Fuente: Arriba, 23 Mayo 1967, página 3.
LOS «HERMANOS SEPARADOS»
«¡Viva la unidad católica de España!» El estremecedor grito religioso-patriótico resonó varias veces durante el banquete. Más de un comensal se sentiría llamado a una nueva Cruzada. Podría parecer que los cascos de la Caballería de Almanzor repiqueteaban de nuevo sobre los campos de España. Catalañazor [sic] esperaba. A la puerta del restaurante, los automóviles, dócilmente aparcados, tal vez piafaban, elevando alternadamente sus ruedas delanteras; los motores parados ensayaban en secreto relinchos de impaciencia. Temblaban en la noche las espadas de la Reconquista. Dentro, en el comedor, se hablaba de Trento. Las informaciones de los periódicos dicen que se celebraba un banquete de homenaje a un grupo de Procuradores de las Cortes españolas, pero tal vez a la mesa se sentaban los cien caballeros de Isabel la Católica. No sé si alguien habló de poner picas en Flandes. «¿Es usted Garcilaso?» «No, señor. Me llamo don Gonzalo de Córdoba. Soy el Gran Capitán.» Boabdil huía llorando como una mujer. Por las esquinas, la sombra de un fraile llamado Martín Lutero huía perseguida por la figura enlutada del Rey Felipe. Alguien proponía portar campanas a Santiago a hombros de progresistas. Es posible que otros dijeran que hay que recomenzar Lepanto: el pendón de Alí Pachá lo tienen de nuevo los turcos.
Perdonadme la deshilvanada evocación histórica. Uno oye gritar: «¡Viva la unidad católica de España!» y, sin querer, pega un salto hacia atrás de cuatro siglos por lo menos. Don Rafael Gambra, que ofreció el banquete, citó dos fechas emocionantes, y más cercanas: el 2 de mayo y el 18 de julio. ¿Tenemos que alzarnos contra los ejércitos de Napoleón Bonaparte? ¿Tenemos que derrotar de nuevo a las Brigadas Internacionales? ¿Necesitamos otra vez al Alcalde de Móstoles o al general Moscardó? ¿Habrá que rogar por España al Dios de las batallas? ¿Estamos a punto de ser invadidos por los enemigos de Cristo y por el ateísmo militante?
No, no. Francia, nuestra dulce vecina, no moviliza los ejércitos de Napoleón, y Pepe Botella no figura entre los varios pretendientes a la Corona de España. El general De Gaulle, vestido de paisano y sin la coraza de Santa Juana de Arco, se opone al ingreso de Inglaterra en el Mercado Común. Hassan II no prepara expediciones bélicas para desembarcar en Tarifa. A lo más, inicia conversaciones sobre el Sahara; no sueña con las fuentes y los arrayanes de Granada ni con los arcos de la Mezquita de Córdoba, sino con los fosfatos. En los Países Bajos, los católicos no avanzan detrás del tercer duque de Alba ni de aquel mozo gallardo que se llamó Juan de Austria, sino que están en el Parlamento y en el Gobierno. En Alemania occidental gobierna un partido que se llama democracia cristiana. El arzobispo de Canterbury ha cruzado, por primera vez en la Historia, el portón de bronce del Vaticano. España se dispone a promulgar una ley de libertad religiosa.
El Vaticano II ha terminado sin un solo anatema. Ha sido iniciado el proceso de beatificación de un Papa que se llamó Juan XXIII. Se clausuró el Concilio y ni siquiera los católicos holandeses han provocado un cisma. Pablo VI abraza al Patriarca Atenágoras. Sobre las guerras de religión vuela una blanca paloma que porta en el pico la «Pacem in terris». «Algo está pasando en nuestra época», dijo en el banquete don Rafael Gambra. Y añadió: «Es el comienzo de un nuevo cisma.» Más tarde, don Blas Piñar diría que los que vengan a predicar otras religiones han de hacerlo con el espíritu de nuestros misioneros, dispuestos al martirio…
Yo no estuve en el banquete. Pero desde mi humilde columna diaria grito también: «¡Viva la unidad católica de España!» Y lo escribo con una pluma que jamás apostatará de la fe católica ni se mojará en la tinta del antipatriotismo. Sin embargo, yo deseo para mi Patria una unidad católica que no esté fundada sobre la fuerza, sino sobre la verdad. Una unidad católica fundada sobre la atracción irresistible de las palabras del Evangelio y no sobre las prohibiciones de las leyes civiles. Una unidad católica fundada sobre el conocimiento y la convicción de la religión verdadera, y no sobre el pánico, sobre la ignorancia y sobre la rutina. Una unidad católica fundada sobre la conducta moral de los vivos y no sobre el recuerdo de los muertos de Flandes o Lepanto. A la unidad católica debemos llegar andando cada uno por nuestros propios pies y por caminos libres, y no en cuerdas de cautivos espirituales. Yo pediría, si no me mandáis callar, que no nos dispongamos a luchar, sino a creer, a practicar, a predicar y a amar. No hagamos de nuestra unidad un baluarte, sino un ejemplo abierto a todos los vientos. Pensemos que la mejor manera de romper nuestra unidad es ésta de quedarnos solos, encerrados, envueltos en el temor y en la oscuridad, amenazando con desgracias eternas, mientras la Iglesia nos convoca al vuelo de la libertad y al abrazo ecuménico. No instauremos dentro de nuestra unidad católica grupos de «hermanos separados» en los cuales no sabe uno dónde termina la religión y dónde empieza la política.
JAIME CAMPMANY
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