Fuente: Misión, Número 340, 20 Abril 1946. Páginas 7 y 15.



EL CAMINO REAL DE LA SANTA CRUZ


Por Luis Ortiz y Estrada



LIGEREZA Y MÁS QUE LIGEREZA

Hace unos años, pocos en el conjunto de la Historia, muchos en atención a los gravísimos acontecimientos desde entonces ocurridos, que el Santo Padre Pío X, en el Consistorio público del 17 de mayo de 1914, celebrado para imponer la birreta a los nuevos Cardenales, pronunció las siguientes trascendentales palabras:

“Vivimos, desgraciadamente, en una época en que, con mucha facilidad, se da voluntaria acogida y se adoptan ciertas ideas que tienden a conciliar la fe con el espíritu moderno; ideas que conducen mucho más lejos de lo que se piensa: no solamente a la debilitación, sino a la pérdida total de la fe. Ya no produce asombro oír, dichas con satisfacción, frases bastante equívocas de “aspiración moderna”, de “fuerzas del progreso y de la civilización”, afirmando la existencia de una conciencia laica, de una conciencia política, opuesta a la conciencia de la Iglesia, contra la cual se pretende tener el derecho y el deber de reaccionar para corregirla y enderezarla.”

Este gravísimo daño, denunciado en tan solemne ocasión por el Papa, ha ido aumentando y sus efectos van creciendo hasta hacerse devastadores. Una de sus más perniciosas manifestaciones está en la ligereza con que se escribe en los periódicos y revistas, no sólo por el afán de informar, sino por el de enseñar enjuiciando los gravísimos problemas del momento. La acción persistente y continuada del periódico tiene, indudablemente, influencias sobre sus lectores y consigue, como decía Chafarote, desnatar sus ideas católicas hasta convertirlas en cosa meramente sentimental y sin sustancia, cuando no arraiga en ellos ideas contrarias a las de la verdadera religión.

Necesario es salir al paso de tales errores, con tanta mayor necesidad cuanta mayor sea la difusión del periódico equivocado entre los católicos y más autoridad goce entre ellos. Cuando esto se hace se dan dos distintas manifestaciones del malsano espíritu de la época. De parte de algunos lectores, el escándalo, realmente farisaico, de que se hable contra tal periódico o tal escritor, sin parar siquiera la atención que se habla contra los errores, lo cual no sólo es lícito, sino laudable y casi siempre necesario. De parte de los periódicos impugnados, el silencio, a pretexto de dicho escándalo farisaico. Aun vertido el error inadvertidamente, aun convencido por la impugnación, cuando no se acude a extraviar la discusión, escamoteando el tema, se recurre, y ello con muchísima mayor frecuencia, a encerrarse en el más absoluto mutismo, con lo que quienes han leído el error, siguen creyéndolo verdad autorizada por el crédito del periódico o revista; con lo cual la semilla del error, lanzada a volar, sigue haciendo lamentabilísimos estragos.

Bien está, muy conveniente y laudable en determinadas ocasiones, renunciar, por amor a la paz, a defender su propio criterio en las llamadas cuestiones libres; pero, a nuestro entender, siempre es malo, y en muchas ocasiones pernicioso, callarse ante el error en las cuestiones que no son libres, porque sobre ellas la Iglesia ha enseñado como obligación un determinado criterio. Entonces, deshacer el error es obra de caridad, aunque no se modifique quien lo predicó, si tanto puede en él el orgullo de su suficiencia.


TRANSIGENCIAS NORTEAMERICANAS

En un periódico de fama, que entra confiadamente en muchos hogares católicos, en donde se lee con verdadera afición, “El Diario de Barcelona”, cuyo interés por no errar conocemos muy bien, su corresponsal en Nueva York, don Federico Sardá, da cuenta de la celebración de una Semana de Fraternidad, del 17 al 24 de febrero pasado, con el objeto de borrar o amortiguar las diferencias religiosas, causa de no pocas guerras. Nos dice el citado corresponsal que “lo que interesa al creyente desapasionado y libre de fanatismos es buscar cómo y sobre qué bases podría llegarse a una fórmula de armónica concordia entre los grandes grupos que integran el concepto de la Divinidad entre las razas civilizadas: católicos, protestantes, judíos”. Como para el corresponsal –líbrenos Dios de atribuirlo a la redacción del periódico– no es cosa “de incurrir en anatemas pretendiendo precisar dogmas y doctrinas, diferencias de credo o de ritual, bastante nimios en algunos casos”, no es raro que añada: “no podremos por menos de patrocinar, siquiera mentalmente, los esfuerzos que se hacen en algunas naciones no sólo para mantener la tolerancia religiosa, sino para promover la unificación de las distintas iglesias principales”. Y le parece magnífico y excelente el estado de cosas que describe con las siguientes palabras: “Aquí, como en Chicago y en otras grandes urbes, existen templos religiosos en los que pueden celebrarse, sin faltar a los preceptos respectivos, ceremonias de uno y otro culto. Las capillas de los establecimientos funerarios y cementerios (aquí no es costumbre de guardar un cadáver en la casa, prolongando el dolor de la familia, ni mantener la “capilla ardiente” y el velatorio tradicionales) se han esforzado en buscar una fórmula religiosa, pero asectaria, que permita adaptarse a los requisitos mortuorios de católicos, protestantes o judíos”, con lo que el catolicismo, la religión fundada y enseñada por el mismo Dios, que para ello se hizo hombre y sufrió Muerte y Pasión, queda convertido en una más entre las sectas que destrozan el protestantismo. Esto ha escrito el corresponsal, creyendo poner una pica en Flandes, y esto enseña “El Diario de Barcelona” en los miles de ejemplares de su abundante tirada, sin intención, desde luego, pero con daño real y positivo. Porque no pocos de sus numerosos suscriptores lo leerán tan inadvertidamente como el corresponsal lo ha escrito y la dirección lo ha dejado pasar, si es que no le conceden el crédito de seriedad y ciencia que atribuyen al periódico.

Lo que le interesa al creyente, y a todo hombre que piense, no es buscar una imposible fórmula de armonía entre las religiones diversas, sino salvar su alma, alcanzando su destino definitivo de gozar la eterna bienaventuranza. Para ello ha de cumplir sus deberes para con Dios. Con el mismo Dios que para salvarnos se hizo carne mortal y sufrió Muerte y Pasión. Y es Dios mismo quien fundó la Iglesia católica confiándola el depósito de la verdad, dándola el poder de atar y desatar y prometiéndola la constante asistencia de El mismo. Ni la Iglesia, por consiguiente, puede alterar el depósito de la verdad, ni los fieles somos dueños de mercadear con ella haciéndola objeto de trato con las falsas religiones. No creó Dios la Iglesia para que se adaptara al mundo ni a ninguna religión, sino para reformar el mundo haciéndolo entrar en su redil, puerto único de salvación. No puede la Iglesia negociar con religión alguna una concordia acerca del concepto de la Divinidad, porque ella es la depositaria del concepto que Dios mismo ha dado de Sí. Entre las distintas religiones y la Iglesia católica no hay diferencias nimias, sino tan sustanciales como las que hay entre la verdad y el error; y no una verdad cualquiera, hija de la falible razón humana, y de la cual se pueda prescindir, sino de la verdad revelada por el mismo Dios, que ni puede engañarse ni quiere engañarnos; verdad de tantísima trascendencia como que de profesarla o no dependen nuestra eterna salvación o nuestra eterna condenación.


EL MIEDO A LA LUCHA

La Iglesia quiere la unidad, busca la unidad, porque Nuestro Señor Jesucristo le encargó que la quisiera y la buscara. Pero la busca en la verdad, de la que es depositaria, no en componendas y transacciones con el error de las otras religiones que no siguen a Jesucristo, aunque pretendan algunas ir tras de Él, fiadas en el orgullo de sus pensadores, despreciando el magisterio de la Iglesia que Él fundó con su Santísima Sangre para que nos sirviera de guía y no nos dejáramos extraviar por la flaca razón obscurecida por las pasiones. No quiere la lucha, pero sabe que está en el mundo, en donde la lucha nunca acaba, y por eso mientras en él perdure, la Iglesia es militante.

Eso ha enseñado siempre la Iglesia, porque lo ha aprendido del mismo Jesucristo, que con su palabra y con el ejemplo de sus Sagradas Pasión y Muerte lo predicó con tanta elocuencia. Véanse, si no, estas palabras, citadas por nosotros en alguna otra ocasión, del santo Pío X, en su Encíclica “Communium Rerum”:

“Gravemente yerran cuantos se fingen y esperan que alcance la Iglesia un estado inmune de toda perturbación, en que, fluyendo todo a nuestro gusto, sin que haya nadie que resista a la autoridad e imperio del poder sagrado, podamos disfrutar de dulcísima paz y tranquilidad.

Más torpemente aún se equivocan los que, ilusionados con la falsa y hueca esperanza de obtener semejante paz, disimulan los intereses y derechos de la Iglesia; subordínanlos a miras particulares; injustamente los atenúan; halagan al mundo, que todo está puesto en maldad, bajo pretexto de congraciarse con los fautores de novedad, y de hacerles aceptable la Iglesia, como si fuese posible acuerdo alguno entre la luz y las tinieblas, o entre Cristo y Belial. Sueños de febriciente, que en ningún tiempo dejaron ni dejarán de ilusionar muchos cerebros, mientras haya soldados, o cobardes, que, arrojadas las armas, huyan al primer asomo del enemigo, o traidores que se apresuren a entrar en tratos con él; lo cual, en nuestro caso, es pactar con el irreconciliable enemigo de Dios y el linaje humano.”

Lucha y no pactos nos manda la Iglesia, siguiendo las enseñanzas de Jesucristo. “Grandes tribulaciones tendréis en el mundo; pero tened confianza. Yo he vencido al mundo”, nos dice el Evangelio de San Juan. Con la misma infalibilidad que nos promete el triunfo, nos anuncia la lucha y la tribulación. Quiere Nuestro Señor Jesucristo que venzamos mediante la paciencia, como Él venció pacientemente sufriendo Muerte y Pasión. Según el sabio jesuita P. Aicardo, nos inducen a la paciencia las siguientes razones: Primera, que es el camino por donde ha llevado Dios a la Iglesia para hacerla triunfar; segunda, que Él ha prometido a la Iglesia pelea y triunfo, y nada puede faltar; tercera, porque se manifieste que la victoria es sólo de Dios; cuarta, para que se vea que los católicos somos hombres y no seres superiores; quinta, para que practiquemos el Evangelio; sexta, para que se vea la pureza de intención de los católicos; séptima, para que nazca el deseo de bienes mejores; octava, para que sea verdad que el reino del Señor no es de este mundo. A las que agrega la expiación de las culpas, la purificación de nuestra esperanza, el castigo de nuestra desconfianza y el amor e imitación de Jesucristo Crucificado.

Al creyente no le interesa encontrar fórmulas de armonía entre la verdad y el error, sino creer y practicar el Evangelio tal y como la Iglesia manda que se crea y se practique, porque ese es el Evangelio que predicó Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. No hemos de temer la lucha; no han de asustarnos las tribulaciones, sino que hemos de temer y hemos de retroceder ante el error de las falsas religiones, confesando nuestra fe. “Verdad es que Jesucristo nos ama con amor inmenso, infinito –dice el Santo Pío X, en la Encíclica sobre “Le Sillon”–, y que vino a la Tierra a padecer y a morir, para que, reunidos en torno suyo, en la justicia y el amor, animados de los mismos sentimientos de mutua caridad, todos los hombres vivan en paz y felicidad. Mas con autoridad suprema puso por condición de esa felicidad temporal y eterna, ser de su rebaño, aceptar su doctrina, practicar la virtud y dejarse enseñar y guiar por Pedro y sus sucesores. Fue tan enérgico como manso; regañó, amenazó, castigó, sabiendo y enseñándonos que con frecuencia el temor es el principio de la sabiduría y que conviene a veces cortar un miembro para salvar el cuerpo. En fin: lejos de anunciar para la sociedad futura el reinado de una felicidad ideal, de donde estuviera el dolor desterrado, trazó con las palabras y el ejemplo el camino de la felicidad posible en la tierra y de la bienaventuranza perfecta en el cielo: el camino real de la Santa Cruz.”

En el grandioso y patético oficio del Viernes Santo pasan por los labios de los fieles de todo el mundo, agrupados colectivamente en los templos, todos los dolores, penas, encarcelamientos, enfermedades, pestes y demás males que afligen a la Humanidad. Con entrañas de caridad se acuerdan en aquel rosario de oraciones de los cismáticos, herejes y de los pérfidos judíos; pero no para buscar fórmulas de armonía, que no les salvarían a ellos y nos perderían a nosotros. Se dirige la Iglesia a Dios clavado en la Cruz, y a la Iglesia se unen todos los fieles del Universo, orando “también por los herejes y cismáticos, para que nuestro Dios los saque de todos sus errores y se digne volverlos al seno de la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica”. Y ora, asimismo, por los “pérfidos judíos”, diciendo: “Oye las súplicas que te dirigimos por la ceguedad de aquel pueblo, para que reconociendo la luz de tu verdad, Jesucristo, salgan de sus tinieblas.” Ahí está el ideal a conseguir; éste es el verdadero amor a los hombres, la verdadera caridad.

¿Qué esto es intransigencia? ¡Santa y bendita intransigencia la de la Iglesia, que ante nada cede para salvarnos!