Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 314, 3 Enero 1970. Página 5.
DIVISION, UNION Y ACCION
Leyendo hace unos días a Mendibelza nos enteramos de aquellas reuniones de dirigentes tradicionalistas al final de las cuales juraron defender la Unidad Católica de España.
¿Para qué sirvió aquel juramento? Para nada. Sin embargo, no tenemos derecho a formular reproche alguno a quienes lo prestaron. Nosotros estábamos obligados a haber hecho lo mismo. Y no lo hicimos.
No lo hicimos porque ellos, los que seguían a un príncipe, y nosotros, los que seguíamos a otro, nos mirábamos con recelo. Cuando no con odio.
¡Los príncipes! Ellos polarizaban nuestros entusiasmos. Llegó la ruptura de la Unidad Católica, piedra angular dentro del programa carlista, y todos callaron como muertos.
La historia dirá un día que en 1967 la Comunión Carlista estaba muerta o reducida a la mínima expresión. La Comunión oficial, la que cree que guarda la Legitimidad Dinástica, la que se atreve a negar el título de carlistas a quienes no seguimos sus inspiraciones, calló cuando debió haber hablado; cuando los carlistas auténticos queríamos hablar, cuando los españoles esperaban que hablásemos.
Ya en 1957, los discrepantes de la Comunión Oficial insistían en la necesidad que había de que el Carlismo actuase. Y para actuar necesitaba unirse. Que no merecía la pena que siguiéramos divididos por personalismos estériles. No les hicimos caso. Y los hechos les han dado la razón. Para desgracia de todos.
Carlista que leéis «¿QUÉ PASA?», no podemos seguir divididos. La Iglesia y la Patria nos necesitan unidos. Nuestra acción no puede ser aislada. Arbitremos un procedimiento para unirnos. Todo menos seguir en esta estéril división, de la que tanto se aprovechan los enemigos de siempre.
ZORTZIGARRENTZALE
Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 317, 24 Enero 1970. Página 3.
DIVISION Y ESTERILIDAD
Por J. Ulibarri
Mi querido amigo y correligionario el Zortzigarrentzale recoge en esta revista (3-I-70) algunas creencias muy arraigadas acerca de los métodos en política. Este arraigo no prueba que las cosas son realmente como algunos creen.
Como soy uno de los juramentados aquel día de Santiago de 1964 en el famoso monasterio cisterciense para defender la Unidad Católica de España, entiendo que es mi deber antes de entrar en materias opinables corregir un error que se le ha deslizado a mi admirado amigo. Dice «¡Los príncipes! Ellos polarizaban nuestros entusiasmos. Llegó la ruptura de la Unidad Católica, piedra angular dentro del programa carlista, y todos callaron como muertos.» Me parece que no es exacto. Don Javier no se calló; por el contrario, recomendó y movió sus recursos para que se votara «Sí» a la reforma del artículo sexto del Fuero de los Españoles y a otras cosas que inseparablemente con ésta se proponían. No habrá pasado desapercibido a los aficionados a la teología de la historia, que esa misma decisión le ha traído en breve plazo, una desgracia insuperable.
«¿Para qué sirvió aquel juramento?», pregunta nuestro trovador vizcaíno; y se contesta inmediatamente: «Para nada.» ¡Hombre, no hay que ser tan pesimista! Por de pronto, habría servido, se me figura a mí, para consuelo y alegría de Dios, de la Virgen, de los ángeles y de los bienaventurados que, según la Escritura, están contemplando expectantes las actividades de los humanos. También habrá servido, lo mismo que la Encarnación del Verbo y cuanto sucede en la historia, de piedra de toque, de bandera de contradicción, para ir clasificando a los hombres en elegidos y réprobos. El fin de la historia es completar el número de los elegidos. Supongo que habrán afianzado su candidatura a la elección eterna los que han cumplido el juramento; y se acercarán a la calificación de réprobos los perjuros. Creo que nuestra Unidad Católica está en situación apuradísima, agonizante, pero también es verdad que la historia da muchas vueltas y a dar la que le conviene a nuestra Unidad Católica le puede ayudar la actividad de aquellos juramentados. De pequeñas cosas así está trenzada la continuidad que salva y transmite el pensamiento tradicionalista desde la derrota de la Segunda Guerra Carlista en 1874 a la Epifanía del 18 de Julio de 1936. Lo mismo se puede transmitir el fuego y prender un incendio con una cerilla que con una antorcha. La cosa está en que se divulgue aquel hecho y se incremente e imite, lo cual es facilísimo de hacer.
Ciertamente, los españoles en general esperaban más de los carlistas en esta batalla desacralizadora o secularizadora. Hay que destacar esta afirmación de mi amigo el Zortzigarrentzale porque es un punto muy importante en la crisis que vivimos.
Una cuestión importantísima que urge aclarar es la que con gran fidelidad recoge del ambiente, con estas afirmaciones: «Y para actuar necesitaba unirse.» «No merecía la pena de que siguiéramos divididos por personalismo estériles.» «Nuestra acción no puede ser aislada.» «Todo menos seguir en esta estéril división de la que tanto se aprovechan los enemigos de siempre.» Mi modesta opinión difiere: para actuar no siempre es necesario unirse; no todos los personalismos son estériles; antes bien, los hay fecundos; nuestra acción sí que puede ser aislada; no todas las divisiones son estériles. Más achaco la esterilidad a falta de preparación y a falta de espíritu de sacrificio. El mal del Carlismo no está precisamente en las divisiones, como tanto dicen, sino en que los divididos son inoperantes, por otras razones. Si cada grupo, grupito, grupúsculo, harka, tertulia o individuo, después de separarse de los demás, de dividirse, hiciera cosas concretas por su cuenta, otro gallo nos cantara; el mal está en que no hacen nada ni individualmente ni a través de esas colectividades menores que son los bandos y divisiones; no en éstas. Es una excusa muy cómoda decir: como estamos divididos, yo no doy golpe. Cuando deberían de decir al revés: como estoy tan ocupado con las cosas que se me ocurren y que yo mismo hago solo, no necesito unirme a nadie. Algunos desean superar la fase de trabajo individual antes de haberla alcanzado; faltan con ello al principio de subsidiariedad, lo cual, además de ser contrario al orden natural, y precisamente por eso, es lo más contrario al tradicionalismo que darse pueda. Todos esos inútiles que tanto anhelan la unidad, quieren inventar una suma sin sumandos; van a las reuniones con las manos vacías, y así no queda más salida que acordar volver a reunirse. Decía monseñor Vizcarra que la Acción Católica se le había muerto de «reunionitis»; esto es aplicable a muchas otras asociaciones.
Son innumerables las cosas utilísimas que se pueden hacer individualmente o en grupos de dos, cuatro, diez, amigos. La historia de todas las luchas políticas del mundo está llena de ejemplos. En la del propio Carlismo los hay bellísimos. No diré ni uno solo, porque los que no los han visto ya, es que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.
Solamente quiero añadir que en la guerra psicológica de moda, la división puede llegar a ser incluso un bien; a condición, claro está, vuelvo a repetir, de que los divididos no se queden cruzados de brazos. Un bien, digo, porque es, como la dispersión frente a la artillería, una manera de hurtar el cuerpo al enemigo y poder durar. ¿Cabe algo más vulnerable, y además más contrario a la mentalidad tradicionalista, que estar sin hacer nada con el pretexto de que no han llegado unas consignas emanadas a centenares de kilómetros?
En definitiva: no creo que sea ni lo primero ni lo más urgente, hablar de acabar con las divisiones; en mi modesta opinión, hay que empezar por llevar a todos, uno a uno, ante el Sagrario, y hacerles que allí, de rodillas, se enfrente con sus propias responsabilidades personales, individuales, intransferibles; y que luego vayan adiestrándose en hacer, ellos solitos, cosas concretas. Después, solamente después, el principio de subsidiariedad.
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