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Fuente: Tiempos Críticos. Número 10. Septiembre 1948. Páginas 2 – 4.
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EL ERROR DE LOS TRADICIONALISTAS
Observaciones a un discurso del Sr. Larraz sobre Balmes
Desdichada en extremo ha resultado la apertura oficial del centenario de Balmes. Ocurrió lo que sin ser propiamente profeta podía haber anticipado cualquier español que todavía conserve un adarme de buen sentido. Y conste que va siendo esto último un tanto difícil, cuando el confusionismo es norma en el campo de la ideología política.
El señor Rocamora y el “camarada” Baeza Alegría, Director General de Propaganda aquél y Gobernador Civil y Jefe de F. E. T. de Barcelona éste, sirvieron a los atónitos y estupefactos vicenses un Balmes que no sabía al antiguo más que en el nombre.
A la postre, y mientras la pluma autorizadísima de un Príncipe de la Iglesia que conoce a fondo los escritos y la personalidad del inmortal filósofo de Vich escribe en un rotativo barcelonés: “PLUGUIERE al cielo que al estructurar el nuevo Estado nacido de una Cruzada que costó un millón de muertos se TUVIERAN EN CUENTA las directrices políticas de Balmes”, los representantes del Gobierno con un descoco inigualable no se recatan de afirmar que la situación política actual viene a ser la plasmación viviente de los ideales soñados por el autor de “El Criterio”.
Los discursos de los citados señores, con todo, no han podido en modo alguno sorprendernos. Creemos conocer bastante al pormenor las artes prestidigitadoras de los que manejan los resortes de la propaganda oficial –esa propaganda que al decir de su Director, el señor Rocamora, tiene por misión única el servir a la verdad pura y objetiva– y por lo mismo no puede causarnos la menor extrañeza al ver transformados en personajes del momento a cuantos hombres ilustres tienen la suerte o la desdicha –vaya usted a saber– de celebrar su centenario en los días que corremos. Y a fe que no son pocos.
No parece sino que el Gobierno tenga subvencionados a unos cuantos de los llamados “ratas de biblioteca” para que de entre el polvo de los archivos extraigan la buena nueva del centésimo, bicentésimo o milésimo –¿qué más da?– aniversario de un varón preclaro o de unos hechos famosos en los anales de nuestra Historia.
En medio de la “centenariomanía” reinante no nos resistimos a la evocación de un dicho celebérrimo: En casa no comemos, o, a lo sumo, poco, malo y caro; pero, en cambio, ¿sabe usted?, no se nos pasa un centenario. Pero, en fin, eso dicho sea de paso; y también esto otro: aguardamos con cierta impaciencia la llegada de nuevos aniversarios, verbigracia, los de Espartero y Mendizábal, con objeto de saber bajo qué aspecto serán encasillados en el nutrido y heterogéneo grupo de los progenitores del actual estado de cosas. Bien que no falta quien diga que si algún precedente ha tenido este último, es en los tiempos de la Regencia de Espartero. Pero, repitámoslo, todo esto queda dicho de paso.
Lo que sí hubo de sorprendernos fue el discurso del señor Larraz. Porque el señor Larraz no es un indocumentado. Si no nos constara su calidad de catedrático y economista, nos convencería de ello su discurso, al cual hacemos justicia estimándole el único de los tres oficiales pronunciados en los actos de apertura que, en realidad, mereció nombre de tal.
Pero los hados le fueron adversos al señor Larraz. Todos sabemos que el ejemplo arrastra y para hacer verdadera esta sentencia y en el fondo, y aunque él no lo pretendiera, para su mal, el señor Larraz oyó la víspera de hacer uso de la palabra, los discursos de los antedichos personajes. Y en vista del éxito, del éxito oficial, se supone, el señor Larraz decidió imitar a los repetidos señores, si no en la vaciedad de las ideas, que eso hubiera sido fatal a su prestigio, sí en el giro intencionado de aquéllas y que consistía en, a propósito de Balmes, echar cada uno el agua a su molino.
Pero el suceso no correspondió al intento. Porque en su conferencia “Balmes conciliador de las fuerzas antirrevolucionarias”, el ilustre ex Ministro de Hacienda tuvo la rara virtud de no contentar a nadie de los verdaderos interesados, por diversos motivos, desde luego, en el centenario de Balmes, es decir, ni al Gobierno, que hubiera deseado fuese el inevitable “Franco o Comunismo” el término resultante de despejar la incógnita, ni a los que desde la primera hora y sin necesidad de estar con el Gobierno, han formado arma al hombro en frente del alud revolucionario.
Claro está que no falta un sector –siempre dentro de la zona que llaman de derechas, se entiende– al que sin duda pretendía agradar el ex Ministro de Hacienda; nosotros, modestia a un lado, creemos conocer tan bien como el señor Larraz los nombres y apellidos con que figura aquél en el mundo político. Sin embargo, no vamos a revelar lo que coló el orador, tan cuidadosamente por cierto, que hasta dudamos se enteraran los propios interesados, máxime cuando para nuestros fines, nada se pierde aunque se guarde el secreto. Otra cosa sería si fuéramos Gobierno…
“Comenzó el señor Larraz –dicen los periódicos– refiriéndose a la acumulación histórica de graves errores en la vida pública española. El error de haberse enrolado la Monarquía española en el absolutismo continental; el error de los legisladores de Cádiz de erigirse en Asamblea Constituyente; el error de Fernando VII, incumpliendo la promesa de convocar Cortes para resolver el problema constitucional, hecha al declarar nula la obra de Cádiz; el error de los liberales instaurando en nuestra vida pública el método de los “pronunciamientos”…
Hasta aquí –permítasenos un alto– nos parece todo muy bien, salvo que descartando el primer error, de una malignidad “sui generis”, pueden los restantes reducirse a uno solo: la abolición de un régimen genuina y típicamente autóctono y la consiguiente implantación de otro, importado de tierras extrañas y cimentado en los principios deletéreos y corrosivos de la revolución francesa y del liberalismo.
Pero el señor Larraz, en vena de analista crítico, no se detiene y piensa rematar el párrafo con trueno gordo: “… El error de los tradicionalistas de abandonar la Monarquía constituida siguiendo a don Carlos y dejando a aquélla desamparada de una considerable fuerza nacional y entregada a los sectores centro-izquierdistas”.
Es cosa notable, en verdad, que haya tenido que aguardar la Historia a que transcurriese un siglo, para que un hombre de la talla del señor Larraz le regalase con tan peregrino e inaudito descubrimiento. Ahora ya no queda lugar a duda de que fueron los tradicionalistas con su error, tan culpables, si no más, como los liberales, del mal de España.
¡El error de los tradicionalistas! Siquiera por ley de gratitud debiera usted bendecir, señor Larraz, este error –dado que usted en realidad lo crea tal– de los tradicionalistas. Gracias a este error pudo usted ocupar la tribuna pública en Vich; gracias a este error le es permitido a usted el pacífico y –nosotros queremos estimar– fecundo desarrollo de su labor docente, y gracias a este error llegó usted a figurar un año en el número de los Ministros de la Nación. Porque principalmente, por no decir únicamente, se debió a este error la posibilidad de verificarse el Alzamiento.
¿Qué hubiera sido de España, señor Larraz, si a los cinco años de haber desembocado aquella “Monarquía constituida”, por mal de sus propios pecados, en una República nefasta, no hubiera quedado un núcleo de gentes sanas, cuyo único pecado, a juicio de usted, estribaba en persistir irreductibles en el error en que incurrieron sus antepasados? ¿Por qué? ¿Ignora acaso el señor Larraz las palabras de Pemán a este respecto: “España os debe gratitud eterna a vosotros, los hombres de la Comunión Tradicionalista…”?
No, señor Larraz, ni los tradicionalistas ni la crítica histórica están conformes con que se califique de error a una postura que ha sido fuente de los más heroicos sacrificios en bien de España y merced a la cual se conservó pura e incontaminada la semilla de un gigantesco resurgir del espíritu nacional y, además de este argumento apodíctico, hay otros que fuerzan a las personas sensatas a sostener un criterio opuesto al que defiende el señor Larraz.
La política no cae dentro de la órbita de las ciencias ideales, sino que pertenece al grupo de las ciencias prácticas. Hay quien dice que si se mantiene incólume el prestigio de sabio de que goza Aristóteles, ello se debe en no pequeña parte a que si bien escribió su política, por lo que hace referencia a esta materia, se limitó puramente a esto: a escribir; porque de haber tenido ocasión de aplicar sus teorías, otro gallo le cantara a la fama de hombre discreto y prudente que desde los griegos hasta nosotros ha venido acompañando al filósofo de Estagira.
Con lo cual únicamente quiere decirse –nosotros no tomamos cartas en favor ni en contra de la opinión aquí citada– que la política es ciencia práctica, que en ella cada caso es un mundo de circunstancias, cuya adecuada conjugación no puede llevarse a efecto por el simple recurso a un teorema matemático o a una fórmula química. De acuerdo en que hay políticos malos, ¿cómo no?, pero convengamos en que existen individuos que ni a eso llegan; son los ingenuos, los matemáticos de la política.
El señor Larraz se ha asomado al mirador de la Historia y ha contemplado el panorama de la España ochocentista. El sistema político debía responder a la realidad social: agro y núcleos urbanos. ¿Los representantes de aquél se hacen a un lado? Luego, son culpables. ¡Oh la ingenuidad de las matemáticas de la política!
¿Ha pensado el señor Larraz en si era humanamente –no matemáticamente– posible llegar a la colaboración entre los dos grupos opuestos? Balmes, que no tenía un concepto tan simplista, como parece tenerlo el señor Larraz, de la política, no concebía la unión de uno y otro bando sino mediante el enlace de sus respectivas cabezas y la aceptación de unos principios que al tiempo que dejaran a salvo venerandas instituciones de indiscutible eficacia, no desdeñaran la aportación, dentro de la más plena ortodoxia española y religiosa, de nuevas corrientes a tono con el progreso de los tiempos.
Bajo estas condiciones era posible una unión fructífera de las dos ramas, o por lo menos, así lo creía Balmes. Fuera de ellas, el acceso de los carlistas al poder únicamente cabía se realizara de dos maneras: o por la fuerza de las armas o en virtud de una adhesión a las doctrinas moderadas. Lo primero no se dio. Lo segundo, no sabemos, señor Larraz, que lo propugnara Balmes. ¿Por qué? Sencillamente: porque hubiera sido funesto para España.
La reserva que para ésta significaban los carlistas se hubiera desvanecido al quedar integrados aquéllos en las filas moderadas, las cuales, por marchar como marchaban, más o menos abiertamente, tras la enseña del liberalismo, llevaban en sí mismas el germen de su propia descomposición.
Quede, pues, sentado, que no hubo error en la actitud de los tradicionalistas. Y, precisamente, porque no quieren incurrir ahora en un pecado del que, por el favor de Dios, se vieron libres sus antepasados, los tradicionalistas de hoy en día muestran sus reservas frente a esa vaga unión de las fuerzas contrarrevolucionarias, que el señor Larraz patrocina. La contrarrevolución es de por sí algo negativo y sólo con lo negativo no se va en este mundo a ninguna parte.
El filósofo catalán, señor Larraz, no habló de la necesidad de la contrarrevolución prescindiendo de las ideas que debieran presidirla, como tal vez de su discurso de usted pudiera colegirse, sino que al ateísmo opuso la verdad de la Fe, en frente del liberalismo escéptico y neutral sentó a rajatabla la sujeción ineludible de la humana inteligencia al Dogma y, con relación a España, sostuvo además la exigencia de remedios adecuados a nuestra particular idiosincrasia, en contra de soluciones ridículas y extranjerizantes.
Y eso mismo piensan los tradicionalistas. Y por eso no pudo usted contentarles, cuando su famoso discurso. Porque saben que la contrarrevolución no es cosa de procedimiento, sino de principios. Porque no creen en la fecundidad de unas colaboraciones, cuyo único móvil reside en el afán de salvar los bienes materiales ante la inminente invasión del comunismo destructor. Porque son católicos y prefieren por encima de todo la supremacía de los valores del espíritu. Porque son españoles y tienen fe en los destinos supremos y trascendentes de España. Y lo supremo y lo trascendente, señor Larraz, no se alcanza por los caminos de las medias tintas, sino por las rutas arduas y espinosas de momento, pero coronadas de gloria, de las decisiones tajantes y rotundas.
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