Fuente: La Esperanza, Pedro de la Hoz, 5 de Enero de 1849, página 1.




No hemos tenido, en nuestra larga vida política, día de más satisfacción que ayer. Todos nuestros sacrificios, todas nuestras fatigas, todos nuestros padecimientos y sobresaltos los hemos visto en él superabundantemente compensados, viendo en él terminante, solemne, incontestadamente reconocidas, proclamadas, hechas objeto de aplauso y adoración, y en parte, hasta exageradas por nuestros adversarios políticos las máximas principales que en política venimos un cuarto de siglo há sustentando.

Lo que nos proporcionó esta dicha fue el discurso que oímos en el Congreso al señor Donoso Cortés: discurso pronunciado en medio del general aplauso, y que después de lo confesado por el señor Alcalá Galiano en su memorable folleto, y por varios periódicos moderados, en los ratos de abandono que frecuentemente tienen de algún tiempo a esta parte, era lo único que faltaba para que la victoria moral de nuestros principios fuese completa. Nos proponemos dar íntegra a nuestros lectores esta oración, tomándola del Diario de las Sesiones que se publicará dentro de dos o tres días; mas sepan en el ínterin que en ella se reconoce que la libertad política es hija del cristianismo, que en todos tiempos a proporción que ha subido o bajado el influjo de la religión en las sociedades se ha ganado o perdido en libertad, que el único medio de salvar el mundo de la esclavitud es una reacción religiosa, que los gobiernos de nueva invención son por lo débiles insuficientes para defender la sociedad, que la cuestión entre el sistema de resistencia y el de concesiones se ha resuelto definitivamente en este año a favor del primero, que la nueva política romana (de que, entre paréntesis, el señor Donoso era el año próximo pasado uno de los más entusiastas cantores) es lo que ha traído a Pío IX y a la cristiandad su actual tribulación, y que en fin, teniendo que optar ya las naciones entre el puñal, es decir, la anarquía, y el sable, es decir, la dictadura, es preferible éste a aquél. Vean nuestros lectores si tenemos razón en felicitarnos del discurso del señor Donoso. Tenémosle, y tanto mayor cuanto entre los dos extremos de la alternativa del sable y del puñal, que es en lo que está la exageración que arriba se indica, encontramos nosotros un medio, que es la monarquía hereditaria, templada y religiosa que nosotros sustentamos.

Señor, se nos dirá, que con el señor Donoso podrá suceder lo que con otros, que después de convenir en muchísimos puntos con vuestra doctrina, salen con una manía o con una condición que hace inútil su desengaño: lo conocemos. Señor, que aun cuando ese distinguido diputado se halle dispuesto a convertir en hechos sus palabras, no puede hacerlo en suficiente escala, porque no puede o no quiere ser ministro: se nos ocurre. Señor, que aun cuando fuera ministro, nada podría conseguir rodeado de las personas y de las cosas que forman el partido político en que se halla: no lo ignoramos. Señor, que ese partido, no sólo tiene en el mayor abandono las clases que la revolución ha empobrecido, sino que prefiriendo que siga el mal y el peligro común, no quiere hacer sacrificio alguno por su parte, negándose a darlas, en una reconciliación honrosa para todos, una prenda para el porvenir: lo sabemos y lo lloramos. ¿Pero qué? ¿es poco consuelo para los que trabajan, o padecen, o mueren por una causa, saber que esta causa es justa, y benéfica, y santa aún en la opinión de sus adversarios?