Fuente: El Pensamiento Español, Francisco Navarro Villoslada, 11 de Diciembre de 1868.
EL HOMBRE QUE SE NECESITA
¡No ha de haber un hombre que nos saque de la anarquía en que vivimos!
Tal es la exclamación que se escapa de todos los labios, que se oye en todas partes: «¡No ha de haber un hombre...!»
Reparadlo bien: es una frase hecha, y nadie altera sus términos, ni su construcción gramatical; y cuando una frase sale de igual modo formulada por todos los labios, señal es indefectible de que una idea predomina en todas las inteligencias, un sentimiento en todos los corazones.
Seguid reparando: se dice un hombre, y no se dice una mujer. La frase construida de este modo: ¡no ha de haber una mujer...! sería ridícula, y no lo sería menos con estas variantes: ¡no ha de haber un pueblo! ¡no ha de haber unas Cortes, no ha de haber un Congreso! etc., etc.
Y es que cuando la necesidad apremia, cuando un pueblo necesita gobierno, todos somos monárquicos, todos, sin exceptuar siquiera los mismos republicanos que usan el lenguaje común y apelan a la frase hecha por el pueblo y para el pueblo, construida por todos los entendimientos y por todos los labios repetida: ¡no ha de haber un hombre…!
¡Oh fuerza de la necesidad! ¡Oh poder del instinto de salvación! ¡Oh poder, permítasenos decirlo, oh poder del Poder verdadero! Se necesita un hombre, porque el poder es uno: poder dividido, no es verdadero poder.
Sigamos, pues, observando cómo en momentos críticos, en circunstancias angustiosas, no sólo somos todos monárquicos, los republicanos inclusive, sino que somos monárquicos puros. No hay nadie que en tales días se atreva a ser monárquico-constitucional.
Y esta no es sutileza, ni ingeniosidad, ni sofistería, no. Cuando por abundancia de corazón, y dejando exhalar la voz de la conciencia, se dice: ¡no ha de haber un hombre que nos saque de esta anarquía!, suele añadirse por comentario de la frase: un hombre que nos haga entrar a todos en vereda, un hombre que nos ponga a todos una mordaza, un hombre que nos traiga el orden, aunque para el orden eche mano de la vara de hierro.– No se necesita tanto. Hemos oído explicarse en semejantes términos a unionistas, a progresistas, a republicanos; pero francamente, se dejan llevar un poco del impulso de la reacción, y exageran el remedio hasta desnaturalizarlo. Se necesita un hombre, no un tirano.
La necesidad que sienten los liberales en este conflicto, cuando ruge el socialismo en Andalucía y gruñe en el resto de la península mal contenido con las piltrafas que le sueltan los ayuntamientos, y mirando de reojo al amo que no tiene provisiones con que saciar su voracidad, esa necesidad la hemos sentido, la hemos anunciado nosotros en tiempos al parecer bonancibles, cuando el liberalismo halagaba a la fiera alegre y retozona, y la alimentaba con los bienes de la Iglesia y las comunidades religiosas, y a falta de éstos, con los de propios y los de beneficencia. ¡Ay! En medio de aquellos espléndidos banquetes de Priamo, hacíamos nosotros el triste papel de Casandra, y con el mismo acento con que los troyanos pedían un hombre después de la muerte de Héctor, lo pedimos nosotros antes que los griegos hubiesen cercado los muros de la ciudad.
Ellos, los convidados, con la copa en la mano y coronados de rosas, burlábanse de nuestros vaticinios y nos llamaban agoreros y exagerados, y nosotros al verlos hoy perdida la color y demudado el semblante, temblando, pero no de frío –si se nos permite volver del revés la célebre frase de Baylli delante de la guillotina–, nosotros tenemos que decirles: no exageréis las cosas: no se necesita un hombre que mande a palos, como pretende La Iberia, ni una mano que haga crujir el látigo de González Brabo sobre las espaldas de los republicanos, como con no menos energía, aunque con más literatura, pide El Diario Español; no exigiremos la dictadura en latín como los demócratas, que apenas saben otro latín que el salus populi, no: lo repetiremos: nosotros los absolutistas, los reaccionarios, los inquisidores, nosotros queremos un hombre, no un déspota.
Queremos un hombre para toda la nación, no para uno ni dos o tres partidos; un hombre que mande con justicia, que gobierne con la moral del Evangelio, que administre con el orden y economía de un buen padre de familia.
Se necesita un hombre que sea hijo de las entrañas de la patria, que tenga los sentimientos hidalgos y generosos del pueblo español, su ardiente fe, su valor caballeresco, su constancia tradicional.
Se necesita un hombre que diga al padre de familia: – «tú eres el rey de tu casa, y al municipio, tú el rey de tu jurisdicción; a la diputación, tú la reina de la provincia, y a las Cortes, yo soy el rey. Vengan aquí las clases todas de que se compone mi pueblo: venga el Clero, venga la nobleza, venga la milicia, venga el comercio y la industria, y venga la clase más numerosa y más necesitada de todas, la clase pobre, o mejor dicho, la clase de los pobres; vengan a exponer sus quejas, sus necesidades; pero tened entendido que aquí no mandan los Sacerdotes, ni los nobles, ni los militares, los abogados, los banqueros, los comerciantes, los industriales, ni los jornaleros: el rey soy yo.
– «Yo a la Iglesia la daré libertad y protegeré su independencia: yo no nombraré un Canónigo, ni un Cura párroco, yo renunciaré mis privilegios en favor de la Iglesia de quien los he recibido: yo capitalizaré las asignaciones concordadas con la Santa Sede y se las entregaré a la Iglesia en títulos de la Deuda: yo dejaré en libertad a toda comunidad religiosa para establecerse donde quiera, cuando quiera y como quiera, con tal de que no pida al Estado más que amparo y libertad.
»Yo daré libertad y protección al comercio, libertad y protección a la industria, libertad y protección a la propiedad y a los pobres el pan del orden, de las economías y del trabajo que es su verdadera libertad.
»Abogado, a tus pleitos: no busques en los bancos del Congreso la clientela que no has sabido conquistar en el foro: médico, a tus enfermos: no vengas a matar con discursos políticos a los que puedes curar con tus recetas: escritorzuelo, a la escuela: aprende primero lo que te propones enseñar: empleado, a tu oficina: la nación te paga para que la sirvas, no para que medres en los bancos del Parlamento: y a trabajar todo el mundo que la política está siendo la trampa de la ley de vagos.
«Yo reduciré los empleos a la tercera parte de los que hoy se pagan; yo reduciré la clase de cesantes con sueldo empleando a todos, sin distinción de colores políticos, por orden de antigüedad y manteniendo en su empleo a cuantos lo sirvan con inteligencia y probidad, aunque hayan sido progresistas, moderados o republicanos; yo reduciré asimismo los presupuestos y os daré el ejemplo de modestia para que gocéis el fruto de las economías. Yo pagaré las deudas que el liberalismo ha contraído y procuraré no contraerlas más.
«Yo me pondré a la cabeza del ejército, yo protegeré las ciencias, las letras y las artes; yo llamaré los sabios a mi país, las letras y las artes a mi palacio, los pobres a mi mesa.»
»Yo lo perdonaré todo, lo olvidaré todo, quiero ser padre antes que rey, mis brazos se extenderán más pronto para abrazar que para mandar.»
Este es el gobernador cristiano, este es el príncipe católico, este es el hombre que se necesita: el hombre que piden de lo íntimo de su corazón cuantos en las angustias de una situación cuyo origen quisiéramos olvidar y cuyos tormentos no quisiéramos ver, exclaman: ¡no de haber un hombre que nos saque de esta anarquía…!
¡Hombre ciertamente deseado! ¡Hombre verdaderamente popular! ¡Hombre exigido por el sufragio universal de las lágrimas y sollozos universales! Hombre libertador que vale un poco más que liberal, pacificador y por lo tanto enemigo de ese constitucionalismo que es la guerra inevitable, esencial, orgánica entre los que mandan y los que deben obedecer, guerra entre el rey y el súbdito, guerra entre la nación y los partidos, guerra de los partidos entre sí, guerra sin tregua ni reposo y cuyos gastos forman ese abismo sin fondo que se llama deuda perpetua.
No lo neguéis: vosotros los republicanos, cuando apeláis al Salus populi, pedís un dictador; vosotros los progresistas, cuando enarboláis el palo pedís un déspota; vosotros, unionistas, cuando esgrimís el látigo llamáis a un amo; pero como vuestros labios están hechos al lenguaje liberal, no aciertan a modular el lenguaje cristiano. Os equivocáis: esos no son los sentimientos de vuestro corazón. Vuestro corazón, como el nuestro, como el de todo el pueblo español, pide, no un amo, ni un déspota, ni un dictador, pide un rey, un rey que reine y que gobierne, un pacificador, un libertador, un príncipe cristiano.
El rey que sepa serlo, que gobierne con derecho, con justicia, con moralidad, con equidad y sin agobiar a los pueblos bajo la losa de tantos y tantos impuestos, ese tiene ya en su favor la popularidad más augusta, sufragio irresistible, y en este concepto, el único sufragio soberano.
Tal es el hombre que se necesita.
Fuente: La Esperanza, Número 4, año 2002.
Visto en: COMUNIÓN TRADICIONALISTA.
El hombre y la institución (lo que España necesita)
No es cosa fácil comprender la monarquía. Ni ahora que el nihilismo avanza como una marea que por momentos parece incontenible y nada digno de respeto encuentra a su paso. Ni antes cuando el racionalismo, por cierto nunca del todo arrumbado, podía talar enteros estratos de la naturaleza, también de la humana. Ni siquiera en tiempos en que sin desdoro de la razón podía fundarse el orden en armonía con lo divino y aun con lo mágico. Ernest Renan, en su libro sobre la reforma intelectual y moral en Francia, pudo escribir, así, que la monarquía hereditaria es una concepción política tan profunda que no está al alcance de todas las inteligencias.
Porque la monarquía es, sobre todo, una institución, arraigada en la tradición y que garantiza la continuidad por encima de los cambios de la voluntad de una generación. Una institución que conjuga unidad y pluralidad, unidad en la persona del rey y pluralidad en la ordenación de los cuerpos sociales que convergen en la Corona. Una institución que tiene por nota esencial la legitimidad, de origen, sí, asegurando la continuidad, de que acabamos de hablar, a través de la eliminación de la incertidumbre en la sucesión, pero también de ejercicio, dando cumplimiento al recto ejercicio de un poder que es respetuoso de las libertades, que por tanto no es puro arbitrio, sino ordenación prudente de lo que de suyo tiende para su perfección a un fin. Cuando la legitimidad de origen se desprende, como si de un fardo se tratase, de la de ejercicio, comienza a desangrarse la monarquía. Al igual que el recto gobierno se sublima cuando se inserta en la venerable sucesión de la monarquía legítima. Pero la monarquía, aun la ilegítima, aun su simple apariencia, como si de un disfraz se tratase, tiene tal virtud unitiva, cordial y moderadora que no deja de atraer con fuerza a los pueblos. Por eso, el profesor Frederick D. Wilhelmsen, a quien tanto marcó el conocimiento del carlismo, decía irónicamente de los ingleses que no merecían tener siquiera ese espectro de monarquía que mantienen. Algo similar podríamos aplicar a nuestro predio hispano.
El legitimismo nace para combatir la usurpación, que suele conducir al desgobierno. O para frenar el desgobierno que termina por minar las bases de la legítima continuidad tradicional. El carlismo nació de una protesta contra la suplantación de la legitimidad de origen, pero también contra la voluntad claramente manifestada por la usurpación de desmedular la constitución natural de unos pueblos. De modo que una y otra se alimentaron en su imbricación, como hicieron causa común la traición y la revolución. Y pese a las personas de sus reyes, mejores o peores, más o menos capaces y entregados, pero entre oscuridades o refulgentemente leales a su misión, el devenir de los acontecimientos, bélicos o políticos, fue cuajando en una doctrina que enlaza con lo mejor de nuestra tradición política, moral y religiosa, saltando las impurezas arrastradas en el curso histórico. Por eso, el carlismo, legitimismo borbónico, doctrinalmente se va haciendo habsbúrgico y de “español” enteco se desparrama en “hispánico”. Esa apertura a la hispanidad y esa rectificación de las coyunturas históricas dieciochescas e incluso decimonónicas, hace que progresivamente se haya ido depurando y purificando. En días cercanos a los nuestros, para muchos los nuestros, en la segunda mitad del siglo XX, se ha dado así la mejor teorización del pensamiento tradicional hispano –también algunas de sus más groseras deformaciones–, aun con la contrapartida de haberse perdido tanto la vivencia popular e institucional carlista. Pero en tal trayecto no sólo ha tenido culpa, por sus desaciertos o fallas, nuestra Comunión. Son los acontecimientos que han marcado una época de la historia de España y de la historia del mundo: desde el franquismo y su menesterosidad hasta el inaudito giro consolidado en el II Concilio Vaticano.
Pero la institución encarna en una persona. Y la monarquía requiere de un rey. Y el legitimismo precisa de un rey legítimo opuesto al usurpador. El carlismo sin rey es un absurdo que sólo cabe en quienes en su fondo último han abjurado del legitimismo, para quedarse en tradicionalismos abstractos que no pueden –y por eso, salvadas las loables inconsecuencias, suelen– sino desembocar a la postre en obediencias democristianas. La prolongación de un legitimismo que no logra acceder al poder y restaurar la legitimidad, tiende al folclorismo. Y pese a ello, entre nosotros, hasta las trágicas consecuencias del II Concilio Vaticano, coincidente en el tiempo con la traición de Don Carlos-Hugo, puede afirmarse la continuidad política eficaz de la adhesión a unos príncipes. Aun con cientos de grupos y grupúsculos, de escisiones y divisiones, y mediando incluso el agotamiento del tronco de la dinastía, con la necesidad de podar varias ramas. Y el Rey Don Javier de Borbón Parma reunió en su torno la lealtad secular. Como hoy debiera el carlismo seguir con afán a su hijo Don Sixto Enrique. Su reciente manifiesto, última cuenta de un rosario de actividad discreta pero sostenida al tiempo, lo prueba. Por su fidelidad a los principios de la tradición española tal y como los codificó el Rey Don Alfonso Carlos. Por su acertada visión de la coyuntura presente del mundo. Por su trayectoria al servicio de la causa de la Cristiandad y de la Hispanidad en particular. Don Sixto Enrique, hombre inteligente y culto, inquieto y viajero, firme en la tradición de la Iglesia de siempre y en la del legitimismo carlista. He ahí al hombre. El hombre que España necesita para que se prolongue la continuidad venerable de la monarquía tradicional. Legítima de origen y de ejercicio. Lo demás son discursos republicanos bajo protesta de monarquía. Paradoja semejante a la que en otros órdenes acompaña en bien conocidos ambientes a las cada vez más frecuentes prédicas conformistas de inconformismo y a alocuciones liberales de catolicismo “en la vida pública”. El carlismo tiene un signo bien neto: íntegramente legitimista y tradicionalista. El debilitamiento de sus notas constitutivas, consciente o involuntario, puede aparecer exigido por respetables opciones personales o simular que obedece a razonables exigencias del tiempo, pero en todo caso significa un nuevo camino. Buen viaje. Que lo siga quien lo desee. Pero que no se encubran los nuevos puertos cuyo abrigo se pretende. El carlismo no sólo cree que ante Dios no hay héroe anónimo; también ha sido siempre una milicia de soldados conocidos. Con un capitán que sabe quién es.
M. Anaut
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