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Tema: Unidad católica española: Rafael Gambra vs. Jaime Campmany

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    Unidad católica española: Rafael Gambra vs. Jaime Campmany

    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 179, 3 Junio 1967. Páginas 12 y 13.



    Dos seglares ilustres, abogan por la unidad religiosa, dentro de la Iglesia verdadera, que es UNA, SANTA, CATOLICA y APOSTOLICA


    En el homenaje a quince procuradores, que combatieron en las Cortes por la tradición política española, no se alzaron más voces que las de dos laicos




    Discurso de don Rafael Gambra


    La ofrenda del homenaje, celebrado la noche del sábado 20 de mayo, la hizo el catedrático de Filosofía don Rafael Gambra, mediante el siguiente discurso, taquigráficamente recogido, que ofrecemos a nuestros lectores:


    Henos aquí ante un homenaje singular –casi diríamos insólito–, tanto por el número de participantes como por los móviles reales del mismo. Es casi general en los banquetes de homenaje que bajo un motivo elevado –comunidad de ideales, gratitud o admiración– se escondan unos intereses y aspiraciones comunes, una reivindicación profesional o subyacentes miras políticas. Aquí, en cambio, es notoria la heterogeneidad profesional, económica, política, de homenajeados y homenajeadores, que en casos es dispar y a menudo encontrada.

    Esto supone que el móvil verdadero del agasajo y el factor común de todos los reunidos es algo verdaderamente superior o, si se quiere, lo más profundo en el alma de cada uno, algo entrañado en la fe más íntima, eso que se lleva en la masa de la sangre como lealtad última o radical. Un algo que sólo aflora en ocasiones grandes de la historia, ante las que intereses y miras cotidianas desaparecen. Aquello que, por caso, unió bajo una sola bandera el Dos de Mayo a muchos afrancesados ideológicos con la ingente multitud de españoles castizos o tradicionales; aquello que unió a pobres y a ricos en la más reciente coyuntura del 18 de Julio.

    ¿Cuál es esa situación excepcional que nos congrega hoy en un aliento común, desinteresado, lleno de verdad y de sinceridad?

    Todos –más o menos viva o confusamente– percibimos hoy la difusión rápida de un inmenso cisma sobre la Iglesia Católica, un cisma inmanente, no delimitado todavía, que divide, enerva, confunde, desalienta a los espíritus. Una parte considerable de cuanto constituye nuestra formación cristiana desde el regazo materno hasta nuestra madurez es hoy olvidado, si no combatido, en las actuales predicaciones: la oración y las devociones, la fidelidad dogmática, la disciplina y la austeridad de las costumbres, la mortificación y la resignación cristianas, son hoy temas soslayados, casi proscritos. En cambio, la eficacia, la «puesta al día» de métodos e ideas, el activismo y la apertura al mundo, la evolución de la fe, son motivos diarios de una religión insensiblemente nueva, distinta. Legiones de clérigos nuevos que han abandonado voluntariamente el hábito eclesiástico y la unción sacerdotal se agitan, cartera al brazo, como hombres de negocios; se amotinan, como agitadores profesionales, y descienden de sus coches para hablarnos de una Iglesia pobre que retroceda a la época de las catacumbas. No se distingue del sacerdote anciano o maduro como el joven del viejo en todas las épocas, sino que son más bien los antípodas humanos del sacerdote de nuestra infancia y del católico de todos los tiempos, aquel hombre humilde y austero que levantó nuestras grandes iglesias y catedrales, y para quien todo se hacía poco en la gloria de Dios.

    En el clímax de su predicación y de su actividad, más «social» que religiosa, el marxismo –ese gran intento de construir aquí, sobre la tierra, el paraíso por medios puramente técnicos– deja de aparecer «intrínsecamente perverso», como fue considerado por todos los Pontífices hasta nuestros días, sino que se nos presenta como algo bueno en sí con tal de que se le depure de ciertas accesorias fobias irreligiosas.

    Esta mutación profunda que dolorosamente vivimos se evidencia en el modo como han tenido que actuar estos hombres en cuyo homenaje nos reunimos hoy, ante las Cortes Españolas de 1967, para defender la unidad católica del país: no luchan, como los diputados de 1876, tras el eclipse de esa unidad en la primera República, sabiéndose respaldados por una Iglesia que negaba todo Concordato con el Estado español si éste no reconocía la unidad religiosa. Estos hombres han de luchar solos, ante su sola conciencia y la íntima fidelidad a la fe recibida, a la Eucaristía y a sus deberes para con el alma de sus hijos.

    Toda esta amarga percepción produce en el católico de hoy una herida profunda en su fe, en sus emociones más íntimas, en el patriotismo de todo un pasado en lealtad a la unidad católica de España y de la Cristiandad. Junto a ella, una inmensa angustia ante el temor de que todo cuanto siglos de fe y de abnegación nos han formado como hombres y como pueblo sea dilapidado por nuestra generación y sea negado a la vida y a la salvación de nuestros hijos.

    ¿Y cuál es la ocasión de que nos hayamos aquí reunido, no sólo en agasajo fraterno a unos hombres que están cumpliendo un deber de todos, sino para tomar conciencia de la situación que nos envuelve y angustia?

    Es –bien lo sabemos– la elaboración en Cortes de una más o menos inverosímil Ley llamada de Libertad Religiosa por cuya virtud los españoles no podremos quizá profesar ya pública, comunitariamente, nuestra fe como tal nación católica; una Ley por cuya virtud la fe de nuestro pueblo, especialmente la de los humildes, quedará a la intemperie de propagandas heréticas o ateas, unidas previsiblemente a tentaciones económicas; por cuya virtud, apuradas las consecuencias, yo, que soy profesor de Filosofía, habré de eliminar toda orientación religiosa a mis explicaciones, con lo que éstas caerán en la incoherencia y en la infecundidad, ello en razón de que quizá uno, entre tres mil de mis alumnos, no profese la religión católica.

    Ciertamente que esta Ley y sus derivaciones en la legislación civil, docente, etc., no han nacido de nuestro suelo ni son iniciativa de nuestras Cortes. Sólo cabe señalar entre nosotros –eso sí– defecciones e inconsciencia, unas y otra en sorprendente cantidad y calidad: justamente los grupos que más se han beneficiado bajo capa de catolicismo en los últimos treinta años, los que mayor poder han adquirido, han sido los primeros en traicionar el cometido o la lucha que ellos solos podrían justificar su existencia.

    Pero la Ley misma ha surgido como aplicación de la declaración conciliar titulada de libertad religiosa, la cual –se nos dice– es incompatible en muchos puntos con nuestra legislación inspirada en el «superado» concepto de unidad religiosa y confesionalidad católica del Estado. La dicha declaración conciliar es, en rigor, una fórmula de compromiso, compromiso entre la opinión dominante en el Concilio y la acción del Espíritu Santo, que salvó para la misma una posible interpretación conforme con la tradición perenne en la Iglesia. Como toda fórmula de compromiso, se puede tomar en varios sentidos, cuando menos en dos, más otra tercera interpretación a todas luces apostática.

    La primera de esas interpretaciones –una interpretación minimalista– no consistiría sino en el recordatorio de una verdad sabida desde todos los tiempos en la Iglesia: la de que la fe no puede imponerse, y que ni sobre ella ni sobre la práctica religiosa es lícito ejercer coacción alguna. Que todo hombre debe ser respetado en sus creencias y en la práctica privada de su culto, sin perjuicio del superior derecho (y deber) de la comunidad a profesar y a vivir como tal –en sus leyes y costumbres– la fe religiosa ambiental y tradicional en ella. Nuestros mayores conocían muy bien este derecho humano y ese sentido de la libertad religiosa al reconocer los grupos autónomos de judíos o de moriscos, que vivieron tanto más libres y respetados cuanto más homogénea y fuerte era en su fe la comunidad en que vivían como enquistados. Otorgando a la Declaración Conciliar este sentido minimalista, sobraba en rigor la debatida Ley, bastando con unas instrucciones que remediaran las dificultades prácticas –si las hubiere– para que los grupos no católicos puedan celebrar matrimonios entre ellos, realizar privadamente su culto, etc.

    Cabe, como he dicho, otro sentido maximalista de la dicha Declaración Conciliar de Libertad Religiosa. Según éste, el hecho religioso sería una pura relación del alma con Dios, algo individual y por completo ajeno a toda ley u orden comunitario civil o eclesiástico, algo intrínsecamente libre. La religiosidad sería, por tanto, extraña a la realidad social y política, que deberá ser laica o secularizada, religiosamente neutra. Según esta interpretación, la Iglesia debe renegar de todo el «periodo constantiniano» (es decir, de su historia íntegra), por ver en ella una aberrante mixtificación político-religiosa. Es, en rigor, la misma tesis de los protestantes, que extrajeron en su tiempo una consecuencia más: si entre Dios y el alma sólo debe mediar la palabra de Dios –la Escritura–, libremente interpretada, la Iglesia –su magisterio y autoridad– está también de sobra.

    Desde el ángulo de esta última interpretación, las mentalidades actuales se pierden hoy ante el aparente conflicto entre el derecho (y el deber) de cada hombre de vivir libremente la religión según su recta conciencia y el derecho (y el deber) de una comunidad a profesar públicamente su fe religiosa tradicional y a reprimir, como un mal y un delito, la pública difusión de la herejía o del ateísmo. Sin embargo, cualquier moralista cristiano de otra época sabría que se trata de un simple conflicto de derechos, como hay tantos en este imperfecto mundo humano, conflicto que se resuelve en la práctica cediendo el menor ante el mayor. Todo ello sin recurrir a la sospechosa noción del «debido orden público», que es un concepto policial, estatista y totalitario, en definitiva.

    Ejemplificando: un hombre de otra religión que viva en un país confesionalmente católico –en España, por caso– tendrá el derecho y el deber de practicar su religión, de educar en ella a sus hijos, incluso de procurar su conservación dentro de los de su grupo o raza. Hasta aquí no existe conflicto, puesto que tales derechos pueden serle reconocidos –y de hecho lo son–, sin perjuicio para la fe del ambiente que le cobija. El problema surge ante el eventual deber que ese hombre tenga de propagar hacia el exterior y públicamente su fe en ese medio homogéneamente religioso con fe distinta a la suya. Ciertamente que un creyente normal no está obligado por ninguna religión a propagarla públicamente en un ambiente hostil, con grave peligro para sí y para los suyos. Caso distinto –y extremo– sería el del misionero, cuyo cometido específico sería la propagación expresa de esa fe. Este debe saber que al cumplir con su deber en países que comunitariamente profesen otra religión se exponen a ser perseguidos, lo que nunca deberán considerar como un acto injusto por parte de una sociedad cuyos fundamentos (verdaderos o falso) está él atacando. No con otra moral fueron siempre nuestros misioneros a países infieles (musulmanes, budistas, etc.), dispuestos siempre a abrazar el martirio si llegase la ocasión. Y ello porque tampoco los católicos han negado nunca a las demás comunidades el derecho y el deber subjetivos de profesar públicamente su fe y de inspirar en ella sus costumbres y sus leyes.

    Por lo demás, el hecho de que toda sociedad –aun la que se crea y proclame más neutral y laicista– se apoya siempre en valores y creencias de común aceptación es algo innegable. Un nudista convencido, por ejemplo, puede creerse en el deber de predicar con el ejemplo y de salir a la calle en estado de naturaleza en el país más liberal y laico de Europa o de América. Ciertamente, lo mejor que podría suceder a ese hombre es caer en manos de un policía, porque en otro caso sería prontamente linchado por la multitud. Pues bien: en un país real y comunitariamente religioso, la predicación pública de otra fe o la negación de la propia es y debe ser un hecho más hiriente y escandaloso que la aparición de un hombre desnudo por la calle, y la autoridad debe de intervenir, como en aquel caso, para evitar que la gente tome la justicia por su mano. Negar esto es imponer eclesiásticamente que la religión deje de ser un factor vivo y emocional en la mente de los hombres; renunciar también a que sea el principio directivo de la civilización, entregándolo a los poderes de la tecnocracia estatal.

    He dicho que más allá de estos dos sentidos de la Declaración Conciliar –recto el uno, oscuro el otro y lindante con la herejía– hay una tercera interpretación falsa y claramente apostática que, sin embargo, se nos hace pasar por buena en mil ocasiones bajo términos más o menos equívocos. Se trata de lo que hoy se llama humanismo religioso, esa especie de culto del Hombre y de su Progreso, tan semejante a esa «idolatría del final de los tiempos en la que el hombre se adorará a sí mismo». Según esa interpretación, el Hombre, producto cumbre de la Evolución, asciende por la Ciencia y el Progreso hasta una plenitud feliz, cooperativa y pacífica en la que, superado el mal y el pecado original, alcanzará el Paraíso sobre la Tierra. El Cristianismo –un cristianismo desmitificado y racionalizado– vendría a ser una como prefiguración o profecía de esa ascensión natural del Hombre a su apoteosis terrenal. La religión del Dios que se hizo hombre vendrá así a identificarse (y a confluir en el punto omega teilhardiano) con la Religión del Hombre que se hace dios. La libertad religiosa no sería entonces sino la liberación del hombre respecto de las trabas de una religión mitificada mal comprendida para su espontánea y recta ascensión hacia esas metas de plenitud natural. Ante esta última interpretación, evidentemente apostática –pero consecuencia clara de aquella segunda interpretación–, los filósofos del Humanismo Integral, y las altas figuras de la Iglesia que lo han propagado, responden horrorizados, doliéndose de la cosecha que ellos mismos han sembrado.

    Se ha dicho que a los españoles nunca se les arrancará la fe católica que heredaron de sus mayores ni por la fuerza de propagandas impías ni por la fuerza de persecuciones violentas. Buena prueba fue de ello la coyuntura gloriosa del 18 de Julio, que reunió bajo un mismo entusiasmo religioso a hombres de toda procedencia que habían sentido idéntico ultraje en su fe. Se ha dicho también que a los españoles sólo se les podría arrancar esa fe desde dentro de la misma Iglesia, y ese parece el designio actual de los enemigos (marxistas o demócratas) de esa raíz católica del pueblo español. A nosotros corresponde demostrar hoy que tampoco así se conseguirá que España deje de ser católica.

    Estos Procuradores en Cortes cuya labor hoy aplaudimos han dado el primer paso para poner de manifiesto esta reserva de fe y de integridad que, aun en las más trágicas circunstancias, conserva nuestro pueblo. Ellos saben que ninguna compensación personal van a encontrar a su labor por conservar la fe recibida. Antes al contrario, serán públicamente tachados de más papistas que el Papa, como si el papismo (es decir, el catolicismo) pudiera tener límites, como si la fe católica no se hubiera salvado allá en la lejana época del arrianismo por la acción doliente y respetuosa de grupos de santos y de héroes frente a las mismas vacilaciones del Papa Honorio; como si no hubieran sido los mismos reyes de España los que frente al protestantismo impulsaron a los propios Papas a aclarar la situación y convocar el Concilio de Trento.

    Serán públicamente tachados de ultras. Como bien sabéis, fueron los ultras unos hombres arraigados desde varias generaciones a la Argelia francesa que afirmaron que la política abandonista de cierto general al que ellos mismos dieron equivocadamente el Poder llevaría rápidamente al abandono por Francia de la zona argelina, a su propia ruina familiar y a la pérdida de la fe cristiana en el territorio. Hoy se han cumplido punto por punto sus profecías; la obra de más un siglo se ha perdido allí para Occidente y las iglesias argelinas se han convertido en mezquitas.

    Saben también que serán llamados integristas, como si la fe católica que recibieron de sus padres no hubiera de ser transmitida a sus hijos en toda su integridad. Saben, en fin, que serán llamados reaccionarios, como si la vida no fuera reacción, como si todo enfermo no aspirara a reaccionar, como si fuera ya cosa probada la teoría marxista de la dialéctica o del viento de la historia que conduce fatalmente al socialismo, por modo tal que todo esfuerzo de reacción frente al mismo fuese de antemano vano, irrisorio.

    Tienen ya que soportar crónicas frívolas en las que se ridiculizan sus esfuerzos por las personas más obligadas a sostenerlos, o chistes necios en los que se consideran sus palabras «música celestial».

    Ellos saben, sin embargo, que en España no están solos, que la esperanza de muchos, la salud espiritual de todos y la fe de nuestros hijos esperan en su esfuerzo y en su sacrificio. Que las primeras batallas vividas deben cimentar otras mayores y ya próximas y, que al término de cada vida sólo cuenta el deber cumplido.






    Discurso de don Blas Piñar


    Extinguidos los atronadores aplausos que le fueron tributados a don Rafael Gambra por su brillantísimo discurso, elocuente, incisivo, profundo, se levantó a hablar en nombre de los Procuradores homenajeados –catorce laicos y un sacerdote– el notario de Madrid don Blas Piñar, que fue saludado con nutridos aplausos y aclamaciones.

    He aquí el discurso del insigne y batallador patricio:



    Me cabe el honor de levantarme para contestar a las palabras llenas de afecto y de doctrina del profesor Rafael Gambra. Lo hago en mi propio nombre y en el de mis compañeros, los Procuradores en Cortes a los que tributáis este homenaje, y entre los que sin duda, por el agobio de tiempo, no incluisteis a Domínguez Marroquín, el dinámico y contundente vizcaíno, ni a Jesús Fueyo, el hombre agudo, de los razonamientos aplastantes. Me levanto a hablar con alegría porque ha sido para mí una ocasión –la que ha dado origen al acto que ahora se celebra– de estrechar unos vínculos amistosos que si hasta la fecha podían tener su fundamento en la simpatía mutua, desde ahora tienen una raíz más profunda: la de saber que por encima y más allá de los matices ideológicos con que pueda etiquetársenos, nos une de forma entrañable, y creo también que definitiva, una manera común de entender, de amar y de servir a España. Nosotros estimamos que una nación no es sólo un conjunto de estructuras políticas, económicas, culturales, jurídicas y castrenses. Nosotros creemos que una nación se caracteriza y perfila por su alma, por sus valores religiosos, que son los que se hallan en la cima de su patrimonio espiritual.

    En el curso de las discusiones de la Comisión de Leyes Fundamentales cité a este propósito la encíclica «Populorum progressio», tan frecuentemente esgrimida como una concesión al oportunismo, cuando la verdad es que nada hay en ella que no recoja sustancialmente el pensamiento recibido, o como afirmaba la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española –refiriéndose a la doctrina del Concilio–, «la enseñanza tradicional de la Iglesia acomodándola a la condición humana de nuestro tiempo».

    Pues bien, el Papa, en la «Populorum progressio», escribe: «Rico o pobre, cada país posee una civilización recibida de sus mayores; instituciones exigidas por la vida terrena y manifestaciones superiores –artísticas, intelectuales y religiosas– de la vida del espíritu. Mientras que éstas tengan verdaderos valores humanos, sería un grave error sacrificarlas a… otras. Un pueblo que lo permitiera perdería con ello lo mejor de sí mismo y sacrificaría, para vivir, sus razones de vivir.»

    Pero si nadie puede negar que nuestra civilización, la que hemos recibido de nuestros mayores, está impregnada no sólo de verdaderos valores humanos, sino del supremo valor religioso, de la única fe verdadera; si nuestros prelados y el Supremo Pontífice nos estimulan a conservar como un tesoro y como el supremo valor de nuestros bienes el de la unidad católica, el de la fidelidad del pueblo a la religión revelada, es decir, como asegura Pablo VI en la «Ecclesiam Suam», a la «exenta de error, perfecta y definitiva, según la cual quiere ser conocido, amado y servido», no puede caber la menor duda que nuestra posición en las Cortes era la única acertada, tratando de conciliar la libertad civil en materia religiosa con el mantenimiento de esa unidad, en tanto que aquélla, a través de creciente pluralismo religioso, que no sería más que un fomento de la apostasía, quebrara y rompiera este don de la unidad católica que el mismo Pablo VI califica como «un don de orden y calidad superior para la promoción social, civil y espiritual de un país».

    Por otra parte entendíamos, al hacer uno de nuestros argumentos, que nuestra línea de conducta se enmarcaba dentro del más afinado ecumenismo, toda vez que si este movimiento pretende la unión de los cristianos en la única Iglesia verdadera, no podíamos comprender que manteniéndose fiel a la misma el pueblo español como unidad moral, lo aconsejable fuese destrozarla primero, para buscarla después. A este fin gravitaron con peso, aunque sin demasiado éxito, las palabras de Su Eminencia el Cardenal Bueno Monreal: «Si es un escándalo la división, es también un escándalo el proselitismo, ir a predicar el Evangelio donde ya existe.»

    De aquí que para nosotros el tema de la libertad civil en materia religiosa debería ser tratado por nuestro legislador de manera diferente a la proyectada, es decir, no planteando el tema en líneas generales, como si se tratara, en un plano de aséptica igualdad, de la regulación de un derecho idéntico y hasta ahora desconocido para católico y acatólicos. A nuestro modo de ver, y partiendo de la confesionalidad del Estado y de la unidad católica de la nación, consagrada a los preceptos constitucionales y vivida como una realidad consoladora, hubiera bastado desarrollar el párrafo segundo reformado del artículo 6.º del Fuero de los Españoles, conforme a la Declaración «Dignitatis humanae», con un Estatuto para las minorías acatólicas en nuestro país que les garantizara «hic et nunc» los derechos que la doctrina conciliar y el ordenamiento jurídico español les reconocen. Esto no era, como se ha escrito en primera plana en un órgano de gran difusión, que nos hubiéramos equivocado de Concilio, sino, sencillamente, que no nos habíamos equivocado de país.

    Para nosotros, el problema fundamental era el de la enseñanza. Si el pluralismo es un mal, porque en el plano teológico se opone al deseo de Cristo, que luego recogió San Pablo, y se halla en pugna con la unidad católica del pueblo español, nuestro deber era, respetando el derecho, no ya civil, sino natural, de los padres en la formación religiosa de sus hijos, evitar que este derecho, desbocándose, pudiera convertirse en un instrumento para el proselitismo.

    La cuestión fue centrada en tres puntos, a saber: El de los centros de enseñanza para acatólicos, con respecto a los cuales no hubo discusión.

    El de los centros de enseñanza católicos, a los que pueden asistir católicos y acatólicos. Estos, lógicamente, pueden darse de baja en la asignatura de Religión. Pero, ¿también podrían darse de baja aquéllos? La propuesta de una emancipación religiosa «ministerio legis» a los dieciocho años, propuesta por algunos, no prosperó, estimándose que atentaba al derecho natural que corresponde a los padres a la formación religiosa de sus hijos.

    El de los centros de enseñanza del Estado, que es confesionalmente católico, en los que habría de exigirse no sólo la enseñanza de la Religión Católica, sino que la enseñanza toda se inspirase en la moral y en el dogma católicos. De las tres soluciones propuestas, profesorado católico, no exigencia de confesionalidad, aunque sí de enseñanza no contraria al dogma y a la moral, prosperó la última.

    El «quid» de las soluciones legales está en que sean respaldadas por una política eficiente, como dijo Alfredo López, refiriéndose a la Universidad de su época. De aquí el peligro del fraude para los padres católicos, que confían en que en los centros docentes del Estado se ha de dar a sus hijos una enseñanza católica y en realidad la reciben –la están recibiendo en parte– agnóstica y atea.

    Por último, aunque la cuestión era menos trascendente desde el punto de vista práctico, insistimos los Procuradores que reciben el homenaje, en los límites del derecho civil a la libertad religiosa, representados por el bien común nacional y por la religión católica. Aquel límite fue rechazado después de una larga discusión que el «Boletín de las Cortes» recogerá íntegramente en su día. El segundo se recogió variando la letra del proyecto que calificaba a la religión católica como la de la mayoría de los españoles, en el sentido de ser la religión de la nación española, pero soslayando la declaración de ser la verdadera.

    Es verdad que la declaración está hecha en los Principios Fundamentales del Movimiento y que nada añadía la repetición, pero también es verdad que la acusación formulada con firma religiosa de que el Estado no podrá formular juicios de valor a este respecto es absurda, no sólo porque en tal caso no podría formularlos sobre moral, sino porque el texto de la «Dignitatis Humanae» habla del deber moral de las sociedades con respecto a la religión verdadera, y la sociedad en su instancia suprema se vale, para su expresión, del Estado.

    No quiero terminar sin deciros que las tesis del encuadramiento europeo de España, la burlona apelación a nuestro quehacer histórico, como un disco rayado; la necesidad de que nos entreabran las puertas de las organizaciones económicas, se lanzaron contra nuestra postura.

    A ello supimos responder que los pueblos que mendigan concesiones se les da como limosna el menosprecio; una nación para vivir no puede perder sus razones de vivir; y que España, fiel a sí misma, no escucha siempre un disco rayado, aunque unas veces, con voz limpia y nueva, rehaga y reproduzca su propio quehacer histórico. Y así Moscardó emula a Guzmán el Bueno, y Santa María de la Cabeza a los héroes numantinos. No hemos de dar vueltas a la misma manzana, pero tampoco caminar a empujones o corriendo detrás de las golosinas con que pretenden engatusarnos, sino con nuestro criterio y nuestra brújula, nuestros intereses y nuestros ideales. Sólo así España puede ser distinta y abierta a la unidad de destino que señalaba José Antonio.

    Hemos sido atacados, ironizados. Ha sido una lucha difícil. No creemos que los Procuradores en Cortes que han defendido posturas contrarias o distintas a las nuestras, ni tampoco aquellos que no han comparecido a las deliberaciones o que estando presentes guardaban un silencio cauteloso, hayan combatido la unidad católica de España. Dios nos libre de pensarlo. Y no creo que los organizadores del acto lo piensen tampoco. Lo que ocurre es que ellos han creído que a su modo defendían mejor esa unidad. A nosotros, que no hemos conseguido en el debate todo lo que pretendíamos, nos gustaría que tuvieran razón, porque no hay nada más enojoso que sentirse mal interpretado y que soportar las burlas, las agresiones y los insultos de quienes tomaban como enemigos de la lealtad religiosa a quienes queríamos asegurarla para todos, y en especial para el pueblo español, católico en su unidad moral, y para las pequeñas minorías extrañas al catolicismo.

    Si a nosotros nos disgusta esta confusión, comprendemos que a ellos les moleste que alguien pueda identificarlos con los enemigos de esa unidad. Nos consta muy claro que no es a nosotros a los que puede imputarse esa identificación, aunque no hayamos compartido sus puntos de vista.

    Al final de este combate queremos decir: «¡No importa!», como José Antonio en el tiempo difícil. Seguiremos luchando por la unidad católica de España, como decía el Compromiso de Peregrinos de la Juventud de Acción Católica, en la que he vivido mi adolescencia y mi juventud.

    Y si esa unidad se rompe –Dios no lo quiera–, la Historia y Dios, que ha de juzgarnos a todos, dictará su sentencia definitiva.

    A nosotros, que hemos batallado en las Cortes, y a vosotros, que nos traéis la inquietud y la angustia de una gran parte del catolicismo español, que también tiene derecho a ser oído y respetado, nos quedará siempre la alegría de haber cumplido, contra viento y marea, con nuestro deber de católicos y de españoles de 1967.

    Aquí, en esta piedra, lanzada como proyectil y también como símbolo, está la primicia de nuestra razón y de nuestra victoria.

    (La ovación y las aclamaciones duraron varios minutos.)
    Pious dio el Víctor.

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    Re: Unidad católica española: Rafael Gambra vs. Jaime Campmany

    Fuente: Arriba, 23 Mayo 1967, página 3.



    LOS «HERMANOS SEPARADOS»



    «¡Viva la unidad católica de España!» El estremecedor grito religioso-patriótico resonó varias veces durante el banquete. Más de un comensal se sentiría llamado a una nueva Cruzada. Podría parecer que los cascos de la Caballería de Almanzor repiqueteaban de nuevo sobre los campos de España. Catalañazor [sic] esperaba. A la puerta del restaurante, los automóviles, dócilmente aparcados, tal vez piafaban, elevando alternadamente sus ruedas delanteras; los motores parados ensayaban en secreto relinchos de impaciencia. Temblaban en la noche las espadas de la Reconquista. Dentro, en el comedor, se hablaba de Trento. Las informaciones de los periódicos dicen que se celebraba un banquete de homenaje a un grupo de Procuradores de las Cortes españolas, pero tal vez a la mesa se sentaban los cien caballeros de Isabel la Católica. No sé si alguien habló de poner picas en Flandes. «¿Es usted Garcilaso?» «No, señor. Me llamo don Gonzalo de Córdoba. Soy el Gran Capitán.» Boabdil huía llorando como una mujer. Por las esquinas, la sombra de un fraile llamado Martín Lutero huía perseguida por la figura enlutada del Rey Felipe. Alguien proponía portar campanas a Santiago a hombros de progresistas. Es posible que otros dijeran que hay que recomenzar Lepanto: el pendón de Alí Pachá lo tienen de nuevo los turcos.

    Perdonadme la deshilvanada evocación histórica. Uno oye gritar: «¡Viva la unidad católica de España!» y, sin querer, pega un salto hacia atrás de cuatro siglos por lo menos. Don Rafael Gambra, que ofreció el banquete, citó dos fechas emocionantes, y más cercanas: el 2 de mayo y el 18 de julio. ¿Tenemos que alzarnos contra los ejércitos de Napoleón Bonaparte? ¿Tenemos que derrotar de nuevo a las Brigadas Internacionales? ¿Necesitamos otra vez al Alcalde de Móstoles o al general Moscardó? ¿Habrá que rogar por España al Dios de las batallas? ¿Estamos a punto de ser invadidos por los enemigos de Cristo y por el ateísmo militante?

    No, no. Francia, nuestra dulce vecina, no moviliza los ejércitos de Napoleón, y Pepe Botella no figura entre los varios pretendientes a la Corona de España. El general De Gaulle, vestido de paisano y sin la coraza de Santa Juana de Arco, se opone al ingreso de Inglaterra en el Mercado Común. Hassan II no prepara expediciones bélicas para desembarcar en Tarifa. A lo más, inicia conversaciones sobre el Sahara; no sueña con las fuentes y los arrayanes de Granada ni con los arcos de la Mezquita de Córdoba, sino con los fosfatos. En los Países Bajos, los católicos no avanzan detrás del tercer duque de Alba ni de aquel mozo gallardo que se llamó Juan de Austria, sino que están en el Parlamento y en el Gobierno. En Alemania occidental gobierna un partido que se llama democracia cristiana. El arzobispo de Canterbury ha cruzado, por primera vez en la Historia, el portón de bronce del Vaticano. España se dispone a promulgar una ley de libertad religiosa.

    El Vaticano II ha terminado sin un solo anatema. Ha sido iniciado el proceso de beatificación de un Papa que se llamó Juan XXIII. Se clausuró el Concilio y ni siquiera los católicos holandeses han provocado un cisma. Pablo VI abraza al Patriarca Atenágoras. Sobre las guerras de religión vuela una blanca paloma que porta en el pico la «Pacem in terris». «Algo está pasando en nuestra época», dijo en el banquete don Rafael Gambra. Y añadió: «Es el comienzo de un nuevo cisma.» Más tarde, don Blas Piñar diría que los que vengan a predicar otras religiones han de hacerlo con el espíritu de nuestros misioneros, dispuestos al martirio…

    Yo no estuve en el banquete. Pero desde mi humilde columna diaria grito también: «¡Viva la unidad católica de España!» Y lo escribo con una pluma que jamás apostatará de la fe católica ni se mojará en la tinta del antipatriotismo. Sin embargo, yo deseo para mi Patria una unidad católica que no esté fundada sobre la fuerza, sino sobre la verdad. Una unidad católica fundada sobre la atracción irresistible de las palabras del Evangelio y no sobre las prohibiciones de las leyes civiles. Una unidad católica fundada sobre el conocimiento y la convicción de la religión verdadera, y no sobre el pánico, sobre la ignorancia y sobre la rutina. Una unidad católica fundada sobre la conducta moral de los vivos y no sobre el recuerdo de los muertos de Flandes o Lepanto. A la unidad católica debemos llegar andando cada uno por nuestros propios pies y por caminos libres, y no en cuerdas de cautivos espirituales. Yo pediría, si no me mandáis callar, que no nos dispongamos a luchar, sino a creer, a practicar, a predicar y a amar. No hagamos de nuestra unidad un baluarte, sino un ejemplo abierto a todos los vientos. Pensemos que la mejor manera de romper nuestra unidad es ésta de quedarnos solos, encerrados, envueltos en el temor y en la oscuridad, amenazando con desgracias eternas, mientras la Iglesia nos convoca al vuelo de la libertad y al abrazo ecuménico. No instauremos dentro de nuestra unidad católica grupos de «hermanos separados» en los cuales no sabe uno dónde termina la religión y dónde empieza la política.


    JAIME CAMPMANY
    Pious dio el Víctor.

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    Re: Unidad católica española: Rafael Gambra vs. Jaime Campmany

    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 180, 10 Junio 1967, página 5.

    [Réplica de Rafael Gambra enviada a “Arriba”, la cual se negó a publicar su director Manuel Blanco Tobío.]



    LOS HERMANOS ASOCIADOS (Soc. Ltda.)



    Me refiero, en uso de mi derecho de réplica, al escrito de don Jaime Campmany, titulado «Los hermanos separados», aparecido en «ARRIBA» el 23 de los corrientes. En él dicho señor aludía, con su fina ironía tan festejada de sus amigos, al acto homenaje que acaba de tributarse a los procuradores que han defendido la unidad católica en los recientes debates de las Cortes, acto en el que tuve el honor de intervenir.

    El Sr. Campmany declara no haber asistido a la cena-homenaje en cuestión, lo cual no necesita jurárnoslo. Lo que no es tan seguro es que no se encontrara –en espíritu al menos– entre los que desde fuera del local trataron de intervenir también en el mismo, y no precisamente con «amor ecumenista».

    Las teorías sobre las que apoya el Sr. Campmany sus «ironías» son algo muy «del día» y no precisamente original; algo que no nos cumple aquí enjuiciar. Ofendería a su cultura explicarle que el Sr. Lutero pensaba exactamente eso: que la religión es asunto exclusivo de la fe y del amor personales –de la personal interpretación del Evangelio–, y nunca de las leyes civiles ni eclesiásticas. Que sobra, por lo tanto, tales leyes, y que, en consecuencia, el Estado debe secularizarse y la Iglesia desaparecer. Que nuestra negra Historia (la de «la enlutada figura del Rey Felipe») se realizó precisamente contra esa teoría que la Iglesia consideró siempre como herética.

    Tampoco voy a recordarle que quienes proclamaron la II República Española opinaron asimismo que la unidad religiosa (en las leyes) estaba de sobra, que «España era una República de trabajadores de toda clase que se organizaba en un régimen de libertad y de justicia», y que ninguna coacción religiosa debía ejercerse sobre las conciencias, ni siquiera sobre la del niño a través de la enseñanza. Que el Sr. Campmany coincida en su pensamiento con el Sr. Lutero, o en sus ironías con el Sr. Azaña, o en sus miras con los marxistas, son asuntos que no nos conciernen, puesto que no aspiraríamos a convencerle en tan breves líneas.

    Lo que sí nos concierne (al menos como contribuyentes) es que todo eso se escriba en un diario bajo cuyo encabezamiento con las flechas de unidad de los Reyes Católicos se lee: «Órgano de FET y de las JONS». Si la memoria no nos traiciona, el partido o Movimiento así denominado tuvo su origen y su importante papel en el Alzamiento de 1936 contra la aludida II República; más aún, en su propia opinión, constituyó la fuerza decisiva en el mismo y en la guerra civil que originó.

    Según los ideales justificativos de aquel sangriento episodio, parece –si no recuerdo mal– que España no debía ser una coexistencia laica y en disgregación, sino «una unidad de destino en lo universal», en cuyo contenido estaba (aparte del Imperio y otras entidades metafísicas) «el sentido católico de nuestra gloriosa tradición.»

    Yo no sé en qué bando militaría por entonces el Sr. Campmany (ignoro su edad y su historial), ni le niego el derecho de cambiar de opinión (lo que es de sabios), por más que el lucir ese cambio en letras de molde no siempre sea de prudentes. Lo que sí sé es que los laicistas y demócratas, al acabar la Guerra Mundial, llevaron al paredón o a la prisión de Spandau, donde todavía se pudre alguno de ellos (¡oh, la Inquisición!), a los que consideraron «criminales de guerra» por sus teorías o por sus decisiones políticas o militares. El Sr. Campmany y el diario en que escribe y el Movimiento a que pertenece pueden abjurar de todo lo escrito por ellos mismos desde 1933 [sic] y cambiarlo por esto. Lo que no pueden es resucitar al medio millón largo de muertos, cuyo sacrificio justificaron en su día por aquellas otras ideas.

    ¿Qué mayor prueba para ser considerados criminales de guerra que la confesión de parte? Una confesión no forzada ni aun pedida, que jamás se hubiera logrado de los de Nüremberg. Si todas aquellas teorías religioso-patrióticas eran vanas, antievangélicas, ignorantes y rutinarias; si toda la razón estaba (por lo tanto) en los laicistas de la República de trabajadores e intelectuales, ¿por qué no se auto-construyen estos señores una buena prisión de Spandau, dentro de cuyos muros quizá alcancen el sentido y la justificación de su «evolución espiritual»?

    En cuanto a los automóviles que durante el homenaje tal vez «piafaban en su aparcamiento» como el caballo del Cid, debo reconocer que eran, en efecto, bastantes. Pero tampoco sobrará recordar que durante los tres lustros que mediaron entre 1939 y 1954, cuando todo el mundo viajaba aquí en arracimados tranvías, aquellos que por entonces vivían del «irrenunciable destino imperial y católico de España» contaban ya con innumerables coches, cuyo sostenimiento no pagaban ellos precisamente.



    RAFAEL GAMBRA
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  4. #4
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    Re: Unidad católica española: Rafael Gambra vs. Jaime Campmany

    Fuente: Arriba, 22 Junio 1967, página 3.



    RETORNO A LA EDAD MEDIA



    Cierto catedrático llamado don Rafael Gambra, muy señor mío, ha escrito una larga carta dedicada enteramente a mi modesta e insignificante persona. El nombre de don Rafael Gambra, muy señor mío, apareció recientemente en los periódicos como el del orador que había ofrecido un homenaje a don Blas Piñar y a un grupo de Procuradores con motivo de su actitud durante los debates de la ley de Libertad Religiosa en las Cortes. La carta de don Rafael Gambra, muy señor mío, ha encontrado cobijo en las páginas de un semanario que nadie podrá tildar de progresista y cuyo título es toda una incitación al diálogo: “¿Qué Pasa?”

    La carta de don Rafael Gambra, muy señor mío, está escrita en elocuentes párrafos, casi alineados en orden de combate y tan inflamados en épica heroico-religiosa que parecen dispuestos a recomenzar la Reconquista, a partir para una nueva Cruzada, a iniciar la Contrarreforma o a aniquilar el Imperio de Solimán el Magnífico. A veces, la Historia debe de correr demasiado de prisa o algunos hombres deben de nacer con unos cuantos siglos de retraso. De una manera o de otra, mientras me deleitaba con la literatura de don Rafael Gambra, que es algo así como una preciosa pieza para el capricho de un anticuario, me he sentido transportado hacia los albores de la Edad Media.

    Sobre el pensamiento de don Rafael Gambra parecen haber resbalado sucesos y acontecimientos de los últimos siglos sin que se haya estremecido ni uno solo de sus conceptos. ¡Oh, maravilla! He aquí un pensamiento verdaderamente firme, que se mantiene impávido bajo el paso enloquecido y diabólico de las centurias. Nadie podrá encontrar en el pensamiento de don Rafael Gambra la menor sombra de contaminación de las disolventes teorías y disgregadoras ideas del mundo moderno. Digan los librepensadores que acabamos de salir del Concilio Ecuménico Vaticano II; lo bueno es creer que empieza a despuntar la luz de Trento. ¡Santiago, y cierra España!

    La ley de Libertad Religiosa le debe parecer a don Rafael Gambra una celada del Enemigo, una traición a los Reyes Católicos, un desafío a los ejércitos del Rey nuestro señor Don Felipe II. El espíritu de todos los herejes que ardieron en las purificadoras hogueras de la Santa Inquisición ha reencarnado en los señores Procuradores de la Comisión de Leyes Fundamentales de las Cortes Españolas para derribar el edificio de nuestra unidad religiosa, levantado en tantos siglos de guerra santa. ¡Anatema, anatema! ¡Esto es la secularización del Estado y la desaparición de la Iglesia! ¡Esto es cosa de demócratas y de protestantes!

    Desde que he leído la carta de don Rafael Gambra, muy señor mío, estoy, querido lector, mirándome al espejo constantemente, como la madrastra de Blancanieves. Dice don Rafael Gambra que mi pensamiento coincide con el del señor Lutero; que mi ironía es la misma del señor Azaña, y que mis miras son las miras de los marxistas. Y aquí me tienen ustedes buscándome parecidos en el espejo, ya que no me los encuentro en el pensamiento. Me veo con la papada blanda y los ojos penetrantes de Lutero, con las famosas verrugas de Azaña y con la barba de don Carlos Marx. Menos mal que un servidor no cree en la metempsicosis, porque si en ella creyera, menudo pasmo para mi pobre ánimo, un tanto tímido y un poco encortado, supondría la sospecha de que dentro de mi pensamiento estaban debatiéndose tres espíritus tan inquietos y potentes como los del señor Lutero, del señor Azaña y del señor Marx. ¡Pobre de mí, mísero de mí, y qué barahúnda tendría en la cabeza entre las frases de “Contra la Bula del Anticristo”, las de “El jardín de los frailes” y las de “El capital”! ¡Y pobres de vosotros, lectores míos, que os llevaría, a zancadas y a saltos, del uno al otro y del otro al uno como quien va del caño al coro, y haciendo jirones vuestra paciencia entre escritos reformatorios, teorías de la plusvalía y órdenes de tirar a la barriga!

    No sé, querido lector, qué va a ser de mí. Me encuentro desolado y no me atrevo a salir de casa. Sólo un ejercicio de audacia y de presencia de ánimo me ayuda a escribir todos los días estos pobres renglones que para ti escribo. Porque don Rafael Gambra, muy señor mío, me acusa de haberme encontrado –“en espíritu, al menos”, dice– entre los que desde fuera del local quisieron intervenir en el banquete a los señores Procuradores que él homenajeaba. Y ya sabéis que esos que quisieron intervenir en el acto, lo hicieron a pedradas. Presiento que don Rafael Gambra va a convocar una Cruzada, no para internacionalizar los Santos Lugares, sino para llevarme a la hoguera de los herejes. Sueño con la figura del Obispo Gelmírez, tiemblo ante el espectro de Torquemada y veo avanzar contra mi insignificante y modesta persona a los ejércitos de Ricardo Corazón de León enardecidos por las arengas del señor Gambra.

    Ya ni siquiera tengo fuerzas para pedir clemencia. Me rindo. Es inútil resistir con argumentos al asalto bélico-histórico del señor Gambra. Sólo pido a cambio que nunca me sea dado un homenaje ofrecido con un discurso de don Rafael Gambra. Amén.



    JAIME CAMPMANY
    Pious dio el Víctor.

  5. #5
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    Re: Unidad católica española: Rafael Gambra vs. Jaime Campmany

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 183, 1 Julio 1967, página 4.

    [Nota enviada por Rafael Gambra al director de “Arriba” para su eventual publicación en dicho diario.]



    SOBRE EL ESCRITO «RETORNO A LA EDAD MEDIA», DE D. JAIME CAMPMANY



    En relación con el escrito RETORNO A LA EDAD MEDIA, que un señor que firma Jaime Campmany me dedica en “Arriba” del pasado día 22, tengo que hacer, en uso de mi derecho de réplica, las siguientes tres rectificaciones y manifestaciones:

    1.ª Es falso que yo haya escrito ninguna carta, ni larga ni breve, a tal señor Campmany (lejos de mí dedicarme a tan inútil tarea o tedioso pasatiempo). El escrito de referencia era una réplica de carácter público a ciertas ineptas alusiones del antedicho D. Jaime Campmany a mi discurso en determinado acto homenaje. Alusiones aparecidas en el mismo diario “Arriba” del 23 de mayo, como cualquiera puede comprobar. Mi respuesta, antes de ser reproducida por el semanario «¿QUE PASA?», se envió al propio diario “Arriba”, cuyo director se negó a publicarla.

    2.ª La relación por mí señalada entre el «pensamiento» del repetido don Jaime Campmany y los de Lutero, Azaña o Marx, no se refería, como es obvio, a la potencia mental ni a la agudeza polémica de esos autores, sino a los aspectos en que sus posiciones ideológicas traicionan o contradicen la fe religiosa y la tradición patria del propio don Jaime Campmany.

    3.ª No dejo de reconocer al tal don Jaime Campmany un verdadero mérito al llenar media página de un diario sin aducir una sola idea ni un solo argumento que responda o refute a los míos. Admira imaginar la fecundidad que podría alcanzar tan ágil pluma si estuviera movida por algún modo de pensamiento discursivo.



    RAFAEL GAMBRA
    Pious dio el Víctor.

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