Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, Tomo III (1941), Manuel de Santa Cruz. Páginas 99 – 105.
El día 28 de marzo de 1941 el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento de Barcelona, don Antonio Correa Veglisson, se traslada a Tarrasa con objeto de presidir los diversos actos organizados por el Sindicato Español Universitario en aquella localidad. Pronunció un discurso al que pertenecen los siguientes párrafos:
“Hay –agrega– dos clases de españoles que no prestan colaboración a las altas tareas nacionales: los que no sienten a España y que ni siquiera siguen los dictados divinos. Nosotros tenemos el deber de trabajar por ellos, sin regatear sacrificios, para redimirles de su triste estado. Pero, en cambio, hay otros que dicen servir a Dios y a España y no quieren participar en la responsabilidad de la tarea; se resisten pasivamente a la obediencia y a la autoridad legítima y sólo piensan en hundir a los buenos españoles que dirigen la F.E.T. y de las J.O.N.S. Esta clase de españoles no defienden otra cosa que sus intereses personales y su espíritu sectario. En la historia patria tenemos sobrados ejemplos de personas y grupos que en momentos culminantes para la nación se apartaron de sus deberes y no colaboraron. Ejemplo de ello es la legendaria traición de Don Oppas. La desunión y la indiferencia constituyen el enemigo más fuerte que pueda tener España. No debemos permanecer indiferentes y castigaremos a quienes no presten la colaboración que tienen el deber de prestar” (“La Vanguardia Española”, Barcelona, sábado 29 de marzo de 1941.)
A continuación reproducimos la carta que con este motivo le dirigió don Luis Ortiz y Estrada, erudito dirigente carlista, famoso en su tierra catalana y en Madrid, donde vivió largos años.
“Luis Ortiz y Estrada D. P. R.
Layetana, 183, 4.º, 2.ª
Barcelona
Barcelona, 1.º de abril de 1941.
Excmo. Sr. D. Antonio F. de Correa Veglisson
Gobernador Civil
Barcelona
Mi muy respetable señor y amigo: La prensa del sábado pone en boca de V. E., con ocasión del discurso de Tarrasa, conceptos que, porque le conozco, no puedo pensar que de ella hayan salido; y presumo que ni siquiera ha leído lo que los periódicos le atribuyen, cosa harto natural dadas sus múltiples ocupaciones y la mucha trascendencia de los asuntos que absorben su atención. Dicen que V. E., ante el público juvenil que le escuchaba, comparó a los carlistas de hoy con la más siniestra de las figuras de nuestra Historia: el traidor Don Oppas (1).
Mucho ha llovido y a no pocos cambios hemos asistido desde aquellos días del año 32, cuando se preparaba el golpe del mes de agosto, en que a diario teníamos nuestra tertulia en el Secretariado Tradicionalista de la Gran Vía de Madrid y tantas veces en la redacción de nuestro tan querido “El Siglo Futuro”, alentándome V. E. en la lucha que con la pluma había yo emprendido; y estoy seguro de que hoy como ayer seguirá pensando V. E. que si Don Oppas ha adquirido personalidad en la Historia ha sido por su eficaz colaboración a la invasión sarracena en contra de los sagrados intereses de la Patria, pero muy a favor de sus privados intereses, pues cuenta la leyenda que, a favor de la invasión, logró alcanzar la mitra de Toledo. Si se hubiera limitado a “apartarse de su deber y no colaborar”, ningún español de hoy podría citar un nombre tan olvidado como el de tantos miles que en tan desdichada ocasión dejaron de cumplir con su deber de cristianos y patriotas. Esto supuesto, no puedo sospechar siquiera que en momento alguno haya pasado por la imaginación de V. E. el pensamiento de equiparar al arquetipo de la más negra traición con quienes con lealtad a su Dios, a su Patria y a su Rey, derraman desde hace más de cien años torrentes de sangre, sacrifican todos sus intereses y sufren toda suerte de persecuciones; que ponga al lado de tan repulsivo personaje a no pocos carlistas de la España de hoy que por su lealtad, su consecuencia, su participación decisiva en la preparación y ejecución de la Cruzada, sé que merecen el homenaje del respeto que V. E. les rinde; que mida V. E. con el mismo rasero a quien tan activamente contribuyó a la entrega de la España a la morisma y a quienes todo lo han sacrificado para arrancarla de las manos del marxismo.
Ni puedo creer que haya hecho V. E. cargos tan absurdos a los carlistas como los de que “no quieran participar de la responsabilidad de la tarea”; “resistan pasivamente a la obediencia y a la autoridad legítima”; y “sólo piensan en hundir a los buenos españoles que dirigen a F.E.T. y de las J.O.N.S.”, menguado propósito en relación con la angustia del momento y las gloriosas empresas propias de la Comunión Tradicionalista.
Sabe V. E. perfectamente que si los carlistas no participan de las responsabilidades de gobierno no es porque egoístamente las rehúyan, sino porque de ellas deliberadamente se les excluye precisamente por mantenerse fieles a sus convicciones carlistas (2). Y no es menos absurdo el cargo de desobediencia que nunca ha podido ser demostrada en expediente o juicio en que haya lugar a defensa, por lo que las sanciones se han de aplicar en virtud de expedientes policíacos sin audiencia del acusado o por el arbitrio de una autoridad que ha considerado delictiva la ostentación de la gloriosa Cruz de Borgoña, el grito de ¡Viva el Rey! y en alguna ocasión el mismo de ¡Viva España! Dos veces he sido yo sancionado, y las dos me han dicho las autoridades que contra mí han procedido que no había cargo alguno contra mí, pero que era necesario ceder a la presión de quienes reclamaban que se procediera contra los carlistas, explicando a la superioridad los hechos a su manera.
Porque es cierto que aquellos cuyo patriotismo se exalta y enardece cuando logran formar parte de los cortejos triunfales, tanto como mengua y se apaga si a ellos no consiguen acceso, acusan rabiosamente a los carlistas de rebelión porque no quieren entrar en F.E.T. y de las J.O.N.S.
No hay rebelión ni desobediencia si no hay mandato legítimo de autoridad competente, y nadie ha mandado ni ha podido mandar a los carlistas que entren en F.E.T., aunque a ello se les haya instado y se les inste repetidamente. Pero el consejo, el ruego, las instancias más o menos vivas no son una orden ni muchísimo menos. Es potestativo de cada uno el ingreso, aunque a los carlistas nadie pueda cerrarles las puertas cuando a ello se decidan. Quien, a pesar de todo, no quiera pasarlas, no desobedece a la autoridad ni falta a un deber que nadie le ha impuesto. Si el Estado de ahora juzga necesario como instrumento de gobierno el Partido Único, no quiere esto decir que por patriotismo estén los españoles obligados a entrar en él. Real y verdaderamente le son necesarios el cuerpo de oficiales del ejército y el de empleados de la publica administración, pero a nadie se le ha ocurrido proclamar que estén todos los españoles, por deber patriótico, obligados a ceñir la espada o a empuñar la pluma al servicio del Estado.
Pertenecer a F.E.T. quiere decir profesar una doctrina y aceptar una disciplina que no es la del Estado. Podrá esto no tener importancia para quienes han ido bogando de uno en otro partido, porque nunca han tenido ninguna convicción política; pero la tiene muy grande para los carlistas que arraigan su conducta política precisamente en la firmeza de convicciones que da la profesión de la verdad política. Porque el más ligero cotejo entre los principios que hace un siglo profesa la Comunión Tradicionalista y los que tienen su expresión en los veintiséis puntos de F.E.T. y su manera de obrar, demuestra que son distintos en cuestiones fundamentales (3). Sin entrar en detalles, a la vista está que no entienden del mismo modo las relaciones que el Estado ha de tener con la Iglesia y los deberes que con ella le ligan como mandataria de Dios en la tierra. Y se acaba de poner de manifiesto que entienden de muy distinta manera la legitimidad de la monarquía española. A Doña María de las Nieves (q.s.G.g.), dignísima esposa de aquel Rey que salvó a España movilizando las huestes tradicionalistas el 18 de Julio, se le han negado los honores reales en las honras fúnebres y por lo menos indirectamente, se ha intentado reducir el número de los sufragios de quienes siempre han tenido como reina a la benemérita española. Mientras tanto, se rendían honores reales y se celebraban con esplendor inusitado los funerales de quien el 14 de Abril vendió a España traspasando el Poder Real al Comité Revolucionario de los Azaña, Prieto y Casares. Si esto es así, necesario es optar entre uno y otro criterio, entre una y otra conducta, y esto, entre hombres que como hombres proceden, no puede ser fruto de un mandato de la autoridad sino hijo del propio convencimiento.
Tienen, pues, los carlistas derecho indiscutible a no entrar en F.E.T. y de las J.O.N.S. No han necesitado de este partido para servir fielmente a España durante un siglo; para lanzarse a la Cruzada con el poder, el valor y la abnegación de que V. E. y el mundo entero han sido testigos. Son poderosas las razones que les fuerzan a mantenerse fieles a sus principios, a la dinastía gloriosa de sus Reyes y a los ríos de sangre carlista que en servicio de España se ha derramado. Donde se rinde culto a la firmeza de convicciones y ha sido tan probada la lealtad, no hay campo abonado para hipócritas y serviles adulaciones que si manchan a quien las rinde, no honran a quien las recibe.
Hace unos meses, en una Memoria para el señor Serrano Suñer, decía que no existe el problema carlista por más que no pocos se empeñen en crearlo artificialmente. Los carlistas no van contra nadie, como no sea contra los enemigos de Dios y de la Patria. Cuantos a Dios han servido y por la Patria se han sacrificado a su lado han encontrado, y por lo menos al mismo nivel, a los carlistas. La primera gota de sangre que la Falange ha derramado cayó en la tierra empapada de sangre carlista y anegada por la sangre carlista que se ha ido derramando sin cesar. Porque más que a nadie les cuesta, más que nadie desean los carlistas la plena restauración moral y material de España y a ella están dispuestos a entregarse con el mismo ardor, la misma abnegación y el mismo espíritu de sacrificio que a la Cruzada han ido. Pero no hay poder humano capaz de hacerles ir contra los dictados de su conciencia y de hacerles faltar a la lealtad debida. Un mar de sangre española prueba que esta afirmación no es una vana jactancia. El peligro no está en los carlistas, sino en tenebrosas influencias que en la política de partido encuentran como abonado para sus maquinaciones. El peligro está en que no tienen en cuenta los ejemplos de nuestra propia historia y los consejos del más eminente de nuestros tratadistas políticos: Balmes.
“Un gobierno que sepa lo que es gobernar –dice el sabio sacerdote– y que tenga presente la necesidad de que la autoridad pública sea obedecida, nunca debe poner a los hombres en el compromiso de desobedecer por conciencia; porque acostumbrándose los pueblos a presenciar actos de tal naturaleza y mirándolos con admiración, como nacidos de un heroico temple de alma que arrostra la indignación del poder, antes que hacer traición a los deberes de conciencia, dejan de considerar a los gobernantes como revestidos de una misión superior, empiezan a mirarlos como a opresores, más bien como dueños de la fuerza que como depositarios de la autoridad, y se arrojan por el camino de las revoluciones.”
Aunque estoy firmemente persuadido de que no ha podido V. E. pronunciar el discurso en cuestión, es lo cierto que a V. E. lo atribuyen los periódicos. Por esto no habrá de sorprenderle que el último de los carlistas catalanes, con todo el respeto que merece la autoridad de que V. E. está revestido, pero con toda la energía que requieren el honor agraviado y los fueros de la verdad, proteste ante V. E. de la ofensa que a él y a todos los carlistas se ha inferido con la difusión del supuesto discurso. Si pudiera hacerlo en público, como en público podía hacerlo antes, en público protestaría de la ofensa pública que se nos ha hecho, pero “El Siglo Futuro”, aquel benemérito diario al que V. E., como tantísimos buenos españoles, profesaba tantísimo cariño, callado está, cuando, en sentir de muchísimos, tan necesario sería que dejara oír su voz autorizada.
Con el mayor respeto queda a las órdenes de V. E. su s.s.q.e.s.m.
Luis Ortiz y Estrada.”
(1) Nótese que el texto de «La Vanguardia» no menciona a los carlistas. Pero es interesante que uno de sus dirigentes de mayor erudición y rigor polémico, se dé por aludido y monte su alegato en la sinonimia que él establece entre esos «otros que dicen servir a Dios y a España y no quieren participar en la responsabilidad de la tarea…», del discurso de Correa Veglisson, y los carlistas.
Seguramente, el contexto menudo de aquellos días autorizaba plenamente el establecimiento de tal sinonimia, fundamental. Pero también la autoriza cumplidamente un contexto más amplio y de rasgos más generales cuyos brochazos llegan hasta 1977 en la memoria de quienes lo vivieron.
Esta es una cuestión importante que interesa aportar a esta historia. Que los carlistas eran la única asociación que servía a Dios y a la España, aún con las limitaciones de la clandestinidad, y que a la vez hacía frente y molestaba al «establishment» de entonces; sólo en ellos coincidían la fuerza moral para hacerlo y un temple para la lucha política inagotable. No había otro grupo político que se prestara a confusión. Esto era tan claro entonces para uno y otro polemista, y para todo el mundo, que Ortiz y Estrada da la sinonimia por supuesta y sigue adelante sin molestarse en probarla.
(2) Correa Veglisson formulaba la praxis oficial, que entendía por «participar» obedecer las órdenes del Caudillo y de sus jerarcas sin chistar. Naturalmente, los carlistas no se dejaban arrastrar a esa interpretación, de mentalidad y talante curiosamente marxistas, y no cesaban de denunciar que la Unificación era un intento de absorción.
(3) Este párrafo y su prueba que le sigue son los más importantes de la carta. Aún hoy, y quizás también en el futuro tienen aplicación.
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