Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 310, 6 Diciembre 1969, página 5.




FRANCISCO HERRANZ


Por Pedro Vicente



Aunque la Prensa nacional haya púdicamente embozado el suceso en frases asépticas y sibilinas, todo el mundo conoce ya, en sus circunstancias y motivaciones, la espartana muerte de Francisco Herranz.

Espíritu íntegro, falangista de la hora fundacional, Francisco Herranz se alzó en armas en 1936 acudiendo a la sangrienta batalla del Alto del León. Tuvo la gran desgracia de no morir en aquella guerra, guerra para morir, por el doble motivo de haber sido la última guerra que sostuvieron los humanos por el Espíritu, y de que su propia posteridad sería incapaz de conservar y aun de comprender ese espíritu.

Francisco Herranz, después de confesar y comulgar, explica brevemente sus motivos a quienes pasaban por una plaza madrileña y acto seguido se descerrajó dos tiros. Dejaba una carta en la que –según testimonios– decía aproximadamente esto: «Dios ha abandonado a su Iglesia; cuanto significa España ha sido igualmente abandonado. Estoy de sobre en este mundo, y no quiero ver ya más.»

Como presiento que un silencio glacial –hecho de incomprensión y de «prudencias»– caerá sobre el suceso y sobre la memoria de Francisco Herranz, quiero declarar aquí que estimo tal decisión plenamente como un verdadero testimonio humano. Sé que un cristiano no puede llegar a tal decisión y que debe siempre respetar la vida que Dios le da y le mantiene. Pero lo que no es objetivamente justificable, puede serlo, en casos, subjetivamente, por estados depresivos más fuertes que la voluntad. Espero firmemente que Dios le otorgará, con la salvación de su alma, la justicia que probablemente le negaron los humanos. Los mismos que ponderaron sin tasa el heroísmo de los bonzos suicidas como protesta, negarán ahora su elogio a quien realiza acto similar por la fe y la patria que dicen suyas.

No puedo por menos de evocar el día en que el Pontífice reinante, Pablo VI, después de devolver a los turcos la enseña de Lepanto, marchó a la O.N.U. para bendecir, todos reunidos, a cuantos habían condenado los Papas anteriores… Recuerdo un comentario que oí en aquel triste día: «Cuando, después de Hirosima, el Emperador del Japón hubo de declarar que su poder nada tenía de divino, varios de sus súbditos se hicieron el harakiri ante el Palacio del Mikado. Si hoy no hay católicos que se quiten la vida ante San Pedro de Roma es porque su fe es diferente que la de los sintoístas. Uno sólo hubiera sido el motivo en ambos casos: Tú has privado de sentido a nuestra vida: ¿Para qué la queremos ya?»

Reflexión, sin duda, injustificable objetivamente porque Cristo, aunque parezca dormir en la tempestad, no abandonará finalmente a la barca de su Iglesia. Justificable sólo subjetivamente por el estado de ánimo que puede provocar esta danza macabra de apostasías, arribismos, frivolidades.

Dios haya acogido en su seno a esta víctima de la colectividad, mártir postrero de la fe y de la tradición, por el que los nuevos curas no rezarán y que no pocos de sus compatriotas procurarán olvidar como un remordimiento.