Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 302, 11 de Octubre 1969. Página 9.
Carlismo U.S.A.: Mr. Frederick Wilhelmsen
Por Mendibelza
En estas mismas páginas se ha publicado recientemente, del libro inédito de Juan Correa Gabana, «Sin novedad en la patrulla», un capítulo titulado «Carlismo U.S.A. Mr. Víctor Morawetz». Se recordaba en él un sencillo acto celebrado en Londres en 1933. La colonia carlista allí residente, presidida por el representante de S. M. Don Alfonso Carlos, condecoraba con la Medalla de Veterano al súbdito norteamericano Mr. Morawetz, que había combatido en las filas carlistas durante la última guerra.
El capítulo de Correa Gabana terminaba aludiendo a ese profundo y desconocido eco que la Causa Carlista –y la bandera de la Hispanidad Católica– tuvo en el pueblo norteamericano, y recordando los nombres de los profesores Frederick Wilhelmsen y T. Fraseir-La Groones, de la Universidad de Dallas, como encarnación actual de esa remota onda norteamericana de comprensión y fidelidad hacia la fe de la Cristiandad a través de su supervivencia en España y en el Carlismo.
Quiero prolongar aquí esta alusión recordando –en lo que mi breve relación con él permita– la figura y la obra del profesor Federico Wilhelmsen, de mayor notoriedad entre nosotros por su emotiva permanencia en España durante los mejores años de su juventud.
Conocí a Wilhelmsen allá por los años cincuenta en Ávila. Fui a visitarlos con mi mujer, y nos acompañaba Ignacio H. de Larramendi con la suya, porque el matrimonio Wilhelmsen había fijado su residencia en aquella ciudad castellana desde hacía ya un año. Wilhelmsen era un norteamericano de origen escandinavo, de altísima estatura, aire infantil y de una sencillez y simpatía poco comunes. Tendría entonces poco más de treinta años. Se había doctorado en Filosofía y acababa de publicar en Estados Unidos su principal obra filosófica: Man´s Knowledge of Reality, un estudio fundamental sobre la epistemología de Santo Tomás. Había sido precisamente el conocimiento profundo de la filosofía cristiana –y del tomismo en particular– lo que inspiró en el espíritu de Wilhelmsen su fervor por la Ciudad Cristiana, esto es, por la civilización forjada en la Cristiandad pre-luterana. Por este cauce penetró en el sentido de la Contrarreforma y de la civilización del barroco o española. Por él comprendió también el sentido profundo de continuidad y de lealtad histórica que posee el Carlismo español, su pervivencia hasta nuestros días y el significado de su gesta bélica.
Esta emoción y el anhelo de ponerse en contacto con algo que hunde sus raíces en lo más sagrado de la tradición común, fue lo que le trajo a España: no meramente a visitarla, sino a establecerse en ella, a arraigarse en su ambiente, quizá por años, tal vez de por vida. Y esta misma inspiración le llevó a escoger Ávila, la ciudad recoleta «de los caballeros», para gustar de la quintaesencia de Castilla bajo la mirada protectora de la Santa del Carmelo. Allí arrendó una vieja casa señorial, y en ella, falto de toda comodidad moderna, pasó varios de los crudísimos inviernos abulenses.
Casado muy joven, sus hijas –casi adolescentes ya– se educaban desde su llegada a Ávila en un colegio de religiosas. Cuando yo las conocí hablaban ya y pensaban como cualquier otra niña de Ávila, hasta el extremo de resultar increíble que fueran extranjeras. Wilhelmsen afectaba quejarse de la falta de personalidad que parecía denotar esa tan rápida y perfecta adaptación; pero traslucía en ello su satisfacción de una tal asimilación en los suyos a lo que él consideraba su patria espiritual.
Porque para Wilhelmsen, España era como una isla dentro de la Europa laicista, con su unidad católica y la que él suponía inspiración tradicional de su política (por aquella época no se había operado todavía la incorporación de la enseñanza española a los ideales de la U.N.E.S.C.O. ni la rendición de su política exterior a los intereses llamados «anticolonialistas» de la O.N.U.). Unos años después conocía al que había sido su maestro, Wilmoore Kendall, autor de teoría política de primera fila en Norteamérica. Converso al catolicismo, militaba en la misma línea tradicionalista de su amigo y discípulo. Él gustaba también de resaltar cómo España era el único pueblo del mundo que había vencido al comunismo, que le había hecho morder el polvo. Y –años antes del Concilio– le oí aplicarse a sí mismo el conocido presagio de Bernanos: «Quizá yo haya de morir ante un pelotón de ejecución comunista mandado por un “nuevo cura” que lleva la Cruz sobre el pecho y el Contrato Social (o los Pensamientos de Mao) en el bolsillo.» (Kendall ha muerto ya, no en la forma que él temía, pero sí en la incomprensión y en la hostilidad de aquellos a cuya fe se convirtió y a la que entregó sus mejores esfuerzos intelectuales.)
Wilhelmsen se declaraba abiertamente carlista, entendiendo por tal algo que poseía raíces e implicaciones universales, el hilo viviente de nuestra tradición occidental y cristiana. Por aquella época frecuentó medios carlistas y trabó amistad con Márquez de Prado, Manuel de Santa Cruz y otros muchos elementos de los más sanos del carlismo. Colaboró también en revistas y editoriales que por entonces mantenían aún una orientación tradicional y españolista: «Nuestro Tiempo», «La Estafeta Literaria», Colección «O-Crece-O-Muere», etc. Recuerdo un luminoso artículo suyo en la segunda de esas revistas, titulado Tragedia, Éxtasis e Historia, y un ensayo revelador en la mencionada colección, «La ortodoxia pública y los poderes de la irracionalidad».
Algún tiempo después –creo que al principio de esta década– fue contratado como profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra y trasladó a Pamplona su residencia. Allí volví a encontrarlo en varias ocasiones muy significativas. Una de ellas, invitados ambos a almorzar en casa de Baleztena, en su primer contacto con la gran familia patriarcal del carlismo navarro. Varias veces, en años sucesivos, en el acto de Montejurra, con su boina roja, cantando y bebiendo como un carlista más en aquella gran riada de la Lealtad. Por esos años publicó su libro El problema de Occidente y los cristianos, que quedará como una obra clásica del tradicionalismo contemporáneo.
Su carácter abierto y el fervor de su fe carlista le entrañaron rápidamente en los ambientes navarros de aquellos años. Simultaneaba así sus clases en la Universidad con la dirección de una tertulia de jóvenes artesanos en un círculo carlista de Pamplona, sus estudios filosóficos con la participación activa en la vida política del carlismo navarro.
Durante el mes de julio de 1964 se reunieron en un famoso monasterio cisterciense cincuenta y dos destacados tradicionalistas para hacer ejercicios espirituales y mantener unas jornadas de convivencia en absoluta verdad ante Dios y como en presagio de la durísima prueba que para la Iglesia se avecinaba. Al final de ellas se pensó en la posibilidad de organizar una especie de Orden Militar adaptada a las luchas contemporáneas en favor de la Cristiandad. A este fin se acordó establecer cada año una serie de compromisos para ser sucesivamente aceptados por los asistentes. De momento se escogió como primer eslabón el compromiso de defender la unidad católica de España, que ya entonces se temía saliera malparada del Concilio en curso y de las corrientes que en él dominaban. Veintidós de los asistentes se adhirieron al propósito y formularon, después de la solemne Misa mayor, el día de Santiago y en presencia de la comunidad, el siguiente voto individual: «Yo, N. N., me comprometo a defender a la Santísima Virgen, Señora Nuestra, y la unidad católica de España. Así lo prometo ante Dios y lo juro. Dios me ayude y estos Santos Evangelios que con la mano toco». (El 7 de diciembre de ese mismo año el Concilio promulgaba la declaración llamada de «Libertad religiosa», cuyas disolventes consecuencias vivimos en España más amargamente que en pueblo alguno.)
No pudo asistir Wilhelmsen a aquellas jornadas, pero quedó con el mayor deseo de realizar aquel voto en cuanto supo de él. La ocasión se presentó pronto con motivo del fallecimiento del Teniente Coronel de Estado Mayor don Javier Isasi Ivison, que tiempo antes de su fallecimiento, en Inglaterra, había tenido un mando en la Jefatura Nacional del Requeté. El entierro tuvo lugar en Madrid, y a él acudieron corresponsales y tradicionalistas de toda España, entre ellos Wilhelmsen, gran amigo suyo. Por la tarde de ese día, en casa del Jefe Nacional de Requetés, el Capellán don Melitón Sainz tomó juramento, según la fórmula dicha, a Wilhelmsen, que lo otorgó con la mayor emoción.
Wilhelmsen regresó a América, no sin haber sufrido entre nosotros los primeros «frutos del Concilio», los primeros aggiornamentos, «aperturas» y «cambios de postura» dentro del Carlismo y fuera de él, en la Universidad, en la Iglesia española toda.
A principios de 1966, la batalla por nuestra unidad católica entraba en su fase visible y pública. El recientemente fallecido Coronel de Artillería don José Solís y Fernández de Villavicencio, que era uno de los juramentados en el monasterio cisterciense, propuso que se recogieran fondos para esa lucha entre los que prestaron el juramento. Wilhelmsen envió desde Norteamérica un cheque en dólares por una cantidad muy superior a la fijada.
En la actualidad ocupa Wilhelmsen una cátedra en la Universidad de Dallas y dirige en Washington una revista –TRIUMPH– que, bajo la Cruz triunfalista de Constantino, defiende allá la bandera de la Cristiandad y del verdadero tradicionalismo, con mayor entereza y vigor –fuerza es reconocerlo– que el carlismo que aquí dejó y al que tanto había amado. Quizá con nadie en Europa he hablado un lenguaje tan profundamente identificado como con aquel americano carlista que se llama Frederick D. Wilhelmsen.
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