevo concepto del mundo, sin apertura, y que funciona en su totalidad como una nueva religión». Y para el Papa, del secularismo actual que aparece como «un enemigo mortal del cristianismo, que una conciencia cristiana no podría aceptar sin renegar de sí misma; tan es verdad que el ateísmo verdadero, por definición del hombre y del mundo, se sitúa en el plano de una inmanencia cerrada en sí misma» [3].

Pero nuestro querido Padre Julio no limita su tarea en la crítica aguda y certera; por el contrario, esa critica es la que le permite enfatizar la urgente necesidad de una concepción antropológica realista, es decir, en la idea del hombre de la filosofía tradicional: greco, latina cristiana, el hombre cuya esencia psicológica radica en pensar y vivir con plenitud en la contemplación, fin último de el hombre plenamente humano y, como tal, plenamente católico. Así, su concepción filosófica-teológica de la historia adquiere una vigencia total, puesto que, frente a ese sedicente proyecto del «humanismo secular», esencia misma del «nuevo orden mundial», nos muestra Meinvielle que en ese eje constitutivo filosófico-teológico está la «cristiandad», como una exigencia misma de la historia y del testimonio cristiano, porque la necesidad de su realización es la que permite el cumplimiento del «plan de Dios en la historia». Es pues, vital en el pensamiento y la obra del Padre Meinvielle, la revalorización del concepto de Dios providente y consecuente sentido teológico de la historia humana.

La respuesta, pues, al modelo propuesto y en vías de ejecución, está en la revaloración del concepto de cristiandad, es decir, viendo de nuevo la cristiandad, como si fuera la primera vez; está, pues, en la necesidad de redescubrir las nociones de «civilización cristiana» y de «cristiandad». Y esto porque el pensamiento católico nos exige siempre remontarnos a los orígenes y en ellos discriminar su bondad o maldad. Observando el origen vemos los medios y las consecuencias. Con su aceptación o rechazo obramos con perfección evitando, de paso, las penosas secuelas de las malas inspiraciones. Aprender a distinguir entre lo verdadero y lo falso, entre lo real y lo imaginario, entre lo bueno y lo malo, la mentira y el error nos permite prevenir desastres e impide cualquier tipo de tentación o manipulación. Tener criterio, actuar con discernimiento, quiere decir que evaluamos lo verdadero de las cosas. Tener voluntad de bien es querer hacerlas con perfección, con santidad. Lo contrario es entregarnos al error, a la mentira, a la más vergonzosa de las esclavitudes.

Esto lo vio con precisión profética el Padre Meinvielle. Así, su pensamiento político no es más que el esfuerzo por la constitución de la cristiandad, es decir, de la «ciudad cristiana». Arquitectónicamente, el Padre Meinvielle lo fundamentó en hitos basados en la tradición y el más auténtico magisterio de la Iglesia. Esos hitos, sumariamente, son el marcar la acción de Dios providente y el sentido teológico de la historia humana; la esencialidad de la «ciudad cristiana» en su formación histórica, con una culminación fáctica concreta, «la ciudad medieval»; desmenuzar la «destrucción de la ciudad cristiana», con las tres revoluciones nefastas (Lutero: Iglesia no; la revolución francesa: Cristo no; el comunismo: Dios no); la urgente tarea de la instauración de la «ciudad cristiana».


II. El proceso revolucionario contra la ciudad católica

Esta exigencia de la cristiandad, entendida como la comunidad política puesta bajo el reinado de Jesucristo, como única garantía segura del logro del bien común, fue para el Padre Julio un eje rector de su labor especulativa teológico-filosófica, resultante de la experiencia histórica. Pues bien, «aquella realidad histórica que fue la ciudad católica se rompió, y desde entonces viene sufriendo un proceso destructivo...» [4].

Metódicamente, el Padre Julio señala las tres revoluciones posibles, que atentan esencialmente contra el orden natural. Expresa que «si el orden normal es jerarquía, la anormalidad es violación de la jerarquía y al mismo tiempo atomización, porque al romper la jerarquía se rompe el principio de unidad y se deja libre expansión a las causas de multiplicación que son las inductoras de muerte. La muerte no es más que la disgregación de lo uno en lo múltiple». Y «tres y sólo tres son las revoluciones posibles, a saber:

· Que lo natural se rebele contra lo sobrenatural, o la aristocracia contra el sacerdocio, o la política contra la teología [se produce una cultura de expansión política, de expansión natural o racional monárquica y al mismo tiempo de opresión religiosa, lo que sucedió en el renacimiento: humanismo, racionalismo, naturalismo y absolutismo];

· Que lo animal se rebele contra lo natural o la burguesía contra la aristocracia, o la economía contra la política [se produce la cultura de expansión económica, animal, burguesa, de expansión de lo positivo y de opresión de lo político y racional, se inaugura con la revolución francesa: economismo, capitalismo, positivismo, animalismo, democracia, liberalismo];

· Que lo algo se rebele contra lo animal, o el artesanado contra la burguesía [se produce una cultura de expansión proletaria, materialista y de opresión burguesa, se inaugura con la revolución comunista: comunismo, materialismo dialéctico, guerra al capitalismo, guerra a la burguesía]. «Revolución última y caótica, porque el hombre no afirma cosa alguna, sino que se vuelve y destruye. Destruye la religión, el estado, la propiedad, la familia, la verdad» [5]. Y concluye su análisis puntualizando que «una revolución en el sentido metafísico es una rebelión de lo inferior contra lo superior para hacer prevalecer lo inferior» [6].

«Para destruir a la cristiandad se echó mano de armas dialécticas. Toda destrucción es separación. Así como la vida es unión, unión de la creatura con el creador, de la naturaleza humana con la divina, de la razón con la revelación, de la política con la teología, del imperio con el sacerdocio, así la destrucción es oposición: oposición de la creatura al creador, de la naturaleza a la gracia, de la razón a la fe, de la política a la teología, del estado a la Iglesia, del imperio contra el sacerdocio. Le metieron cuñas para separa y dividir lo que por disposición divina debía estar unido» [7].

El Padre Julio vio, en síntesis, el combate dramático que estamos librando. La naturaleza de este combate es, esencialmente, de orden intelectual, espiritual, ideológico. Podemos decir con toda objetividad, que estamos, en este principio del siglo XXI, en el centro del drama de la humanidad dolorida de estos últimos tiempos. En estos últimos siglos se desarrolló un combate de orden mundial, donde no se pide ni se da cuartel. Las fuerzas contendientes, en última instancia, son dos. Estamos ante la lucha de la trascendencia contra la inmanencia; del ser contra la nada; de la visión cristiana que brota de la Encarnación del Verbo contra el drama del humanismo ateo; del ser pleno –esse– de Santo Tomás de Aquino contra el nihilismo demoníaco forjador de la «cultura de la muerte».

Sea este trabajo una muestra más del magisterio esencial que Meinvielle ejercitó, ejercita y ejercitará siempre en cumplimiento de su amor sin límites a la verdad. Y él vio y, sobre todo, enseñó un camino seguro para el cumplimiento de la misión hoy más que nunca ineludible. Ese camino está en Santo Tomás de Aquino, pues decía (hace más de 40 años), que en orden a la formación intelectual católica, triple era la urgente tarea a realizar: «ya no puede caber un tomismo vulgarizado, de manual. Hay que conocer en sus fuentes la filosofía de Santo Tomás, conocer los vastos sectores de la ciencia moderna y aplicar aquel saber filosófico a iluminar esta ciencia que crece incesantemente [...] Ahora se hace necesario beber el tomismo directamente en el mismo Santo Tomás». Y como nos dijo el magnífico Padre Cornelio Fabro, amigo de nuestro querido Padre Julio, «el próximo milenio será el milenio de Santo Tomás». No es casualidad, sino causalidad, que el Papa Juan Pablo II, en la Fides et ratio, haya exaltado «la novedad perenne del pensamiento de Santo Tomás de Aquino», escribiendo, con la fuerza de ser la expresión del más auténtico magisterio eclesial, que «la Iglesia ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro del pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología», y citando a Pablo vi agrega que «no cabe duda que Santo Tomás poseyó en grado eximio la audacia para la búsqueda de la verdad, la libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura universal» [8].

Y es ese conocimiento profundo de Santo Tomás lo que lο movió siempre al Padre Julio a afrontar todas las nuevas problemáticas con seguridad doctrinal, propia de ese «tomismo esencial», término acuñado por el mismo Padre Fabro. El Padre Julio fue un auténtico fundamentalista, porque era un hombre de principios y actuaba en total coherencia con ellos. Esa coherencia se expresó en su labor de clara orientación tomista, que asumió en él una fisonomía personal, expresada en una clara actitud combativa plasmada en su preocupación principalmente política y social como expresión propia de su testimonio católico vivencial. Por eso, nuestro querido maestro Caturelli ha podido sintetizar su señera figura, escribiendo: «la filosofía tomista, la persona, la política, la economía, la política nacional, el comunismo, la Iglesia, se articulan en un único haz de pensamiento en Julio Meinvielle, pensador polémico cuyas batallas no son mera lucha, sino lucha pensada, dinámicamente doctrinal» [9].

En el discurso de despedida de sus restos mortales, nuestro mártir Carlos Sacheri puntualizó esa militancia y el carácter polémico de su obra intelectual, afirmando que «Meinvielle fue “un intelectual combatiente” en todos los frentes», y que, ante «la mentalidad contemporánea [que] rehuye las doctrinas claras donde la verdad resplandece con todo su vigor, lógica herencia de nuestro pasado liberal [...] La generosa entrega del Padre Julio a la causa de la fe y de la verdad cristiana, no podía menos que situarse a contrapelo de tales defecciones. Si algo caracteriza su estilo intelectual no es ni la seducción teórica, ni las sutilezas literarias, sino la claridad y precisión de sus juicios intelectuales. Enseña Santo Tomás: “es propio del sabio el juzgar, no sólo el discernir”. Meinvielle juzgó y juzgó bien. Hoy lo palpamos con la trágica evidencia de los desastrosos efectos de los errores que él juzgó oportunamente en sus causas primeras. Pero juzgó anticipadamente, es decir, cuando los errores empezaban a ser formulados» [10].


III. La restauración de la cristiandad como única posibilidad de una auténtica vivencia católica

En el prólogo a la tercera edición de Concepción católica de la política, el Padre Julio señalaba que «hoy hay desorden en las inteligencias, porque se desconocen los principios elementales de las grandes realidades» [11]. Pues bien, la tarea impostergable de restablecer el orden en la sociedad y, diríamos única forma de enfrentar el proyecto humanista secular del nuevo orden mundial, es el restablecimiento de la auténtica cultura cristiana, que debe ser presentada en sus valores esenciales, los únicos capaces de enfrentar al precitado proyecto secularista. Aquí juega con todo su valor el aporte de nuestro querido Padre Meinvielle, que sigue ensañándonos «a pensar correctamente, a discernir entre la verdad y el error y a comprometerse con la verdad [...] tal era la finalidad con que escribía y actuaba, y ese sello de nobleza espiritual lo imprimió a muchos...».


El concepto de cristiandad es omnicomprensivo, pues engloba todas las relaciones del hombre con Dios en sus creencias y también en su conducta moral. Sostiene el Padre Meinvielle que para «conocer la razón de un fenómeno social [...] No cabe sino una respuesta que sólo puede dar la teología de la historia», es decir, «la historia, y la historia de nuestros días, vista a la luz de las enseñanzas de la revelación cristiana», porque «Cristo nos ha traído un mensaje que debe iluminar a todo hombre que viene a este mundo», y «este mensaje es propagado, en forma autorizada y en su integridad por la cátedra romana en la que se prolonga el magisterio de Cristo» [12].

Y basándose en el evangelio de san mateo (6, 33: «buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura», afirmando que «esta palabra de Cristo -palabra como todas la suyas de vida eterna- tiene valor y vigencia para la historia de los pueblos cristianos, que son por otra parte los pueblos rectores del mundo», se preguntaba el Padre Julio «¿qué ha de pasar con los pueblos cristianos si llega un momento de la historia que, lejos de tomar en serio la palabra de su señor y de dedicarse a la propagación de su reino por el mundo, se entregan a la erección de la ciudad del hombre, y ponen todas sus energías para edificar la ciudad del mañana en la que le sean solucionados todos sus problemas». Y respondía: «si la palabra de Cristo tiene valor y debe ser tomada en serio, habrá de acaecer necesariamente que esa ciudad, lejos de proporcionarle al hombre su felicidad, traerá su ruina y desgracia, ruina y desgracia, por otra parte, en la medida en que el hombre posponga la búsqueda del reino de Dios y se concentre en su propio bienestar» [13].

Estamos ante «un proceso en el cual los pueblos que han conocido y practicado el mensaje cristiano han promovido una revolución contra este mensaje. Esta es la revolución anticristiana. Cristo dijo: «buscad primero el reino de Dios». Y los pueblos cristianos le contestan: «de ninguna manera, buscaremos primero nuestro bienestar. Edificaremos la ciudad del hombre. Y he aquí que, desde hace casi cinco siglos, la europa cristiana ha comenzado a volver sus espaldas al evangelio, a su propagación, y se ha dedicado a empresas puramente materiales» [14].

«El “buscad primero el reino de Dios”, no es una palabra vacía del señor. Es una ley para los pueblos. Es una ley de la historia. Es una solución también para los pueblos y para la historia que, cuando por infidelidad han caído en los abismos de la degradación, encuentran su remedio en la palabra del señor. Logos quiere decir palabra. Y el mundo de hoy, sobre todo el mundo que fue cristiano y ya no lo es. Necesita del soplo del logos, de la palabra, que lo levante y le dé nueva vida [...] Sólo esta palabra puede salvarle» [15].

La Iglesia lucha para conservar y perpetuar esta herencia cristiana. Es necesario luchar contra enemigos poderosos, rompiendo los lazos de la muerte y venciendo a los enemigos, del mismo modo que él lo hizo en el calvario. Los enemigos de hoy tratan de destruir el ideal del individuo. Es una herejía intelectual que busca penetrar dentro de la vida académica y universitaria, pues el enemigo ha aprendido la gran lección de la Iglesia católica y sabe que si ellos pudieran moldear la mentalidad de la juventud de hoy, controlarían los hombres del futuro. Nosotros no solamente anhelamos establecer los principios cristianos en la vida del individuo; buscamos formar también una relación internacional fundada en los principios divinos de justicia y caridad. La sociedad, como el individuo, es obra de Dios y dependiente en su existencia del todopoderoso. El ignorar este principio de la justicia ha dado lugar a la mayor amenaza de la paz mundial. La igualdad está basada en la independencia; la independencia supone el derecho de cada nación de controlar sus propios puntos internos, sin contraposición de nadie, igual se trate de grandes potencias como de pequeños países.

Para el Padre Julio «la ciudad medieval» señala un punto culminante de la cultura humana. Un punto culminante porque en ella se alcanza en lo esencial la perfección a que puede llegar el espíritu humano. Y en esto señalamos el criterio que nos debe guiar en la apreciación de las culturas. Y ello porque «una cultura no es más que “el hombre manifestándose”. Una cultura será tanto más rica cuanto más ricas sean las manifestaciones del hombre. El valor de esas manifestaciones se debe ponderar de acuerdo a su contenido de realidad. La realidad subsistente es Dios, de quien deriva todo bien y de quien todo bien infinito no es sino participación. De aquí que una cultura será tanto más rica cuanto más divinas, cuanto más cercanas a Dios sean las manifestaciones del hombre» [16].

Ello implica que la constitución de la «cristiandad», entendida como «ciudad católica», exige la contemplación y el consiguiente aplicación de la reales dimensiones que conforman lo humano; es decir, que la misma debe expresar, como señalamos antes, al hombre manifestándose en su realidad. Esta realidad, para el Padre Meinvielle, es comprensiva de las cuatro dimensiones propias del hombre, pues, en sus palabras, «en el hombre, conflicto de potencia pura y de acto puro, coexisten, desde la redención, cuatro formalidades que explican las cuatro etapas posibles de un ciclo cultural» [17]. Así, la formalidad sobrenatural o divina, la humana o racional, la animal o sensitiva y la de realidad o cosa, se proyectan necesariamente en la vida social, constituyendo, cada una funciones propias, que deben concretarse en un juego armónico para ser realmente expresivas de lo auténticamente humano. Meinvielle desarrolla el alcance y los objetivos propios de esas formalidades que, repetimos, necesariamente plasman en funciones específicas, a ser: la económica de ejecución -trabajo manual- (que expresa la formalidad de cosa); la económica de dirección –capital- (que expresa la formalidad de animal); la política –aristocracia- (expresiva de la formalidad de hombre); la religiosa -propia del sacerdocio- (expresiva de la formalidad sobrenatural). «esas cuatro funciones esenciales, lo mismo que las cuatro formalidades que constituyen al hombre, están articuladas en una jerarquía de servicio mutuo» [18].

Es imprescindible el esfuerzo para replasmar los fundamentos éticos de la cultura, afectados por el secularismo y por los ataques, constantemente renovados, para abolir una ética basada en el orden natural y en el decálogo. Instituciones internacionales y organizaciones no gubernamentales vinculadas a las Naciones Unidas, que cuentan con ingentes recursos financieros, son las que impulsan la difusión de antivalores que pugnan por imponerse como nuevos derechos. Hispanoamérica es objeto prioritario en ese perverso intento de difusión de esta mentalidad, que va aflorando incluso en decisiones legislativas que ponen en cuestión y riesgo la genuina libertad y los derechos de la familia. La dignidad de la persona y el valor de la vida han de ser reivindicados con claridad y fortaleza. La ley natural, expresada en el decálogo, y el sermón de la montaña son el fundamento insoslayable de una cultura verdaderamente humana y cristiana, según corresponde a la índole de los pueblos hispanoamericanos.

Como ha expresado Monseñor Aguer, «sólo el fortalecimiento de la identidad católica de los pueblos de américa latina, que es obra de la verdad y de la gracia y la vivencia de la comunión que se funda en ellas, les permitirá superar felizmente los desafíos de la globalización» [19].

Existió la cristiandad. La cristiandad, el milenio cristiano, existió históricamente, realizándose en una cultura y una sociedad netamente cristianas. El evangelio de Cristo impregnó profundamente el mundo secular de Europa, y de las huellas formidables de aquel mundo procede la mayor parte de la bondad y belleza que aún existen en occidente, entre los muchos horrores culturales, sociales y estéticos traídos por la apostasía moderna. «La cristiandad logró, dentro de la universalidad de la caridad que une a los más diversos pueblos y razas, mantener en un equilibrio perfecto todas las virtualidades del hombre tanto en su vida de individuo singular como en su proyección social» [20]. Escribió León XIII que «hubo un tiempo en que la filosofía del evangelio gobernaba los estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde, y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios, y quedará vigente en innumerables monumentos históricos, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer» [21]. Y San Pío X nos dio la pauta rectora para nuestro actuar concreto: «no, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de la impiedad» [22].

Señalaba Meinvielle que «cristiandad viene de cristianitas y significa un conjunto de pueblos, que públicamente se propone vivir de acuerdo con las leyes del santo evangelio de las que es depositaria la santa Iglesia» [23]. «Cuando las naciones, en su vida interna y en sus mutuas relaciones, se conformen con las enseñanzas del romano pontífice y, en la economía, en la política, en la moral, no legislen sino de acuerdo a su sagrado magisterio, tendremos un concierto de pueblos cristianos, o sea una cristiandad» [24].

Y no vacila en precisar que este concepto de cristiandad no admite interpretaciones, diríamos intermedias; para Meinvielle, «la cristiandad no es, en substancia, sino este público reconocimiento de la divinidad de Jesucristo y de su santa Iglesia», reconocimiento que no puede quedar equiparado en un pluralismo político, social y ecumenista de compromiso, sino que exige que sea «manifestado no por meros actos de culto sino por la legislación permanente que regula la vida misma de la nación, para que toda ella se ajuste a este soberano servicio del Supremo Señor» [25].

Pero, en el decurso la historia, «la cristiandad ha desaparecido. Queda, sí, la Iglesia con su poderosa organización externa dilatada por todo el orbe y con su poderosísimo dinamismo interno que quiere incendiar el mundo en la caridad de Dios» [26]. Se preguntaba el Padre Julio: «¿logrará la Iglesia vencer las ingentes resistencias que en el corazón de los pueblos se oponen a su acción? ¿logrará convertir al mundo en cristiandad? He aquí el problema planteado» [27].


IV. Conclusión: el deber cristiano de la hora presente

Se evidencia que, frente a la propuesta secularista totalitaria constitutiva del «nuevo orden mundial», la restauración de la cristiandad aparece como única respuesta válida. Es propio de la Iglesia un «dinamismo de dominación universal» [28], entendido por un hecho irreversible: «existe en la tierra una institución universal, fundada por Dios, llamada Iglesia católica, apostólica, romana, que tiene como destino la dominación espiritual de todos los pueblos», siendo «menester, para católicos y no católicos, poner de relieve la fuerza histórica de esta verdad. Porque si Jesucristo es Dios y Cristo ha fundado la santa Iglesia con este destino que debe realizarse en el tiempo, es evidente que la santa Iglesia debe ser considerada por el historiador que no quiera equivocarse, con esta fuerza operativa gigantesca que logrará su objetivo, a pesar de todos los pesares y contra la más descomunal fuerza de la correntada histórica» [29]. Y «la cristiandad entonces debe realizarse como un hecho universal», entendida como el «reinado espiritual dentro de la historia, por el triunfo de la santa Iglesia» [30]. Por lo tanto, es deber del historiador cristiano, pues, analizar «la dominación universal de la Iglesia y el momento actual» [31].

«Si la cristiandad ha de surgir, ello ha de ser por una acción positiva del dinamismo divino de la misma Iglesia que ha de alcanzar a las almas, a la familia, a los grupos sociales y ha de culminar finalmente en la vida pública y política de las naciones» [32]. «Es necesario entonces que las mismas naciones se cristianicen. Cuando esto haya comenzado, la cristiandad también estará comenzando a formarse» [33]. El magisterio auténtico, centrado en la figura del pontífice cumple rol prioritario, pues, como decía el entonces cardenal Ratzinger, el Papa es el «abogado de la memoria cristiana. [...] no impone desde fuera, sino despliega la memoria cristiana y la defiende» [34]. Y es precisamente esa memoria cristiana la que está amenazada por una subjetividad que se olvida de su propio fundamento, y por una violencia que emana del conformismo cultural y social.

Expresaba el Padre Castellani que «Tomás de Aquino es de toda la cristiandad entera, [...] y sobre todo de esta cristiandad latina a que tenemos el honor y el riesgo de pertenecer» [35]. Es pues, el desarrollo del pensamiento del Aquinate, un instrumento imprescindible para esta batalla global que hoy enfrentamos, porque «en el tomismo se encuentra, por así decirlo, una especie de evangelio natural, un cimiento incomparablemente firme para todas las construcciones científicas, porque el tomismo se caracteriza, ante todo, por su objetividad; las suyas no son construcciones o elevaciones del espíritu puramente abstractas, sino construcciones que siguen el impulso de las cosas... Nunca caerá el valor de la doctrina tomista, pues para ello tendría que decaer el valor de las cosas» [36]. Y culminaba su análisis recordándonos que «la suma teológica fue una de las más poderosas contribuciones a la culminación de la unidad occidental» [37]. Pocos autores han enseñado con tanta firmeza como Santo Tomás que todos los cristianos están llamados a la santidad, sean religiosos, sacerdotes o laicos. Ahora bien, sabemos la importancia que Santo Tomás dio a los dones del Espíritu Santo para la consecución de la perfección cristiana. Pues bien, el don de ciencia da a los cristianos, sea cual fuere su vocación, un conocimiento profundo y como experimental de la verdad de las cosas humanas, de las realidades creadas, es decir, del mundo secular, y les hace valorar todas esas cosas en todo su verdadero precio, y a entender al mismo tiempo su vanidad, su condición caduca y deficiente. Ello nos facilita, pues, a ser «sal que sale», a enfrentar, con las armas de la cultura católica, el proyecto del humanismo secular y su objetivo de consolidación de un «nuevo orden mundial» que es radicalmente «anticristiano».

Juan Pablo el Magno expresó que «toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres». Siendo la cultura la resultante de la resultante de «la concepción que tiene [el hombre] de sí mismo y de su destino», es precisamente «a este nivel donde tiene lugar la contribución específica y decisiva de la Iglesia a favor de la verdadera cultura» . Y «la Iglesia lleva a cabo este servicio predicando la verdad sobre la creación del mundo, que Dios ha puesto en las manos de los hombres para que lo hagan fecundo y más perfecto con su trabajo, y predicando la verdad sobre la redención, mediante la cual el hijo de Dios ha salvado a todos los hombres y al mismo tiempo los ha unido entre sí haciéndolos responsables unos de otros» [38] .

Para esa tarea urgente, impostergable, la lectura y meditación de la obra del Padre Julio Meinvielle resulta imprescindible. Como dijo su discípulo, el Padre Buela, el Padre Julio fue un hombre que, «al igual que Santo Tomás, de quien se sabía deudor [...] pensaba pugnativamente», en el sentido que Gilbert Keith Chesterton escribió sobre Santo Tomás de Aquino: «pensaba pugnativamente... [lo cual] no quiere decir amarga o despectivamente, sin caridad, sino combativamente». Porque el mismo Padre Julio supo escribir, y sobre todo vivir, que «luchar es una gracia».

Sí, Padre Julio, la cristiandad no sólo es posible, es nuestro deber, porque, como vimos, ud. supo enseñarnos que «existe en la tierra una institución universal, fundada por Dios, llamada Iglesia católica, apostólica, romana que tiene como destino la dominación espiritual de todos los pueblos [...] Es menester para católicos y no católicos, poner de relieve la fuerza histórica viva de esta verdad. Porque si Cristo es Dios y Cristo ha fundado la santa Iglesia con este destino que debe realizarse en el tiempo, es evidente que la santa Iglesia debe ser considerada por el historiador que no quiere equivocarse, con esta fuerza operativa gigantesca que logrará su objetivo, a pesar de todos los pesares y contra la más descomunal fuerza de la correntada histórica [...] La cristiandad entonces debe realizarse como un hecho universal».

Hago mías, para terminar, lo que el Padre Buela ha tan bien expresado, al señalar que «el Padre Julio Mienvielle ha sido una gracia de Dios para la Argentina, para la cristiandad y para el mundo. A esa gracia se accede leyendo y estudiando sus libros, lo cual es tarea imprescindible».

Y ello porque , como bellamente ha expresado el Padre Santo,

«La Iglesia fue su vida,
La patria su herida,
Orientó la construcción
De la ciudad terrestre,
Para que todo en ella
Mirara la ciudad celeste».
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[1] Hugo Alberto Verdera es doctor en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina); cursó estudios superiores de Filosofía, Teología, Sociología e Historia; actualmente es docente en la Universidad Católica Argentina «Santa María de los Buenos Aires».
[2] Cf. Meinvielle, Julio: El comunismo en la revolución anticristiana. Ed. Teoría, Buenos Aires, 1961, pp. 123 y ss.
[3] Pablo VI: Discurso al Secretariado para los no creyentes, sobre el proceso de secularización (18/3/1971).
[4] Meinvielle, Julio: El comunismo en la revolución anticristiana, p. 18.
[5] Ibid.: pp. 32 y 33.
[6] Ibid.: p. 37.
[7] Ibid.: p. 93.
[8] Juan Pablo II, Encíclica Fides et Ratio, Nro 43.
[9] Caturelli, Alberto: La filosofía en la Argentina actual, Buenos Aires 1971, p. 238.
[10] Sacheri, Carlos Alberto: R. P. Meinvielle: el maestro, Palabras pronunciadas el 4 de julio de 1973, en el homenaje al cumplirse el 20° Aniversario del la muerte del Padre Julio. Carlos Alberto Sacheri, que fue uno de sus discípulos preferidos, un año después, el 22 de diciembre de 1974, caería asesinado por la subversión marxista. Revista Verbo, Nro. 336-337, sep-oct 1993, Bs. As., República Argentina, p. 7.
[11] Meinvielle, Julio: Concepción católica de la política, Ed. Dictio, Buenos Aires., 1961, p. 14.
[12] Ibid.: El comunismo en la revolución anticristiana, Ed. Teoría, Buenos Aires, 1961, pp. 8 y 9.
[13] Ibid.: pp. 9 y 10.
[14] Ibid.: p. 10.
[15] Ibid.: pp. 12 y 13.
[16] Ibid.: p. 25.
[17] Ibid.: p. 26.
[18] Ibid.: pp. 24 y ss.
[19] Aguer, Monseñor Héctor: El fenómeno de la globalización: orientaciones para un discernimiento pastoral. La economía latinoamericana y la doctrina social de la Iglesia, Intervención en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina, Roma, 22 de marzo de 2001, Trabajador Católico de Houston, Vol. XXI, Nro. 3, mayo-junio 2001.
[20] Meinvielle, Julio: Los tres pueblos bíblicos en su lucha por la dominación del mundo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1974, p. 276.
[21] León XIII, Encíclica Inmortale Dei, 1-XI-1885 [9].
[22] Carta Apostólica Notre Charge Apostolique, 25-VIII-1910 [11].
[23] Meinvielle, Julio: Hacia la Cristiandad, ADSUM, Buenos Aires, 1940, p. 14.
[24] Ibid.: p. 15.
[25] Ibid.:
[26] Ibid.: p. 16.
[27] Ibid.
[28] Ibid.: p, 28 y ss.
[29] Ibid.: pp. 29 y 30.
[30] Ibid.: p. 33.
[31] Ibid.: p. 38.
[32] Ibid.: p. 52.
[33] Ibid.: pp. 52 y 53.
[34] Ratzinger, Cardenal Joseph: Alocución en Dallas ante el Sínodo de los Obispos norteamericanos, en 1991, con el lema «Si quieres la paz, respeta la conciencia de todo hombre»..
[35] Castellani, Leonardo: Anteprólogo a la Suma Teológica, Ed. Club de Lectores, Tomo I, Bs. As., p. IX.
[36] Pío XII, Discorsi, Vol. I, Turín 1960, pp. 668-669, citado por Pablo VI, en la Carta en el séptimo centenario de Santo Tomás de Aquino
[37] Castellani, Leonardo: o. c., p. X.
[38] Juan Pablo II, Encíclica Centessimmus annus, Nro 51.