Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 180, 10 Junio 1967, página 5.
[Réplica de Rafael Gambra enviada a “Arriba”, la cual se negó a publicar su director Manuel Blanco Tobío.]
LOS HERMANOS ASOCIADOS (Soc. Ltda.)
Me refiero, en uso de mi derecho de réplica, al escrito de don Jaime Campmany, titulado «Los hermanos separados», aparecido en «ARRIBA» el 23 de los corrientes. En él dicho señor aludía, con su fina ironía tan festejada de sus amigos, al acto homenaje que acaba de tributarse a los procuradores que han defendido la unidad católica en los recientes debates de las Cortes, acto en el que tuve el honor de intervenir.
El Sr. Campmany declara no haber asistido a la cena-homenaje en cuestión, lo cual no necesita jurárnoslo. Lo que no es tan seguro es que no se encontrara –en espíritu al menos– entre los que desde fuera del local trataron de intervenir también en el mismo, y no precisamente con «amor ecumenista».
Las teorías sobre las que apoya el Sr. Campmany sus «ironías» son algo muy «del día» y no precisamente original; algo que no nos cumple aquí enjuiciar. Ofendería a su cultura explicarle que el Sr. Lutero pensaba exactamente eso: que la religión es asunto exclusivo de la fe y del amor personales –de la personal interpretación del Evangelio–, y nunca de las leyes civiles ni eclesiásticas. Que sobra, por lo tanto, tales leyes, y que, en consecuencia, el Estado debe secularizarse y la Iglesia desaparecer. Que nuestra negra Historia (la de «la enlutada figura del Rey Felipe») se realizó precisamente contra esa teoría que la Iglesia consideró siempre como herética.
Tampoco voy a recordarle que quienes proclamaron la II República Española opinaron asimismo que la unidad religiosa (en las leyes) estaba de sobra, que «España era una República de trabajadores de toda clase que se organizaba en un régimen de libertad y de justicia», y que ninguna coacción religiosa debía ejercerse sobre las conciencias, ni siquiera sobre la del niño a través de la enseñanza. Que el Sr. Campmany coincida en su pensamiento con el Sr. Lutero, o en sus ironías con el Sr. Azaña, o en sus miras con los marxistas, son asuntos que no nos conciernen, puesto que no aspiraríamos a convencerle en tan breves líneas.
Lo que sí nos concierne (al menos como contribuyentes) es que todo eso se escriba en un diario bajo cuyo encabezamiento con las flechas de unidad de los Reyes Católicos se lee: «Órgano de FET y de las JONS». Si la memoria no nos traiciona, el partido o Movimiento así denominado tuvo su origen y su importante papel en el Alzamiento de 1936 contra la aludida II República; más aún, en su propia opinión, constituyó la fuerza decisiva en el mismo y en la guerra civil que originó.
Según los ideales justificativos de aquel sangriento episodio, parece –si no recuerdo mal– que España no debía ser una coexistencia laica y en disgregación, sino «una unidad de destino en lo universal», en cuyo contenido estaba (aparte del Imperio y otras entidades metafísicas) «el sentido católico de nuestra gloriosa tradición.»
Yo no sé en qué bando militaría por entonces el Sr. Campmany (ignoro su edad y su historial), ni le niego el derecho de cambiar de opinión (lo que es de sabios), por más que el lucir ese cambio en letras de molde no siempre sea de prudentes. Lo que sí sé es que los laicistas y demócratas, al acabar la Guerra Mundial, llevaron al paredón o a la prisión de Spandau, donde todavía se pudre alguno de ellos (¡oh, la Inquisición!), a los que consideraron «criminales de guerra» por sus teorías o por sus decisiones políticas o militares. El Sr. Campmany y el diario en que escribe y el Movimiento a que pertenece pueden abjurar de todo lo escrito por ellos mismos desde 1933 [sic] y cambiarlo por esto. Lo que no pueden es resucitar al medio millón largo de muertos, cuyo sacrificio justificaron en su día por aquellas otras ideas.
¿Qué mayor prueba para ser considerados criminales de guerra que la confesión de parte? Una confesión no forzada ni aun pedida, que jamás se hubiera logrado de los de Nüremberg. Si todas aquellas teorías religioso-patrióticas eran vanas, antievangélicas, ignorantes y rutinarias; si toda la razón estaba (por lo tanto) en los laicistas de la República de trabajadores e intelectuales, ¿por qué no se auto-construyen estos señores una buena prisión de Spandau, dentro de cuyos muros quizá alcancen el sentido y la justificación de su «evolución espiritual»?
En cuanto a los automóviles que durante el homenaje tal vez «piafaban en su aparcamiento» como el caballo del Cid, debo reconocer que eran, en efecto, bastantes. Pero tampoco sobrará recordar que durante los tres lustros que mediaron entre 1939 y 1954, cuando todo el mundo viajaba aquí en arracimados tranvías, aquellos que por entonces vivían del «irrenunciable destino imperial y católico de España» contaban ya con innumerables coches, cuyo sostenimiento no pagaban ellos precisamente.
RAFAEL GAMBRA
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