Fuente: Punta Europa, Número 10, Octubre 1956, páginas 20 a 21.
LOS «MAZAZOS» PATRIÓTICOS
Dios había sacado a su pueblo de la cautividad en Egipto y le había hecho atravesar, prodigiosamente, el Mar Rojo. A continuación, en el Monte Sinaí, dio a Moisés su Ley, que comienza así: «Yo soy tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí. No forjarás imágenes, ni figuración alguna de lo que hay en los cielos, ni de lo que hay en la tierra o en las aguas; no te prosternarás ante ellas y no las servirás porque yo solo soy tu Dios, un Dios celoso que castiga en los hijos las iniquidades de los padres (Éxodo, 20, 2)…, y los que ofrezcan sacrificios a dioses extraños serán exterminados (22, 20)». Pero Moisés descendió del Monte y encontró a los israelitas ofreciendo sacrificios a una figura tallada, el becerro de oro. Y fue preciso para lograr el perdón divino que «los hijos de Leví pasaran y repasaran el campamento matando cada uno a su hermano, a su amigo, a su deudo (32, 37)».
Hoy no acertamos a comprender que el pueblo elegido prevaricase para adorar una forma corpórea, un becerro hecho con el oro de todos. Sin embargo, la historia del Becerro de Oro se ha repetido muchas veces a través de la Historia, y a menudo no ha sido ni siquiera una forma tangible sino una abstracción, una mera palabra, aquello a lo que se ha rendido culto idolátrico. Tal es el caso, en nuestros días, del tributo de adoración que los hombres prestan –y hacen prestar– a la Nación: la idolatría del nacionalismo moderno.
Pero no es éste, ciertamente, el único nacionalismo. Los alemanes nazis rindieron adoración a la Gran Alemania y organizaron en el Partido Único todo un culto de sacerdotes y ritos de la falsa divinidad. Y existió también, entre otros muchos, el culto a la Italia imperial, y existe el culto a España.
Deben distinguirse dos clases de patriotismo bien diferentes entre sí, y su distinción es necesario hoy, más que nunca, ponerla de manifiesto. Uno de ellos es un sentimiento legítimo y santo, prolongación del amor a los padres y a la casa paterna, cumplimiento del precepto divino de honrar padre y madre. Quien ama a su familia, y a su pueblo, su país o patria chica, ama también a su patria grande, y la Cristiandad que está sobre ella. Quien, entre nosotros, ama a su pueblo y a su región, conoce y ama también los siglos de historia en que ésta, unida a otras regiones o reinos españoles, realizó grandes cosas en común. Y eso es precisamente España. Una obra en común al servicio de una fe religiosa, que fue lo que nos unió. Este patriotismo no entra nunca en conflicto con el anterior amor a la casa paterna, al pueblo, a la región, porque son una misma cosa. Podrá haber conflicto pasajero de autoridades o de jurisdicciones, pero nunca de sentimientos.
El otro patriotismo adora a la Nación como Unidad Absoluta, anterior y superior a todo y a todos. Este patriotismo ahoga a los demás sentimientos y a cualquier otra jurisdicción, porque es el culto a una divinidad que, como todas, no admite otra a su lado. Este sentimiento, extranjero entre nosotros e impío, es el verdadero creador de todos los separatismos y de todas las violencias.
Me ha sugerido estas consideraciones el haber oído recientemente por Radio unas «valerosas» peroratas de cierta figura que ha lanzado muy directamente sus pesadas «mazas». Según él, ni aun el regionalismo foral es en estos momentos admisible, por estrecho, raquítico, peligroso…
Como decía Ortega y Gasset –que fue en España el padre espiritual de ese patriotismo more germánico– el interés de la Patria no debe someterse al de la Iglesia, que le es extranjera, ni puede conciliarse con el de la familia o la propia tierra, que son sus corrupciones (España Invertebrada, c. V).
Tan ciego es este sentimiento –como idolátrico que es– que hace olvidar a nuestro enérgico articulista de la Radio los principios por los que todos nos hemos de regir en esta cuestión.
Rafael Gambra
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